Bert Haggerty estaba sentado en el Chevrolet. Tenía un aspecto atontado. Me senté junto a él y le entregué la llave.
—¿Qué es esto?
—La llave de los licores. Es mejor que la guarde. Hoffman ya ha bebido todo lo que puede soportar.
—¿Le ha echado?
—No. Se ha desmayado, después de haberse golpeado la cara con bastante fuerza.
Haggerty volvió su nariz larga y sensitiva hacia mí.
—¿Por qué haría una cosa como ésa?
—Al parecer, se castigó a sí mismo por haber lastimado a su hija largo tiempo atrás.
—Helen me lo contó. Earl la trató con brutalidad, antes de que ella abandonara el hogar. Es algo que no puedo perdonarle.
—Él tampoco puede perdonárselo. ¿Helen le dijo por qué se pelearon?
—En forma vaga. El problema tuvo algo que ver con un asesinato aquí, en Bridgeton. Helen creía, o pretendía creer, que su padre había puesto en libertad al asesino con toda deliberación.
—¿Por qué dice que ella pretendía creerlo?
—Mi querida mujer muerta —observó con un respingo— poseía una cierta inclinación por lo dramático, sobre todo en sus días de juventud.
—¿Usted la conoció antes de que se fuera de Bridgeton?
—Unos pocos meses. Nos encontramos en Chicago, en una fiesta celebrada en Hyde Park. Después que dejó su casa, la ayudé a conseguir trabajo como aprendiz de periodista. Por entonces, yo tenía un empleo en la agencia de noticias City News Bureau. Pero, como ya le dije, Helen tenía una gran predisposición por lo dramático y, cuando no ocurría nada en su vida que la alimentara, se las ingeniaba para que sucediera algo o pretendía que había sucedido. Su personaje favorito era Mata Hari.
Terminó la frase con una risita ahogada, que era casi un sollozo.
—¿De modo que cree que Helen inventó el asesinato?
—Supongo que, por esa época, así lo pensé, ya que por cierto no tomé el asunto con seriedad. Ahora, carezco de opinión al respecto. ¿Tiene importancia?
—Podría tener mucha. ¿Helen le habló alguna vez acerca de Luke Deloney?
—¿Quién?
—Luke Deloney, el hombre que murió de un disparo. Era el dueño de la casa de apartamentos en que vivían los Hoffman, y ocupaba el de la terraza.
Haggerty encendió un cigarrillo antes de responder. Sus primeras palabras surgieron envueltas en nubes de humo.
—No recuerdo ese nombre. Si Helen hubiera hablado de él, no me habría causado mucha impresión.
—Su madre parece pensar que Helen tuvo un romance con él.
—La señora Hoffman es una buena mujer y la quiero como a una madre, pero sustenta algunas ideas extrañas.
—¿Cómo sabe que se trata de una idea extraña? ¿Acaso Helen estaba enamorada de usted?
Dio una profunda chupada a su cigarrillo, como un bebé destetado que succiona su biberón vacío. El cigarrillo se quemó hasta sus dedos amarillos. Lo tiró a la calle con un gesto de enfado repentino.
—Nunca estuvo enamorada de mí. Le fui útil por un tiempo. Más adelante, y en cierto sentido, constituí su última oportunidad. El seguidor fiel. La última oportunidad antes del desierto.
—¿El desierto?
—El desierto del amor. El desierto del no amor. Pero no tengo la intención de entrar en la extensa y dolorosa crónica de mi matrimonio. No fue feliz, para ninguno de los dos. Yo la amaba, hasta donde soy capaz de amar, pero ella no me correspondía. Proust diría que las cosas ocurren siempre de esta manera. Voy a dictar un curso sobre Proust este otoño, a los alumnos de segundo año, siempre que encuentre el élan necesario para enseñar.
—¿A quién amaba Helen?
—Eso depende del año a que usted se refiera. Más aún, del mes de un determinado año.
