CAPÍTULO XXIII

El rojo disco del sol se sumergió de repente cuando el avión descendió hacia la sombra de las montañas. Había telegrafiado la hora de llegada a la agencia Walters, y Phyllis me estaba esperando en el aeropuerto.

Me estrechó la mano y me ofreció su mejilla. Tenía un cutis de melocotón y crema, el peor tipo para resistir los efectos del sol, sonrientes ojos oscuros, del color del esmalte indio.

—Parece cansado, Lew. Pero, al menos, existe.

—No me diga eso. Hace que me sienta más cansado. Usted, en cambio, está maravillosa.

—Cada vez resulta más difícil a medida que envejezco. Pero, en compensación, otras cosas se hacen más fáciles.

No aclaró qué cosas. Nos dirigimos hacia el coche en medio de la noche que había caído de repente.

—¿Qué anduvo haciendo en Illinois, se puede saber? Creí que estaba trabajando en un caso de Pacific Point.

—En ambos lugares. Descubrí en Illinois un asesinato anterior a la guerra, el cual parece estar relacionado íntimamente con el que me ocupa. Me llevaría toda la noche explicarle el asunto y tenemos cosas más importantes que hacer.

—Usted, sí, no cabe duda. Tiene una cita para cenar con la señora Sally Burke, a las ocho y media. Usted es un viejo amigo mío de Los Ángeles, un hombre de negocios no especificados. Debe partir de ahí.

—¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlo?

—No fue difícil. Sally siente debilidad por las comidas gratis y los hombres sin compromisos. Intenta casarse otra vez.

—Pero ¿cómo la ha reconocido?

—Me encontré por casualidad con ella en el bar al que va con frecuencia, y tomamos juntas unas copas, anoche. De todos modos, una de las dos se emborrachó. Me dijo algo acerca de su hermano Judson, que puede ser el hombre que usted busca.

—Es él. ¿Dónde vive?

—En algún lugar de South Shore. Es un lugar difícil para ubicar a la gente, usted sabe. En este momento Arnie anda por allí tratando de encontrar algo.

—Lléveme hasta donde se encuentra la hermana.

—Parece un cordero que pide que le conduzcan al matadero.

Tras una pausa, añadió con solidaridad femenina:

—Es una mujer bastante bonita. No brillante, pero tiene el corazón bien colocado. Quiere mucho a su hermano.

—También Lucrecia Borgia quería al suyo.

Phyllis cerró la puerta del automóvil. Nos dirigimos hacia Reno, una ciudad en la que nunca me había ocurrido nada agradable, a pesar de lo cual mantuve mi esperanza.

Sally Burke vivía cerca, en Riley Street, en el piso superior de una vieja casa de dos. Phyllis me depositó frente al número 829, después de sacarme la promesa de que volvería para pasar la noche con ella y Arnie. La señora Burke me esperaba en el descansillo de arriba, con todos sus arreos: una apretada funda negra adornada de zorros, perlas y aros, tacones de diez centímetros. Su pelo era una combinación de castaño y rubio, como si con ello pretendiera expresar la complejidad de su carácter. Sus ojos castaños me observaron de manera apreciativa cuando llegué a su nivel, del mismo modo que un plantador de antes de la guerra hubiera podido examinar a una esclava de buen cuerpo en medio del lote a rematar.

De cualquier modo, se desprendía de ella un perfume agradable y mostraba una sonrisa amistosa, grata y llena de ansiedad. Cambiamos saludos y nombres. Me pidió que la llamara Sally.

—Siento no estar en condiciones de hacerle pasar, pues mi casa es un verdadero embrollo. Nunca consigo hacer nada en domingo. ¿Conoce la vieja canción «Triste domingo»? Lo es para mí, desde mi divorcio. Phyllis me dijo que usted también está divorciado.

—Así es.

—Las cosas son distintas para un hombre —observó, con un ligero resentimiento—. No obstante, puedo darme cuenta de que usted necesita una mujer para que le cuide.

