La avenida Glenview se retorcía a través del lado norte del mismo sector, en una zona de propiedades tan extensa que casi podría ser calificada de rural. Hileras de árboles bordeaban la carretera y, a veces, sus copas se unían por encima de ella. La luz que se filtraba por entre las movedizas hojas, cayendo sobre los espaciosos prados, era del color de las monedas de oro.
Pasé entre los postes de ladrillo de la puerta del ciento tres y no tardé en ver una antigua e imponente mansión de ladrillo rojo. La entrada para coches conducía a una porte-cochère con columnas de ladrillo, situada a la derecha. Apenas acababa de salir del automóvil cuando una criada negra en uniforme me abrió la puerta.
—¿El señor Archer?
—Sí.
—La señora Deloney le espera en la sala de abajo.
La señora Deloney estaba sentada junto a una ventana y contemplaba el campo, donde el rojo escarlata llameaba entre colores menos brillantes. Tenía el pelo blanco, y lo llevaba corto y ondulado. Su vestido de seda azul parecía provenir de Lily Daché. Su cara era una masa de arrugas, pero sus huesos finos conservaban toda su delicadeza. Era elegante, de la manera en que puede serlo un objeto antiguo, sin tener en cuenta la condición del material de que está hecho. Su mente debía estar profundamente hundida en el pasado, pues no advirtió mi presencia hasta que habló la criada.
—El señor Archer está aquí, señora Deloney.
Se puso en pie con la agilidad de una mujer joven y dejó un libro que tenía entre las manos. Estrechó la mía y me obsequió con una larga mirada. Los ojos eran del mismo color que su vestido, llenos de vida e inteligentes.
—De modo que ha venido desde California para verme. Debe sentirse molesto.
—Al contrario.
—No es necesario que me adule. Cuando tenía veinte años, mi aspecto era como el de cualquiera. Ahora he pasado los setenta y soy la misma. Pero tome asiento. Esta silla es la más cómoda. Mi padre, el señor Osborne, la prefería a todas.
Me indicó un sillón de cuero rojo, pulido y oscuro por el uso. Ella se sentó en una mecedora de respaldo alto, con gastados almohadones. Los restantes muebles de la habitación eran también viejos y sin pretensiones. Me pregunté si contribuían a caracterizar un lugar destinado a rememorar los tiempos pasados.
—Acaba de hacer un viaje bastante largo —se recordó a sí misma—. ¿Puedo ofrecerle algo de comer o de beber?
—No, gracias.
—Me temo que habrá de sentirse disgustado por partida doble. Estoy en condiciones de agregar muy poco al informe oficial sobre el suicidio de mi marido. Luke y yo no manteníamos relaciones muy cordiales, desde algún tiempo antes de que eso ocurriera.
—Usted ya ha añadido algo —repliqué—. Según el informe oficial, fue un accidente.
Despidió a la criada.
—Es cierto. Casi lo había olvidado. Se pensó que era mejor omitir el hecho del suicidio en los informes públicos.
—¿Quién lo pensó?
—Yo, entre otros. Dada la posición de mi marido en el estado, su suicidio hubiera tenido repercusiones políticas y financieras. Eso, para no mencionar la fealdad del hecho.
—Algunas personas podían haber pensado que era más feo alterar los hechos relativos a la muerte de un hombre.
—Algunas personas podían haberlo pensado —repuso, con una expresión de grande dame—. No muchos se habrían animado a decirlo en mi presencia. En todo caso, el hecho no fue alterado, sólo su informe. Yo he tenido que seguir viviendo con el hecho del suicidio de mi marido.
—¿Está absolutamente segura de que el hecho fue ése?
—Absolutamente.
—Acabo de hablar con el hombre que estuvo a cargo del caso, el teniente Hoffman. Él mantiene que su marido se disparó un tiro por accidente mientras estaba limpiando una pistola automática.
—Ésa fue la historia que acordamos contar. Es natural que el teniente Hoffman se aferre a ella. No veo la razón de que usted intente cambiarla, en una fecha tan tardía.
—A menos que el señor Deloney haya sido asesinado. En ese caso, habría alguna razón.
