Aún me quedaba tiempo para realizar otra intentona con Earl Hoffman. Conduje en dirección a su casa, a través de las calles del centro, totalmente desiertas por ser sábado. Los interrogantes que había hecho surgir la señora Deloney, lo mismo que las preguntas que había dejado sin respuesta, estaban fijos en mi mente, como anzuelos que arrastraban sus líneas cortadas desde el pasado.
Abrigaba la casi certeza de que Deloney no se había matado, por accidente o intento voluntario, que su muerte era obra de otro y que la señora Deloney lo sabía. En cuarto a la nota del suicidio, podía ser falsificada, inventada, mal leída o mal recordada. Hoffman sabría cuál de estas posibilidades era la correcta.
Cuando doblé por la calle Cherry, vi a un hombre que caminaba por la acera de enfrente. Llevaba un traje azul y se movía con la pesada potencia de un viejo policía, excepto que, aquí y allí, trastabillaba y volvía a erguirse. Cuando me acerqué, descubrí que era Hoffman. Los bordes anaranjados de su pijama sobresalían de sus pantalones azules.
Le dejé que marchara delante de mí, a lo largo de los barrios bajos, los cuales se hacían más sucios y miserables a medida que nos internábamos en la zona sur. Llegamos a un distrito habitado por negros. Los hombres y las mujeres que se encontraban en las aceras se apartaban a la vista de Hoffman.
El hombre caminaba con gran inseguridad. De pronto, tropezó y cayó sobre manos y rodillas, junto a una cerca dentada de estacas. Algunos chiquillos salieron de detrás de la cerca y se pusieron a seguirle, haciendo cabriolas y gritando, hasta que Hoffman se volvió hacia los intrusos, con los brazos alzados en gesto de amenaza. Al cabo de un instante, giró en redondo y continuó su camino.
Dejamos el barrio negro y llegamos a una zona de casas de tres pisos, muy viejas, convertidas en pensiones y edificios comerciales. En medio de ellas, se veían unos pocos apartamentos más nuevos. Uno de ellos era el destino de Hoffman.
Era una estructura de cemento de seis pisos, con un aspecto ligeramente maltrecho: persianas agrietadas y amarillentas en las hileras de ventanas y, debajo de ellas, manchas de humedad de color castaño. Hoffman se detuvo ante la puerta principal. Observé la inscripción en el arco de cemento que había encima: Apartamentos Deloney, 1928. Aparqué el coche y seguí a Hoffman hacia el interior del edificio.
Era evidente que había cogido el ascensor. La flecha de bronce deslucido, situada sobre la puerta del ascensor, giró hasta el número siete y se detuvo allí. Después de varios intentos dejé de oprimir el botón —con toda probabilidad Hoffman había dejado la puerta abierta— y busqué la escalera de incendios. Cuando llegué a la puerta de metal que abría a la terraza, respiraba con agitación.
Abrí un poco la puerta. Con la sola excepción de algunas palomas que se arrullaban en un techo de la vecindad, todo parecía muy tranquilo. Unos pocos arbustos en tiestos y una pared de cristal en forma de saledizo convertían una esquina del techo en terraza.
Un hombre y una mujer estaban tomando el sol allí. Ella yacía boca abajo, sobre un colchón inflado de aire, con el sujetador del bikini desabrochado. Era rubia y bien formada. Él se hallaba recostado en una tumbona. En una mesa, a su lado, había una botella de Coca-Cola a medio consumir. Era ancho de espaldas y moreno, con un áspero pelo negro, que hacía juego con el color de su pecho y de sus hombros. En el dedo meñique de su mano izquierda llevaba un anillo con un brillante. Al hablar, se advertía en su voz un breve acento griego.
—¿De modo que opinas que el negocio de los restaurantes es de clase baja? Cuando afirmas eso estás mordiendo la mano que te alimenta. El negocio de los restaurantes es el que pone el visón sobre tus espaldas.
—No he dicho eso. Me he limitado a sugerir que el negocio de seguros es hermoso y limpio.
—¿Y el de restaurantes es sucio? No lo son los míos. Incluso he hecho colocar lámparas de rayos ultravioleta en los cuartos de baño…
—No digas palabras vulgares —amonestó la mujer.
—Cuarto de baño no es una palabra vulgar.
—Lo es en mi familia.
—Estoy enfermo de oír hablar de tu familia. Estoy enfermo de oír hablar de tu hermano Theo, que no sirve para nada.
—¿Que no sirve para nada?
La muchacha se sentó de golpe y, antes de abotonarse el corpiño, exhibió la carne perlada de su pecho.
—El año pasado —agregó—, Theo ganó el Círculo Mágico del Millón de Dólares.
—¿Quién compró la póliza que le permitió superar a todos los otros competidores? Yo. Y ¿quién le colocó en primer lugar en la agencia de seguros? Yo.
—Tú, Dios y Señor.
