Abandoné la carretera que bordeaba Bridgeton y conduje mi automóvil alquilado por las calles residenciales de los suburbios de la ciudad. En la zona comercial pude ver un conglomerado de rascacielos irregulares y, hacia la izquierda, ocupando todo el sector sur, las numerosas fábricas. Era domingo por la mañana y sólo una de las múltiples chimeneas arrojaba humo hacia el cielo profundamente azul.
Me detuve en una estación de servicio y busqué la dirección de Earl Hoffman en la guía telefónica. Cuando le pedí al encargado que me indicara la forma de llegar a Cherry Street, donde vivía el padre de Helen, señaló de una manera general el barrio de las fábricas.
Era una calle de clase media, con sólidas casas de dos pisos, que habían sido tocadas, pero no destruidas, por esa decadencia que se arrastra desde el centro de las ciudades hacia las afueras. La vivienda de Hoffman era de ladrillos de un blanco sucio como las otras, pero el porche del frente había recibido una mano de pintura. Un viejo coupé Chevrolet estaba frente a ella, junto a la acera.
El timbre no sonaba. Golpeé la puerta de tela metálica. Un hombre joven, pero que parecía viejo, con más nariz que mandíbula, abrió y me observó a través de la puerta de tela metálica con una expresión de honda tristeza.
—¿Señor Haggerty?
—Sí.
Le dije mi nombre y ocupación, y de dónde venía.
—Estuve con su mujer, su ex mujer, muy poco antes de que la asesinaran.
—Es algo espantoso.
Permaneció de pie en el umbral, totalmente ausente, y olvidó pedirme que pasara. Tenía un aspecto desaliñado e insomne, como si hubiera estado de pie la mayor parte de la noche. Aunque no había rastros de canas en su cabeza, algunos pelos blancos brillaban en su barba de un día. Sus pequeños ojos mostraban la incandescencia que acompaña al sufrimiento consciente.
—¿Puedo entrar, señor Haggerty?
—No sé si sería una buena idea. Earl se encuentra bastante destrozado.
—Creí que él y su hija estaban disgustados desde hace mucho tiempo.
—Así es. No obstante, pienso que ese hecho hace que las cosas sean más duras para él. Cuando uno está peleado con alguien a quien ama, siempre espera, en el fondo de su mente, que un día se producirá la reconciliación. Pero ahora no llegará nunca.
Hablaba por su suegro, pero también por sí mismo. Sus manos vacías se movían a sus costados, sin justificativo alguno. Los dedos de su mano derecha tenían manchas de nicotina, de un color amarillo oscuro.
—Siento —dije— que el señor Hoffman no esté bien. De todos modos, temo que tendré que hablar con él. No he venido hasta aquí desde California por el placer del viaje.
—No. Es obvio que no. ¿Qué es lo que desea discutir con mi suegro?
—El asesinato de su hija. Él puede ayudarme a entenderlo.
—Creía que ya se había resuelto.
—No es así.
—¿De modo que la joven estudiante ha sido liberada de toda sospecha?
—Está en camino de serlo —repuse con deliberada vaguedad—. Usted y yo charlaremos acerca de todo esto más tarde. Ahora estoy ansioso de cambiar unas palabras con el señor Hoffman.
—Si usted insiste… Lo único que espero es que logre extraer de él algo que tenga sentido.
Me di cuenta de lo que había querido decir cuando me llevó a través de la casa y me introdujo en «la pocilga de Earl», como Haggerty la llamaba. Estaba amueblada con un escritorio de tapa corrediza, un sillón y un sofá cama. A través de una bruma compuesta de vapores de whisky y de humo vi a un hombre corpulento, vestido con un pijama color naranja, despatarrado sobre el sofá, con la cabeza apoyada y sostenida por los almohadones. La luz de una poderosa lámpara brillaba sobre su rostro atontado. Sus ojos parecían desenfocados, pero aun así sostenía en sus manos una revista cuya cubierta anaranjada hacía juego con su pijama. La pared, por encima de su cabeza, estaba decorada con rifles, escopetas y pistolas.