Era una de las trabajadoras más rápidas y menos eficientes que conociera jamás. Se me cayó el corazón a los pies. Sally contempló mis zapatos y el traje con el cual había dormido en el avión. Por otra parte, yo era robusto y sano. De un salto había alcanzado las estrellas en opinión de la mujer.

—¿Dónde comeremos? —preguntó—. El Riverside es agradable.

Era agradable y caro. Después de un par de tragos, dejé de preocuparme por el hecho de estar gastando el dinero de Alex. Comencé a sentirme fascinado, en cierto aspecto, por la conversación de Sally Burke. Su ex marido, si debía creer en sus palabras, era una combinación de Drácula, Hitler y Uriah Heep. Ganaba por lo menos veinticinco mil dólares al año, en calidad de vendedor en el Noroeste, pese a lo cual más de una vez se había visto obligada a embargarle el sueldo para cobrar su miserable pensión alimenticia de seiscientos dólares mensuales. Estaba pasando momentos muy difíciles para arreglarse con lo que tenía, sobre todo ahora que su hermano había perdido el empleo en el casino.

Ordené otro trago y le manifesté mi simpatía.

—Es un buen muchacho —observó, como si alguien lo hubiera negado—. Jugaba al fútbol en el Washington State y siempre conducía al equipo a la victoria. Muchas personas del Spokane pensaban que habría podido actuar en el All-American si hubiera pertenecido a una escuela más conocida. Pero jamás obtuvo el reconocimiento debido, nunca lo logró. Perdió su trabajo de entrenador a causa de los arreglos políticos, era la verdad lisa y llana. Los cargos que le hicieron no pasaron de ser música celestial. Él mismo me lo dijo.

—¿Qué cargos?

—Nada. Eran un conjunto de falsedades, eso es lo que afirmo.

Terminó su cuarto martini y me miró con una astucia primitiva, por encima de su copa vacía.

—Creo que no me ha contado qué tipo de negocio es el que usted maneja, ¿verdad, Lew?

—No creo haberlo hecho. Dirijo una pequeña agencia en Hollywood.

—¡Qué interesante! Jud siempre ha manifestado vocación por la escena. En realidad no ha hecho nada todavía, pero le dijeron que es un muchacho elegante. Jud estuvo en Hollywood la semana pasada.

—¿Buscando trabajo como actor?

—Cualquier cosa —repuso—. Mi hermano tiene ganas de trabajar, pero el inconveniente fundamental es que no está adiestrado para nada. Quiero decir, después que perdió sus credenciales como profesor y se cerró la academia de baile. ¿Cree usted que podrá encontrarle algo que hacer en Hollywood?

—Me gustaría hablar con él —contesté y, por cierto, no mentía.

Sally estaba achispada y llena de esperanza. No le sorprendió mi interés por su hermano.

—Eso puede arreglarse —afirmó—. En efecto, Jud se encuentra en mi apartamento. Podría llamarle por teléfono y pedirle que viniera.

—Es mejor que comamos primero.

—No me importaría pagar la comida de Jud.

Advirtió que había cometido un error de táctica y se apresuró a retractarse.

—Pero supongo que tres son compañía, ¿eh? ¡Vaya! Quiero decir dos.

Durante la comida habló tanto acerca de su hermano que, en realidad, fue como si hubiera estado con nosotros. Recitó sus viejos éxitos deportivos. Me contó, con una especie de entusiasmo por substitución, sus proezas con las damas. Explicó las brillantes ideas que se le ocurrían constantemente. La que más me gustó fue la relacionada con un plan para editar una Biblia condensada, con la exclusión de todos los pasajes ofensivos, con destino al uso familiar.

Sally no estaba en condiciones de beber más. Cuando terminamos de comer, se estaba cayendo en pedazos. Sin embargo, quería que fuéramos a buscar a su hermano, para recorrer los casinos, pero mis deseos no coincidían con los suyos. La llevé a su casa. En el taxi cayó dormida sobre mi hombro. No me importó demasiado.

La desperté en Riley Street, la metí en su domicilio y la ayudé a subir la escalera. Parecía muy grande y floja, y sus pieles de zorro se arrastraban. Me sentí como si hubiera pasado toda una semana cuidando borrachos.