—Sin duda, pero él no fue asesinado.
Sus ojos se levantaron y se encontraron con los míos. No habían cambiado, si se exceptúa la circunstancia de que mostraban una mayor dureza.
—Escuché rumores en sentido contrario, nada menos que en California.
—¿Quién ha estado desparramando semejante tontería?
—La hija del teniente Hoffman, Helen. Aseguraba que conocía a un testigo del asesinato. Quizá ese testigo fuera ella misma.
La inseguridad que se había asomado a su cara se trocó en fría cólera.
—No tenía el menor derecho a decir tales mentiras. ¡Me veré obligada a hacerla callar!
—Alguien lo ha hecho ya —observé—. Alguien la hizo callar el viernes por la noche, con un revólver. A eso se debe el que yo haya venido aquí.
—Ya veo. ¿La mataron en California?
—En Pacific Point. Es una ciudad situada en la costa sur de Los Ángeles.
Sus ojos mostraron un leve fulgor de sobresalto, aunque casi imperceptible.
—No sabía nada del asunto. Como es natural, lamento que la muchacha haya muerto, aun cuando no la conocía. Pero puedo asegurarle que su asesinato nada tiene que ver con Luke. Usted está ladrando bajo un árbol equivocado, señor Archer.
—Me lo pregunto.
—No hay necesidad. Poco antes de dispararse el tiro, mi marido me escribió una nota, la cual aclara por entero el problema. El detective Hoffman fue quien me la entregó. Nadie conoció su existencia, excepto él y sus superiores. No tenía intención de hablarle de ella.
—¿Por qué?
—Porque la carta es desagradable. En efecto, en ella me culpa a mí y a mi familia por lo que estaba dispuesto a hacer. Sus asuntos financieros habían llegado a un punto explosivo, había estado jugando en la bolsa y en otras cosas, y sus negocios se hallaban en una situación en extremo tensa. Nos negamos a ayudarle, por razones personales y prácticas. Su suicidio tuvo por objeto castigarnos. Lo logró, pese a que alteramos los hechos, como usted dice.
Llevó la mano a su pecho liso y añadió:
—Me sentí herida, tal como mi marido esperaba.
—¿Por esa época vivía aún el senador Osborne?
—Temo que no conozca su historia —me amonestó—. Mi padre murió el 14 de diciembre de 1936, tres años y medio antes de que mi marido se suicidara. Por lo menos, le fue ahorrada esa humillación.
—Usted se refirió a su familia.
—Mi hermana Tish y mi difunto tío Scott, el administrador de nuestro fideicomiso. Él y yo fuimos los responsables de la negativa a prestar asistencia a Luke. La decisión me correspondió por entero. Nuestro matrimonio había terminado.
—¿Por qué?
—Las razones usuales, creo. No deseo discutirlas.
Se puso en pie, se dirigió hacia la ventana y se detuvo junto a ella, rígida como un soldado, para mirar al exterior.
—Varias cosas terminaron para mí en 1940. Mi matrimonio, después la vida de mi marido y, más tarde, la de mi hermana. Tish murió durante el verano de ese mismo año y la lloré todo el otoño.
Tras otra pausa, agregó con un suspiro:
—Y ahora estamos de nuevo en otoño. En esta estación solíamos cabalgar juntas. Le enseñé a montar cuando ella tenía cinco años y yo diez. Fue antes del comienzo de este siglo.
Su mente vagaba por esos tiempos más remotos y menos dolorosos.
—Le ruego me perdone si insisto en el tema, señora Deloney, pero debo preguntarle si esa nota del suicidio todavía existe.
Se volvió, haciendo un intento para borrar las señales de pena de su rostro. Persistieron.
—Por supuesto que no. La quemé. Sin embargo, puede fiarse de mi palabra con respecto a su contenido.
—No es su palabra lo que más me preocupa. ¿Está absolutamente segura de que la escribió Luke Deloney?
—Sí. No podría haberme equivocado con respecto a su letra.
—Una falsificación inteligente y hábil es capaz de engañar a cualquiera.
—Es absurdo. Usted habla en lenguaje de melodrama.