—Cuando recuerdo la pérdida de todos mis años pasados —dijo con una voz muy ronca.
Los viejos policías no hablaban de esta manera, y Earl Hoffman no tenía el aspecto de ser una excepción a la regla. Su cuerpo era macizo y podía haber pertenecido a un jugador profesional de fútbol o a un luchador arruinado. Alguien le había roto la nariz una vez. Tenía una cabeza gris con el pelo cortado al rape y una boca de hierro.
—Es una hermosa poesía, Bert —dijo la boca de hierro.
—Supongo que lo es.
—¿Quién es su amigo, Bert?
—El señor Archer, de California.
—California, ¿eh? Allí es donde liquidaron a mi pobre y pequeña Helen.
Sollozó o hipó una sola vez. Luego se sentó en el borde del sofá y dejó caer con pesadez sus pies desnudos sobre el piso.
—¿Conoce… conoció a mi hijita Helen?
—La conocí.
—¿No es extraordinario?
Se puso de pie con dificultad y, para hacerlo, aferró mis manos con las suyas, utilizándome como soporte.
—Helen era una chica extraordinaria. Estaba leyendo, precisamente, uno de sus poemas. Lo escribió cuando era sólo una adolescente y estaba en el City College. Se lo enseñaré.
Realizó una búsqueda trabajosa para encontrar la revista de tapas anaranjadas, la cual estaba a la vista en el suelo, en el mismo lugar en que Hoffman la había dejado caer. El nombre era Bridgeton Blazer y tenía todo el aspecto de una producción escolar.
Haggerty la alzó y se la alcanzó.
—Por favor, no moleste con esto, Earl. De todos modos, Helen jamás escribió el poema.
—¿Que no lo escribió? Desde luego que lo escribió. Figuran sus iniciales.
Recorrió las páginas:
—¿Ve?
—Es sólo una traducción de Verlaine.
—Nunca he oído hablar de él.
Hoffman se volvió hacia mí y puso la revista en mis manos.
—Aquí, lea esto. Verá qué señalados dones poseía la pobre y pequeña Helen:
Leí:
When the violins
Of the autumn winds
Begin to sigh
My heart is torn
With their forlorn
Monotony.
And when the hour
Sounds from the tower
I weep tears
For I recall
The loss of all
My perished years.
And then I go
With the winds that blow
And carry me
There and here
Like a withered and sere
Leaf from a tree.
H. H.[2]
Hoffman me contemplaba con uno de sus ojos desenfocados.
—¿No es una hermosa poesía, señor Arthur?
—Hermosa.
—Me gustaría entenderla. ¿Usted la entiende?
—Así lo creo.
—Entonces, guárdela. Guárdela, en memoria de la pobre y pequeña Helen.
—No podría hacerlo.
—Seguro que puede. Guárdela.
Arrancó la revista de mis manos, la enrolló y la metió en el bolsillo de mi chaqueta, mientras me arrojaba vaharadas de whisky a la cara.
—Guárdela —me susurró Haggerty, por encima del hombro—. Supongo que no querrá pelearse con él.
—Ya lo ha oído. Supongo que no querrá pelearse conmigo.
Hoffman me sonrió con vaguedad. Luego cerró el puño izquierdo, lo examinó en busca de defectos y, por fin, se decidió a usarla para golpearse el pecho. A continuación caminó con sus piernas inseguras hasta el escritorio de tapa corrediza y lo abrió. Adentro había botellas y un solo vaso sucio. Lo llenó a medias de bourbon y se bebió de un trago la mayor parte. Su yerno dijo algo entre dientes, pero no le detuvo.
La operación hizo que el sudor corriera por su rostro. Esto pareció dejarle un poco más sobrio. Enfocó sus ojos sobre mi persona.
—¿Quiere un trago? —me invitó.
—Muy bien. Por favor, con agua y hielo.
Por lo general no acostumbraba a beber por la mañana, pero ésta era una ocasión anormal.
—Traiga hielo y un vaso, Bert. El señor Arthur desea un trago. Si usted es lo bastante asqueroso como para no beber conmigo, el señor Arthur no lo es.
—Me llamo Archer.