Un hombre en mangas de camisa y pantalones ajustados abrió la puerta del piso. Con Sally apoyada en mí, me formé una rápida impresión del individuo: un ser de cualidades medianas, que vivía en un mundo mediano. Era medio elegante, medio descarriado, medio echado a perder, medio inteligente, medio peligroso. Sus puntiagudos zapatos italianos se veían gastados en la parte de los dedos.

—¿Necesita ayuda? —me preguntó.

—No seas ridículo —intervino Sally—. Estoy bajo perfecto control. Señor Archer, le presento a mi hermano Jud, Judson Foley.

—¡Hola! —dijo Jud—. No debió permitirle que bebiera. Tiene mala cabeza para las copas. Yo la sostendré.

Con fatigada habilidad, rodeó sus hombros con el brazo de Sally, la cogió por la cintura, la llevó a través de la habitación del frente hasta el dormitorio iluminado, la acostó en su cama estilo Hollywood y apagó la luz.

Pareció desagradablemente sorprendido de encontrarme todavía en el cuarto principal.

—Buenas noches, señor Archer, o cualquiera que sea su nombre. Por esta noche vamos a cerrar.

—No es usted muy hospitalario.

—No. La hospitalaria es mi hermana.

Recorrió con una mirada agria la pequeña habitación, los ceniceros desbordantes, los vasos empañados y los periódicos esparcidos. Luego dijo:

—Jamás le he visto antes. Nunca lo veré otra vez. ¿Por qué tendría que mostrarme hospitalario?

—¿Está seguro de que no me ha visto antes? Haga un esfuerzo y piense.

Sus ojos castaños estudiaron mi cara y mi cuerpo. Se rascó nerviosamente la parte anterior de su pelo ralo. A continuación, sacudió la cabeza.

—Si alguna vez puse los ojos en usted, debía estar borracho. ¿Acaso le trajo Sally aquí, mientras yo estaba borracho?

—No. ¿Dónde bebió el viernes por la noche?

—Veamos… ¿Qué noche fue ésa? Creo que estuve fuera de la ciudad. Sí. No regresé aquí hasta el sábado por la mañana.

Trataba de parecer casual y como si no le importara mucho la cosa.

—Estaba con otros dos individuos.

—No lo creo así, Jud. Me precipité sobre usted, o a la inversa, alrededor de las nueve del viernes, en Pacific Point.

El pánico iluminó su cara, como el estallido de un relámpago.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Le perseguí a lo largo del camino para coches, en la casa de Helen Haggerty, ¿recuerda? Usted me resultó demasiado rápido. Necesité dos días para pescarle.

Respiraba con agitación, como si acabara de terminar su carrera.

—¿Es usted de la policía?

—Soy un detective privado.

Se sentó en un sillón danés y se aferró a los frágiles brazos con tanta energía que por un instante pensé que podían romperse. Lanzó una risita ahogada, que se confundió con un sollozo.

—Es idea de Bradshaw, ¿verdad?

No respondí. Vacié una silla y me senté.

—Bradshaw me dijo que estaba satisfecho de mi historia. Y ahora le envía contra mí.

Sus ojos se achicaron.

—Supongo que ha estado sonsacando a mi hermana acerca de mi persona.

—No necesita mucho estímulo.

Mientras se retorcía en su asiento, lanzó una mirada llena de maldad en dirección al dormitorio de Sally.

—Me gustaría que mantuviera la boca cerrada con respecto a mis asuntos.

—No la culpe por lo que hizo usted.

—¡Demonios! Me gustaría saber si hice algo. Se lo dije a Bradshaw y me creyó. Al menos, eso es lo que aseguró.

—¿Está hablando de Roy Bradshaw?

—¿De quién otro podría ser? La noche del viernes me reconoció, o creyó reconocerme. Ignoraba sobre quiénes había caído en medio de la oscuridad. Lo único que deseaba era salir de allí.

—¿Por qué?

Alzó sus hombros y permaneció así, con la cabeza hundida entre ellos.

—No quería complicaciones con la ley.

—¿Qué estaba haciendo en casa de Helen?