No se movió, pero en realidad no hacía otra cosa que herirse a sí mismo, golpearse en la cara con palabras amargas.
—Justo al principio, antes de que abandonara Bridgeton.
—Ignoro si puede llamar a eso amor, pero se hallaba profundamente interesada en un compañero del City College. Era un asunto platónico, del tipo que gusta a la gente brillante, o solía gustar. En su aspecto principal, la relación consistía en la lectura en voz alta de las obras propias y las de otros. Según Helen, jamás se acostó con él. Estoy bastante seguro de que era virgen cuando la conocí.
—¿Cómo se llamaba el muchacho?
—No lo recuerdo. Se trata de un caso muy claro de represión sexual.
—¿Puede describirle?
—Jamás me encontré con él. Es una figura puramente legendaria en mi vida. No obstante, es obvio que no puede ser el esquivo asesino que usted busca. Helen se habría sentido muy feliz de verle en libertad.
Haggerty se había apartado del dolor de sus recuerdos y hablaba en un tono petulante, como si se estuviera refiriendo a los actores de una obra o viendo películas en el cielorraso del consultorio del dentista.
—Ya que hablamos de asesinato, como al parecer estamos haciendo, usted me iba a decir algo sobre la muerte de mi ex mujer. Ahora es ex por completo, ¿verdad?
Corté en seco su triste tontería y le narré la historia con algún detalle, incluso lo relativo al hombre de Reno que huyera a favor de la niebla y mis intentos para identificarle.
—Earl me contó que usted fue a Reno el verano pasado para ver a su mujer. ¿Se topó con alguno de sus conocidos allí?
—No. Helen me jugó una mala pasada, con la complicidad de una pareja. Su propósito era suprimir cualquier posibilidad de una charla íntima conmigo. De todos modos, la única tarde que pasamos juntos insistió en formar un cuarteto con esa mujer llamada Sally no sé cuántos y su presunto hermano.
—¿Sally Burke?
—Creo que ése era su nombre. El infierno de todo esto fue que Helen dispuso las cosas de modo que yo fuera el acompañante de esa Burke. No se trataba de una mujer fea, pero no teníamos nada en común y, en todo caso, era con Helen con quien yo deseaba hablar. Pero ella se pasó el tiempo bailando con el hermano. Siempre he sospechado de los hombres que bailan demasiado bien.
—Dígame algo más acerca de ese hermano. Puede ser nuestro hombre.
—Bueno, me produjo la impresión de un tipo vulgar. Esto pudo ser producto de la envidia. Era más joven que yo, más saludable y fuerte, y de mejor aspecto. Además, Helen parecía fascinada por su charla, aunque pensé que era algo sin sentido. Todo giraba alrededor de automóviles, caballos y juego. ¿Cómo podía una mujer educada como Helen sentir interés por semejante individuo?
Se aburrió de su discurso y lo dejó.
—¿Estaban enamorados?
—¿Cómo podía saberlo? Ella no me hizo confidencias.
—Pero usted conocía a su mujer, supongo.
Encendió otro cigarrillo y fumó casi la mitad.
—Diría que no estaban enamorados. Eran sólo compañeros de juerga. Por supuesto, ella le utilizaba para mortificarme.
—¿Por qué razón?
—Por ser su marido. Por haber sido su marido. Helen y yo nos separamos en malos términos. Intenté rehacer el matrimonio en Reno, pero ella no se mostró interesada en hacerlo, ni siquiera remotamente.
—¿Qué fue lo que rompió su matrimonio?
—Desde el comienzo hubo divergencias muy serias.
Miró, por encima de mí, hacia la casa donde Earl Hoffman yacía sin sentido.
—El mal empeoró. Fue por culpa de ambos. Yo no podía detener mis constantes recriminaciones y ella no podía dejar de hacer lo que estaba haciendo.
Esperé y escuché. Las campanas de la iglesia sonaban, en diferentes sitios de la ciudad.