—Traiga dos vasos —ordenó, con su sonrisa tonta—. El señor Archer también desea un trago.
Tras una pausa, agregó:
—Siéntese. Libere a sus pies de su peso. Dígame algo acerca de la pobre Helen.
Me senté en el sofá cama. Le comuniqué en la forma más resumida posible las circunstancias de su muerte, inclusive la amenaza que la había precedido, y el sentimiento que abrigaba Helen de que Bridgeton estaba a punto de atraparla.
—¿Qué quiso decir con eso?
Las líneas de su estúpida sonrisa aún se mostraban en su cara, como las marcas de un payaso, pero se habían transformado en un rictus.
—He recorrido un camino muy largo para saber si usted puede ayudarme a contestar esa pregunta.
—¿Yo? ¿Por qué ha acudido a mí? Nunca supe lo que pasaba en su mente, jamás me permitió que lo supiera. Era demasiado brillante para mí.
Su humor resbaló hacia una pesada autoconmiseración de borracho, cuando añadió:
—Sudé y me esclavicé para pagarle una educación que yo nunca tuve, y a pesar de todo ella jamás dedicó a su pobre y viejo padre un solo día.
—Tengo entendido que usted y ella discutieron con violencia y que Helen se fue de la casa.
—Se lo contó, ¿eh?
Asentí con un movimiento de cabeza. Había decidido mantener a la señora Hoffman fuera del asunto: era ese tipo de hombre al que no le gusta que su mujer le adelante en nada.
—¿Le dijo que me llamó fullero y nazi, cuando todo lo que hacía era cumplir con mi deber? Usted es policía, usted sabe cómo se siente un hombre cuando su propia familia socava su voluntad.
Me miró de soslayo y preguntó:
—¿Es usted policía?
—Lo he sido.
—¿Qué hace ahora para ganarse la vida?
—Investigación privada.
—¿Para quién?
—Un hombre llamado Kincaid, alguien a quien usted no conoce. Mantuve una ligera amistad con su hija y tengo un interés personal en descubrir quién la asesinó. Creo que la respuesta puede estar aquí, en Bridgeton.
—No alcanzó a ver cómo. Por espacio de veinte años nunca puso los pies en esta ciudad. Sólo lo hizo durante la primavera pasada. Vino hasta aquí para decirle a su madre que estaba decidida a divorciarse. De él.
Al pronunciar la última frase, señaló la parte posterior de la casa, desde donde llegaba el ruido de alguien que cortaba hielo.
—¿Helen habló con usted?
—Sólo la vi una vez. Me dijo: «Hola, ¿cómo estás?», y eso fue todo. Contó a su madre lo que había decidido con respecto a Bert y no permitió a mi mujer hacer un solo comentario sobre el problema. Bert la siguió a Reno, en un último intento para convencerla de que volvieran a reunirse, pero todo fue inútil. No es lo bastante hombre como para conservar a una mujer.
Hoffman terminó su bebida y colocó el vaso sobre el suelo. Permaneció agachado por espacio de un minuto y temí que se mareara o desmayara. Sin embargo, volvió a su posición anterior y murmuró algo sobre su deseo de ayudarme.
—Magnífico. ¿Quién era Luke Deloney?
—Un amigo mío. Un gran hombre de la ciudad, antes de la guerra. ¿También le habló Helen acerca de él, eh?
—Usted podría decirme algo más, teniente. Oí decir que tiene una memoria de elefante.
—¿Se lo dijo Helen?
—Sí.
La mentira no me costó absolutamente nada, ni siquiera un remordimiento de conciencia.
—Por lo menos, ella tenía cierto respeto por su padre, ¿no?
—Una buena dosis.
Respiró con enorme alivio. El alivio pasaría, como pasan todas las cosas cuando un hombre está tan borracho como para matar su entendimiento. Pero, en ese instante, se sintió bien. Creyó que su hija le había concedido un tanto en su amarga lucha, a lo largo de toda su vida.