—Ella me había pedido que fuera. ¡Infiernos! Allí me dirigí, como un buen samaritano. Me llamó por teléfono al motel de Santa Mónica y, prácticamente, me rogó que pasara la noche con ella. No era por mis hermosos ojos azules. Estaba atemorizada y deseaba compañía.

—¿A qué hora le llamó?

—Alrededor de las siete o las siete y media. En ese momento me disponía a salir para comer algo.

Bajó los hombros y agregó:

—Escuche, usted sabía todo esto, se lo contó Bradshaw, ¿no es cierto? ¿Qué se propone? ¿Atraparme en un error?

—Es una idea. ¿Qué clase de error tenía en la mente?

Sacudió la cabeza y prosiguió con el movimiento, mientras contestaba:

—No tenía nada en particular en la mente. Quiero decir que no puedo evitar cometer equivocaciones.

—Ya cometió la más grande de todas cuando huyó.

—Lo sé. Me dejé ganar por el pánico —repuso, al tiempo que volvía a sacudir la cabeza—. Allí estaba Helen, con un agujero en el cráneo, y mi presencia constituía una invitación a ser considerado culpable. Escuché que ustedes se acercaban y me dominó el terror. Tiene que creerme.

Siempre dicen lo mismo.

—¿Por qué tengo que creerle?

—Porque le estoy diciendo la verdad. Soy tan inocente como un recién nacido.

—Eso significa que es muy inocente.

—No me refiero a las cosas en general, sino a este caso particular. Me aparté de mi camino un largo trecho para echarle una mano a Helen. No tiene sentido el que fuera allí para asesinarla. Me gustaba la chica. Teníamos mucho en común.

No hubiera sabido decir si eso era un cumplido para alguno de los dos. Bert Haggerty había descrito a su ex mujer como una corrompida. El hombre que se hallaba frente a mí era un individuo dudoso. Detrás de la máscara de su aspecto agradable parecía un tipo arruinado, como si hubiera descendido dolorosamente varios peldaños en la escala social. A despecho de tales circunstancias, creí a medias su historia. En realidad, sólo creí a medias todo cuanto me dijo.

—¿Cómo se conocieron?

—Usted ya sabe todo eso —replicó con impaciencia—. Trabaja para Bradshaw, ¿no?

—Si le gusta, déjelo así. Bradshaw y yo estamos del mismo lado.

Me habría gustado saber por qué Bradshaw aparecía con tanta insistencia en la mente de Foley, pero otras preguntas gozaban de prioridad.

—Bueno, ¿por qué no me complace y me cuenta cómo conoció a Helen?

—Es bastante simple.

Bajó el pulgar con displicencia, como un emperador decadente en el acto de decretar una muerte.

—Este verano, cuando permaneció aquí por espacio de seis semanas, Helen arrendó el departamento de la planta baja. Ella y mi hermana trabaron amistad y, a su debido momento, me incorporé al cuadro. Los tres solíamos ir juntos a diferentes lugares de diversión.

—¿En el coche de Sally?

—Por entonces, yo tenía mi propio coche, sesenta y dos Galaxie quinientos —respondió con seriedad—. Eso fue en agosto, antes de que perdiera mi trabajo y cuando aún estaba en condiciones de pagar las letras de los plazos.

—¿Cómo perdió su trabajo?

—Es un problema que no le interesa. No tiene nada que ver con Helen Haggerty, nada en absoluto.

Su insistencia hizo nacer mis sospechas.

—¿Dónde trabajaba?

—Ya le he dicho que no le interesa.

—Puedo averiguarlo con facilidad, de modo que no perdería nada con decírmelo.

Contestó con los ojos bajos:

—Era cajero en el Solitaire, en Stateline. Creo que cometía errores con demasiada frecuencia.

Observó sus manos torpes, fuertes y cuadradas.

—¿De modo que anduvo buscando trabajo en Los Ángeles?

—Correcto.

Pareció aliviado al alejarse del tema de su trabajo y de las causas por las cuales lo había perdido.

—Aunque esto no guarde relación con nada, creo que debo irme de este lugar.

—¿Por qué?