La cara de la mujer era una hermosa máscara vacía. La expresión no sufrió el menor cambio cuando preguntó:
—¿Quién anda por el apartamento? Envié a Rosie a su casa después del desayuno.
—Tal vez haya vuelto.
—No parece que sea Rosie. Por el ruido parecen pasos de hombre.
—A lo mejor es Theo, que viene para venderme la póliza del Círculo Mágico de este año.
—Lo que dices no es gracioso.
—Creo que lo es y mucho.
El hombre rió a carcajadas para probarlo. Cortó en seco su risa cuando Earl Hoffman apareció. A la luz del sol, se veían todas las marcas de su rostro de forma clara y diferenciada. Su pijama de color naranja caía sobre sus zapatos.
El hombre moreno abandonó de un salto la tumbona e hizo violentas señas con ambas manos en dirección al intruso, para ordenarle que se retirara.
—¡Salga de aquí! Éste es un lugar privado.
—No puedo hacerlo —contestó Hoffman, con voz razonable—. Tenemos la información de que aquí hay un hombre muerto. ¿Dónde está el cadáver?
—Abajo, en el sótano. Lo encontrará allí.
—¿En el sótano? Me dijeron en el apartamento de la terraza.
La boca herida de Hoffman se abría y cerraba de modo mecánico, como la de un títere, como si fuera un ventrílocuo a través del cual hablara el pasado.
—Así que lo han llevado abajo, ¿eh? Eso es actuar en contra de la ley.
—El que se va a mover de aquí es usted.
El hombre se volvió hacia la mujer, la cual se había cubierto con un vestido amarillo, y le ordenó:
—Ve y telefonea a quien tú sabes.
—Soy yo quien tú sabes. En cuanto a la mujer, debe quedarse. Tengo que formularle algunas preguntas. ¿Cómo se llama?
—A usted no le importa —repuso.
—Todo me importa.
Hoffman alzó un brazo y casi perdió el equilibrio.
A continuación agregó:
—Soy agente de policía y estoy investigando un asesinato.
—Veamos su placa, agente.
El hombre extendió la mano, pero no se acercó a Hoffman. Ninguno de los tres se había movido. La mujer estaba de rodillas, y su hermosa y asustada cara se volvía a medias en dirección al intruso.
Hoffman hurgó en sus bolsillos, extrajo una moneda de cincuenta centavos, la observó con expresión frustrada y la arrojó por encima del parapeto. La oí tintinear débilmente sobre el asfalto, seis pisos más abajo.
—Debo haberla olvidado en casa.
La mujer reunió fuerzas y quiso correr hasta el apartamento. Con movimientos torpes pero rápidos, Hoffman la agarró por la cintura. Ella no intentó luchar, sino que se mantuvo rígida y con el rostro muy pálido en el círculo de su brazo.
—No tan aprisa, nena. Tengo que hacerle algunas preguntas. ¿Usted es la mujer libre que ha estado durmiendo con Deloney?
Ella le dijo al hombre moreno:
—¿Vas a permitirle que me hable de esta forma? Dile que aparte sus manos de mi cuerpo.
—Suelte a mi mujer —ordenó el hombre, sin fuerza.
—Entonces, dígale que se siente y colabore.
—Siéntate y colabora —repitió el otro.
—¿Estás loco? Huele como un alambique. Está borracho como una cuba.
—Ya lo sé.
—Bueno, haz algo.
—Estoy haciendo algo. Síguele la corriente.
Hoffman le obsequió una sonrisa de funcionario público acostumbrado a aguantar las críticas injustas. Su boca herida y su mente enferma hicieron que la sonrisa resultara grotesca. La mujer intentó separarse de él, pero él la estrechó de tal modo que su vientre rozaba el flanco de la muchacha.
—Usted se parece a mi hija Helen. ¿Conoce a mi hija Helen? —La mujer sacudió la cabeza de manera frenética. Su pelo voló a un lado y al otro.
—Ella dice que hubo un testigo del asesinato. ¿Estaba usted aquí cuando ocurrió, nena?
—Ni siquiera sé de qué está hablando.
—Por cierto que lo sabe. Luke Deloney. Alguien le metió una bala en un ojo y trató de que eso pareciera un suicidio.
—Me acuerdo de Deloney —intervino el hombre—. Le atendí en el restaurante de mi padre una vez o dos. Murió antes de la guerra.
—¿Antes de la guerra?
—Es lo que acabo de decir. ¿Dónde ha permanecido usted durante los últimos veinte años, agente?
Hoffman no lo sabía. Dirigió una mirada circular a los techos de su ciudad, como si fuera un lugar extraño. La mujer gritó:
—¡Déjeme ir, gordo grasiento!
Pareció que la oía desde muy lejos.
—Habla a tu viejo padre con algún respeto.
—Si usted fuera mi viejo padre, me mataría.