—Luke nació en mil novecientos tres, en la calle Spring —dijo con expresión preocupada—, a la altura del dos mil ciento, en la zona sur. Su casa estaba situada a dos manzanas de distancia de donde yo vivía, cuando era un crío. Le conocí en la escuela primaria. Era de esa clase de muchacho que ahorraba lo que recibía por la venta de periódicos, para comprar un regalo a cada compañero de su clase en el día de San Valentín. En efecto, lo hacía. El director solía llevarle de aula en aula, a fin de mostrar su capacidad para las matemáticas. Siempre tuvo una cabeza firme sobre los hombres, debo reconocerlo. Hizo dos cursos en uno. Era un triunfador.
»Su padre era un maestro albañil muy bueno en su oficio y, después de la Primera Guerra Mundial, el cemento comenzó a usarse mucho en las construcciones. Luke compró una mezcladora con lo que había ahorrado y comenzó a trabajar por su cuenta. Tuvo verdadera suerte en la década del veinte al treinta. A estas alturas, contaba con quinientos hombres que trabajaban para él a lo largo de todo el estado. La Depresión no acalambró su estilo. Era tan buen comerciante como constructor. Por esos días, las únicas cosas que marchaban eran las obras públicas, de modo que se abrió camino por medio de contratos federales y estatales. Se casó con la hija del senador Osborne y eso, por cierto, no le hizo daño.
—Oí decir que la señora Deloney aún vive.
—Por cierto que sí. Vive en la casa que construyó el senador hacia mil novecientos uno, en la avenida Glenview, en la zona norte. Creo que es el número ciento tres.
Se esforzaba por mantener viva su reputación enciclopédica.
Anoté la dirección en mi mente. Precedido por el retintín que producía el hielo, Bert Haggerty entró en la habitación. En sus manos llevaba una bandeja, sobre la cual se veían vasos, agua y hielo. Despejé un espacio del escritorio, sobre el cual colocó la bandeja. En otro tiempo había pertenecido a un hotel de Bridgeton.
—Ha tardado bastante —dijo Hoffman distraídamente.
Haggerty resopló. Sus ojos parecieron acercarse aún más a los costados de su nariz.
—No me hable de esa manera, Earl. No soy un criado.
—Si no le gusta, ya sabe lo que tiene que hacer.
—Me doy cuenta de que está borracho, pero todas las cosas tienen un límite…
—¿Quién está borracho? Yo no.
—Ha estado bebiendo desde hace veinticuatro horas.
—¿Y eso qué? Un hombre tiene derecho a ahogar sus penas. Pero mi cerebro está tan claro como una campana. Pregúntele al señor Archer.
Haggerty rió con suavidad, pero con voz de falsete. Era un sonido extraño y traté de cubrirlo con una observación sin importancia.
—El teniente ha estado contándome historia antigua. Tiene una memoria de elefante.
Pero Hoffman ya no se sentía bien. Se puso de pie con dificultad y avanzó hacia nosotros. Con un ojo miraba a Haggerty y con el otro a mí. Me sentí como un hombre encerrado en una jaula, con un oso rabioso y su domador.
—¿Qué es lo divertido, Bert? Usted cree que mi pena es motivo de burla, ¿no? Si hubiera sido lo bastante hombre para conservarla a su lado, ella no habría muerto. ¿Por qué no la trajo a casa con usted, desde Reno?
—No tiene derecho a cargarme con la culpa de todo —repuso Haggerty, con un matiz un tanto salvaje en la voz—. Me entendí con Helen mucho mejor de lo que lo hizo usted. Si la pobre no hubiera sufrido una fijación paternal…
—No me venga con eso, sucio intelectual. E ineficaz. Intelectual ineficaz. Usted no es el único que sabe emplear palabras difíciles. Y deje de llamarme Earl. No somos parientes. Jamás lo habríamos sido si me hubieran permitido opinar sobre el tema en su momento. No somos parientes y usted viene aquí y se instala en mi casa, a fin de espiar mis hábitos personales. Pero ¿quién es usted? ¿Acaso una vieja chismosa?
Haggerty se había quedado sin habla. Me miró con una expresión de impotencia en los ojos.
—Le romperé el cuello —amenazó su ex suegro.
Me interpuse entre ambos.