Se rascó la cabeza.

—No puedo seguir viviendo a costa de mi hermana. Estar en la mala racha me deprime. Pienso regresar a Los Ángeles y buscar de nuevo algún trabajo.

—Volvamos a lo nuestro. Usted me dijo que Helen le llamó a su motel el viernes por la noche. ¿Cómo sabía que usted se encontraba allí?

—La había telefoneado antes, esa misma semana.

—¿Para qué?

—Lo usual. Quiero decir que podíamos reunirnos para pasar un rato agradable.

Continuó hablando de diversiones, pero su aspecto era el de una persona que no las había disfrutado durante años.

—Helen ya tenía un compromiso para esa noche, el miércoles. En efecto, saldría con Bradshaw para asistir a un concierto. Me dijo que me llamaría en otra ocasión. Y lo hizo el viernes.

—¿Qué le dijo por teléfono?

—Que alguien la había amenazado matarla y que estaba muy asustada. Jamás la había oído hablar de esa forma. Agregó que no tenía a nadie a quien pedir ayuda, excepto a mí. Llegué a su lado demasiado tarde.

Había un atisbo de pena en su voz, pero incluso esa actitud era ambigua, como si se sintiera defraudado por la muerte de Helen.

—¿Helen y Bradshaw eran íntimos?

Respondió con cautela:

—No diría eso. Sospecho que se conocieron por casualidad el verano pasado, de la misma manera que Helen y yo. De todos modos, él estaba ocupado el viernes por la noche. Tenía que pronunciar un discurso con ocasión de una comida importante. Al menos, eso es lo que Roy me dijo esta mañana.

—No mintió. ¿Bradshaw y Helen se conocieron aquí, en Reno?

—¿En qué otro lugar podría ser?

—Creí que Bradshaw había pasado el verano en Europa.

—No es así. Permaneció aquí durante todo el mes de agosto.

—¿Haciendo qué?

—En cierta ocasión me contó que estaba realizando algún trabajo de investigación en la Universidad de Nevada. No me dijo de qué se trataba. Por entonces le conocía muy poco. Salí con él y con Helen un par de veces, y eso fue todo. No le volví a ver hasta el día de hoy.

—¿Y usted pretende que le reconoció el viernes y que vino hasta aquí para interrogarle?

—Es la verdad. Vino esta mañana y me sometió a un severo interrogatorio. Creyó que yo no había sido el autor del asesinato. No veo por qué usted no puede creerme.

—Quiero hablar con Bradshaw antes de formarme una opinión. ¿Sabe dónde está en estos momentos?

—Me dijo que se alojaría en Lakeview Inn, en North Shore. No sé si aún sigue allí.

Me puse de pie y abrí la puerta.

—Voy a ir a verle.

Sugerí a Jud que se quedara donde estaba, porque una segunda huida haría que su situación se pusiera muy mal. Asintió con un movimiento de cabeza. Aún continuaba afirmando cuando un impulso contrario se apoderó de él, y se lanzó hacia mí. Su hombro poderoso me golpeó por debajo de las costillas y me arrojó contra el marco de la puerta, casi sin aire.

Me dirigió un puñetazo a la cara. Desvié la cabeza. Su puño se estrelló contra la pared de yeso. Aulló de dolor. Con la otra mano me golpeó en el bajo vientre. Comencé a deslizarme hacia el suelo. Con un puñetazo oblicuo en el costado de la mandíbula me hizo caer de rodillas.

Esto me dio fuerzas para ponerme de pie. Corrió a mi encuentro otra vez, con la cabeza baja. Me hice a un lado y, cuando pasaba, le pegué en el cuello con el canto de la mano. Atravesó la puerta y el descansillo con rapidez y tambaleándose, y se precipitó abajo. Quedó inmóvil al pie de la escalera.

Pero cuando llegó la policía estaba consciente. Me trasladé a la comisaría para asegurarme de que no le dejarían escapar. Al cabo de cinco minutos se presentó Arnie. Llegó a un entendimiento con los oficiales. Encerraron a Foley por asalto y otros cargos afines, y prometieron mantenerle detenido.