—¡Basta de discursos! Ya la he oído bastante. Ahora voy a llevarla conmigo. ¿Me oye?
—Sí, le oigo. Usted es un viejo loco y va a retirar sus sucias garras de mi cuerpo.
Los dedos engarfiados de la mujer alcanzaron la cara de Hoffman y dejaron tres brillantes surcos paralelos. Entonces, él la abofeteó. La mujer cayó sentada sobre la grava de la terraza. El hombre moreno agarró la botella a medio vaciar de Coca-Cola. Su contenido se desparramó por su brazo cuando la levantó y avanzó en dirección a Hoffman.
Hoffman buscó algo a sus espaldas, debajo del abrigo, y sacó un revólver del cinturón. Apuntó y disparó hacia la cabeza de su contrincante. Las palomas volaron del techo vecino, dibujando amplias espirales. El hombre moreno dejó caer la botella y se quedó rígido, con las manos levantadas. La mujer, que había estado sollozando, enmudeció
Hoffman levantó la vista al cielo brillante. Las palomas se iban achicando cada vez más. Luego miró el revólver en sus manos. Con mis ojos centrados en el mismo objeto, avancé hacia la luz del sol.
—¿Necesita que le ayude con esos testigos, Hoffman?
—No, puedo controlarlos. Todo está bajo control.
Se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Cuál es su nombre? ¿Arthur?
—Archer.
Avancé hacia él, empujando mi sombra agachada por delante de mí a lo largo de la superficie desigual de grava.
—Conseguirá una bonita publicidad con esto, Earl. Resolver el asesinato de Deloney sin ayuda.
—Sí. Seguro.
Sus ojos mostraban una expresión de intriga. Sabía que yo estaba diciendo tonterías y que él había actuado como un imbécil, pero no podía admitirlo, ni siquiera ante sí mismo.
—Han escondido el cadáver en el sótano.
—Esto significa que, probablemente, tengamos que cavar.
—¿Están todos locos? —preguntó el hombre, entre sus brazos levantados.
—¡Manténgase quieto! —le ordené—. Es mejor que pida refuerzos, Earl. Yo mantendré el revólver apuntando sobre esos personajes.
Vaciló por espacio de un segundo de ansiedad. Entonces me entregó el arma y se metió en el apartamento, después de empujar la puerta con fuerza, por medio de un movimiento del hombro.
—¿Quién es usted? —me preguntó el hombre moreno.
—Soy el cuidador. Tranquilícese.
—¿Se ha escapado de un manicomio?
—Todavía no.
Los ojos del hombre eran como pasas hundidas profundamente en un pastel. Ayudó a su mujer a ponerse en pie y cepilló con torpeza la parte posterior del vestido. Él le palmeó la espalda con la mano, en un cálido gesto de consuelo, mientras el brillante de su dedo refulgía, y le dijo algunas palabras tiernas en griego.
A través de la puerta entreabierta escuché a Hoffman que hablaba por teléfono.
—Seis hombres con mangueras y un taladro para cemento. Su cuerpo está escondido debajo del suelo del sótano. ¡Quiero que estén aquí dentro de diez minutos o alguien lo pagará!
Se oyó el ruido que indicaba que la comunicación había sido cortada, a pesar de lo cual siguió hablando. Su voz se alzaba y caía como el viento, recogía fragmentos esparcidos del pasado y los agrupaba en un remolino.
—Él nunca la tocó. No haría eso a la hija de un amigo. Ella era una buena muchacha, también una limpia hijita de papá. Recuerdo cuando era un bebé. Yo solía bañarla. Era suave como un conejillo. La acunaba en mis brazos y ella me llamaba pa…
Su voz se quebró. Al cabo de un instante, dijo:
—¿Qué ha pasado?
Se produjo un silencio. Luego lanzó un grito agudo. Oí que caía al suelo, con un estruendo que sacudió todo el apartamento. Entré. Estaba sentado, con la espalda apoyada contra el horno de la cocina, y trataba de quitarse los pantalones. Me hizo una seña con la mano para que me apartara.
—Manténgase alejado de mí. Hay arañas en mi cuerpo.
—No veo ninguna araña.
—Están debajo de mis ropas. Arañas negras. El asesino está tratando de envenenarme con arañas.
—¿Quién es el asesino, Earl?
La cara de Hoffman se retorció en una mueca.
—Nunca se descubrió al que dejó frío a Deloney. La orden vino desde muy arriba y el caso se cerró. ¿Qué puede un hombre…?
Otro grito salió de su garganta.
—¡Dios mío! Cientos de arañas se arrastran por mi cuerpo.
Se desgarró las ropas. Cuando llegó la policía, sólo habían quedado jirones azules y anaranjados, y su cuerpo de viejo luchador yacía desnudo y retorcido sobre el linóleo.
Los dos agentes conocían a Hoffman. No hubo necesidad de que les explicara nada.