—Lo vivimos cada día, señora Deloney.
—Pero ¿quién falsificaría una nota de suicidio?
—Ya lo han hecho otros asesinos.
Echó la cabeza hacia atrás y me miró por encima de su delicada nariz. Parecía un pájaro, incluso en el sonido de su voz, cuando replicó:
—Mi marido no fue asesinado.
—Me parece que usted hace descansar la mayor parte del peso en una sola nota escrita a mano, la cual pudo haber sido falsificada.
—No lo fue, estoy segura de ello por razones íntimas. Había referencias a ciertos asuntos que sólo Luke y yo conocíamos.
—¿Como cuáles?
—No abrigo la menor intención de decírselo. Ni a usted ni a nadie. Además, por espacio de meses, Luke había estado fantaseando con la idea de matarse, sobre todo cuando había bebido demasiado.
—Me acaba de decir que no había estado cerca de él durante meses.
—No, pero contaba con la información de amigos comunes.
—¿Era Hoffman uno de ellos?
—Difícilmente. Yo no le consideraba un amigo
—Sin embargo, él ocultó el suicidio de su marido por usted. El supuesto suicidio de su marido.
—Le ordenaron hacerlo. No cabía ninguna elección.
—¿Quién dio la orden?
—Se supone que fue el comisario de policía. Era amigo mío y de Luke.
—¿Y esa amistad hizo que considerara correcto falsificar los informes?
—Se hace todos los días —replicó— en cada ciudad de la Tierra. Ahora ahórreme las lecciones de moral, señor Archer. El comisario Robertson murió hace mucho tiempo. El mismo caso es también una cosa muerta.
—Tal vez lo sea para usted. Pero significa mucho en la mente de Hoffman. El asesinato de su hija lo ha hecho revivir.
—Lo siento por ambos. Sin embargo, no puedo alterar el pasado para adaptarlo a cierta teoría que usted haya podido elaborar. ¿Qué es lo que desea demostrar, señor Archer?
—Nada específico. Estoy tratando de descubrir qué quiso decir la mujer muerta, cuando habló de que Bridgeton la había atrapado.
—Sin duda, se refería a algo privado y personal. Las mujeres solemos hacerlo. Pero, como ya le he dicho, no conocía a Helen Hoffman.
—¿Tuvo algo que ver con su marido?
—No. No tuvo. Y no me pregunte cómo puedo estar tan segura. Hemos cavado bastante en la tumba de Luke, ¿no le parece? En ella no hay nada oculto, como no sea un pobre suicidio. En cierta manera, contribuí a llevarle por ese camino.
—¿Porque le cortó los víveres?
—Así es. Me imagino que no estará pensando que fui yo quien le disparó el tiro, ni que con mis palabras formulaba una confesión.
—No —repuse—. ¿Le gustaría formularla?
Su cara se arrugó, en una sonrisa casi salvaje.
—Muy bien. Yo le disparé. ¿Qué se propone hacer ahora?
—Nada, puesto que no la creo.
—¿Por qué habría de afirmarlo, si no es verdad?
Se entretenía en jugar esa clase de juego fantástico e infantil al que retroceden las mujeres viejas en ciertas ocasiones.
—Tal vez usted deseara matar a su marido. No me cabe ninguna duda de que usted lo deseó. Pero si, en realidad, lo hubiera hecho, no hablaría ahora acerca del asunto.
—¿Por qué no? Es probable que usted no pueda hacer nada. Cuento con muchos buenos amigos en esta ciudad, funcionarios y particulares. En forma incidental, le diré que ellos se mostrarían disgustados en grado sumo si usted insistiera en remover este viejo embrollo.
—¿Debo tomar sus palabras como una amenaza?
—No, señor Archer —contestó, con su apretada sonrisa—. No tengo nada contra usted excepto que pone demasiado celo en su negocio, ¿o usted lo llama profesión? ¿Tiene tanta importancia la forma en que muere la gente? Están muertos, como lo estaremos todos, más tarde o más temprano. Algunos de nosotros, más temprano. Y siento que le he otorgado un exceso de los años que me restan en la Tierra.
Tocó el timbre para llamar a la criada.