—Helen era una vagabunda —continuó Haggerty—. Una vagabunda universitaria. La inicié en esta clase de vida cuando era una chiquilla de diecinueve años, en los bosques de Hyde Park. Más tarde, prosiguió sin mí. Al final, incluso recibía dinero.
—¿De quién?
—De hombres ricos, por supuesto. Mi mujer era una persona corrompida, señor Archer. Desempeñé mi papel a la hora de hacer de ella lo que era, de modo que no tengo derecho a juzgarla.
Sus ojos brillaban a causa del dolor, que iba y venía, como la verdad. Sentí compasión por aquel desdichado, la cual no impidió que le preguntara:
—¿Dónde estaba usted el viernes por la noche?
—En casa, en Maple Park, en nuestro… en mi apartamento, corrigiendo exámenes.
—¿Puede demostrarlo?
—Tengo los trabajos marcados. Me los habían entregado el viernes y los corregí por la noche. Supongo que no estará imaginando que hice algo tan fantástico como volar hasta California y volver.
—Cuando una mujer muere asesinada, por lo general se pregunta al marido separado dónde se encontraba en el momento del hecho. Es el corolario de cherchez la femme.
—Bueno, ya le he proporcionado la respuesta. Verifíquela, si le agrada hacerlo. Pero ahorrará tiempo y molestias si me cree. He sido muy franco con usted… inusitadamente franco.
—Aprecio su actitud en todo lo que vale.
—Sin embargo, usted da vueltas a mi alrededor y me acusa…
—Una pregunta no es una acusación, señor Haggerty.
—La suya la implicaba —repuso en tono agraviado y regañón—. Creía que su sospechoso era el hombre de Reno.
—Es uno de ellos.
—¿Y yo soy el otro?
—No insistamos en esto, ¿quiere?
—Es usted quien lo ha sacado a colación.
—Bueno, ahora no deseo hablar más del asunto. Volvamos al hombre de Reno. ¿Es capaz de recordar su nombre?
—Me lo presentaron, por supuesto, pero no recuerdo su apellido. La mujer le llamaba Jud. No estoy seguro de que fuera su nombre de pila o su apodo.
—¿Por qué se refirió a él como al supuesto hermano de la señora Burke?
—No me produjeron la impresión de ser hermanos. Actuaban más como… amigos íntimos que colaboraban en la jugada de Helen. Para dar un ejemplo, intercepté un par de miradas de entendimiento.
—¿Quiere hacerme el favor de describir al hombre con todo detalle?
—Lo intentaré. Mi memoria visual no es demasiado buena. Pertenezco de manera estricta al tipo verbal.
Sin embargo, acosado por continuas preguntas, formó la imagen del individuo: treinta y dos a treinta y tres años, altura por debajo del metro ochenta, unos ochenta kilos, musculoso y activo, de aspecto agradable en un estilo carente de distinción, pelo negro que comenzaba a ralear, ojos castaños, ninguna cicatriz. Llevaba un traje de seda gris, o imitación seda, y zapatos puntiagudos, según la moda italiana. Haggerty había conjeturado que trabajaba, en alguna labor indeterminada, en uno de los casinos de la zona Reno-Tahoe.
Era hora de que me marchara a Reno. Miré el reloj y vi que eran casi las once. Recordé que podía aprovechar aún mi viaje al oeste. Estaba en condiciones de mantener una conversación con la viuda de Luke Deloney, siempre que la encontrara, y llegar a Reno a una hora razonable.
Entré en la casa con Haggerty, llamé al aeropuerto de O’Hare y reservé un billete para el vuelo de las últimas horas de la tarde. Luego, me puse en comunicación con la señora Deloney. Estaba en casa y me recibiría.
Bert Haggerty se ofreció a llevarme en su coche. Le contesté que sería mejor que se quedara con su suegro. Los ronquidos de Hoffman resonaban a través de toda la vivienda, como apagadas lamentaciones, pero podía despertarse en cualquier momento y empezar de nuevo el alboroto.