—Evitemos la violencia, teniente —aconsejé—. No traería nada bueno.
—Ese miserable delator me ha acusado. Ha dicho que estoy borracho. Explíquele que se ha equivocado. Oblíguele a que me pida disculpas.
Me volví a Bert y le guiñé un ojo.
—El teniente Hoffman está sobrio, Bert. Él sabe soportar la bebida muy bien. Y, ahora, es mejor que salga de aquí antes de que ocurra algo.
Se sintió contento de poder hacerlo. Le seguí hasta el vestíbulo.
—Es la tercera o cuarta vez —me dijo en voz baja—. No estoy dispuesto a aguantarlo más.
—Déjelo que se enfríe. Le haré compañía durante un rato. Me gustaría conversar con usted, después.
—Lo esperaré afuera, en mi automóvil.
Regresé a la jaula del oso. Hoffman estaba sentado en el borde del sofá cama y tenía la cabeza entre sus manos.
—Todo se ha ido al infierno en un abrir y cerrar de ojos —dijo—. Ese sauce llorón de Bert Haggerty se me ha metido debajo de la piel. No sé qué es lo que piensa sacar de aquí.
Su humor cambió, cuando añadió:
—De todos modos, usted no me ha abandonado. Vamos, sírvase un trago.
Me preparé un ligero highball y volví con él al sofá. No le ofrecí ninguno a Hoffman. Tal vez sea cierto que en el vino descansa la verdad. Pero el whisky, sobre todo en la forma en que Hoffman lo hacía correr, era un ejército de ratas imaginarias que saltaban y trepaban por las rodillas.
—Me estaba hablando acerca de Luke Deloney y de la forma en que prosperó.
Trató de escaparse por la tangente.
—Ignoro por qué se muestra tan interesado en Deloney. Hace veintidós años que ha muerto. Veintidós años y tres meses. Se le escapó un tiro, pero supongo que ya lo sabe, ¿verdad?
Un destello de tosca inteligencia brilló en sus ojos de manera momentánea y enfocó mi rostro. Hablé a ese atisbo de entendimiento:
—¿Hubo algo entre Helen y Deloney?
—No. Mi hija no estaba interesada en él. Por entonces, tenía un capricho por el muchacho del ascensor, George. Si hay alguien que lo sabe soy yo, puesto que ella se las arregló para que le diera el empleo al chico. En esa época, yo era una especie de gerente de los apartamentos de Deloney. Así eran las cosas entre Luke y yo.
Trató de cruzar el dedo mayor sobre el índice y la operación hizo que se absorbiera en ella y se olvidara de todo. Por fin completó la maniobra, con la ayuda de la otra mano. Sus dedos eran gruesos y moteados, como las salchichas crudas del desayuno.
—Luke Deloney era un poco mujeriego —observó, con un tono de indulgencia—, pero no se embrollaba con las hijas de sus amigos. De cualquier modo, nunca le interesaron las chicas muy jóvenes. Su mujer era unos diez años mayor que él. Por otra parte, no se habría atrevido a poner las manos sobre mi hija. Sabía muy bien que le mataría.
—¿Lo hizo?
—Ésa es una pregunta piojosa, señor. Si no fuera porque usted me gusta, le derribaría de un golpe.
—No he tenido intención de ofenderle.
—Jamás tuve nada en contra de Luke Deloney. Siempre me trató con justicia y rectitud. Por lo demás, ya le dije que se le disparó un tiro.
—¿Suicidio?
—No. ¿Por qué habría de suicidarse? Lo tenía todo, dinero y mujeres, y un pabellón de caza en Wisconsin. Me llevó más de una vez. El disparo fue un accidente. Ésta es la forma en que figura en los libros y ésta es la forma en que sigue la cosa.
—¿Cómo ocurrió el hecho, teniente?
—Estaba limpiando su automática, calibre treinta y dos. Tenía permiso de armas, que yo le ayudé a conseguir, porque solía llevar encima fuertes sumas de dinero. Tomó la empuñadura en forma correcta, pero debió olvidar que había una bala en el cargador. Ésta se disparó y le hirió en la cara.
—¿Dónde?
—Penetró a través de su ojo derecho.
—Quiero decir dónde ocurrió el accidente.
—En uno de los dormitorios de su apartamento. Se había reservado el apartamento de la terraza, en el edificio Deloney, para su uso particular. Más de una vez bebí con él allí. Green River de antes de la guerra, muchacho.
Palmeó mi rodilla y advirtió el vaso lleno de mi mano.
—Bébase su trago —ordenó.
Tragué casi la mitad. No era, por cierto, Green River de antes de la guerra.
—Cuando se disparó el balazo, ¿estaba Deloney bebiendo?
—Sí. Él conocía las armas de fuego. Si hubiera estado sobrio, no habría cometido esa equivocación.
—¿Había alguien con él en el apartamento?
—No.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Puedo estarlo. Me encargué de la investigación.
—¿Alguien compartía el apartamento con él?
—Podría decirse que en forma accidental, Luke Deloney tenía varias mujeres en la fila. Verifiqué la situación de todas ellas, pero ninguna se encontraba a menos de dos kilómetros del lugar en el momento en que ocurrió el hecho.
—¿Qué clase de mujeres eran?
—De todas las categorías, desde las ligeras de cascos hasta una respetable dama casada, de esta ciudad. Sus nombres no figuraron en los informes entonces y no van a figurar ahora.
En su voz asomaba un gruñido. No proseguí con el tema. No es que le tuviera miedo a Hoffman, exactamente. Yo era, por lo menos, quince años más joven que él y tenía una cantidad más reducida de alcohol en el cuerpo. Pero si las cosas llegaban a mayores y nos íbamos de las manos, podría hacerle bastante daño.
—¿Qué sabe de la señora Deloney? —pregunté.
—¿Qué quiere saber?
—¿Dónde estaba cuando ocurrió todo eso?
—En su casa, en Glenview. Estaban más o menos separados. Ella no creía en el divorcio.
—La gente que no cree en el divorcio a veces cree en el asesinato.
Hoffman sacudió los hombros de manera beligerante.
—¿Está tratando de decir que yo encubrí un asesinato?
—No le estoy acusando de nada, teniente.
—Es mejor que no lo haga. Soy un policía, recuerde, en primer y último lugar y siempre.
Levantó el puño y lo hizo girar ante sus ojos, como hipnotizado.
—He sido un buen policía toda la vida. En mis primeros tiempos fui el mejor condenado policía de esta ciudad. Beberé un trago por esa vieja época de mis éxitos.
Alzó el brazo y me preguntó:
—¿Me acompaña?
Contesté que lo haría. Ambos nos estábamos moviendo de manera inconsciente hacia un conflicto. El alcohol podría atenuarlo o ahogarlo. Acabé mi bebida y le alcancé mi vaso. Lo llenó hasta el borde con whisky puro. Luego hizo lo propio con el suyo. Se sentó y clavó los ojos en el líquido dorado, como si fuera un pozo en el que se hubiera sumergido su vida.
—¡Hasta el fondo! —exclamó.
—Tómelo con calma, teniente. Supongo que no desea matarse.
Una vez lo hube dicho, se me ocurrió que tal vez fuera eso lo que buscaba.
—¿Qué es usted, otro pusilánime? ¡Hasta el fondo!
Vació el vaso y se estremeció. Mantuve el mío en la mano. Al cabo de un rato, se dio cuenta de mi actitud.
—No ha bebido. ¿Qué es lo que intenta hacer? ¿Empujarme a la abstinencia? ¿Ofender mi hos… hospi…?
Sus labios estaban demasiado rígidos para dar forma a la palabra.
—No me propongo ofenderle. No he venido aquí para asistir a una fiesta, teniente. Me interesa con seriedad averiguar quién mató a su hija. Su… suponemos que Deloney fue asesinado…
—No lo fue —me interrumpió.
—Si suponemos que lo fue, la misma persona pudo asesinar a Helen. En vista de todo cuanto he escuchado, de ella y de otra gente, pienso que es muy probable. ¿No lo cree así?
Mi objetivo era el de poner su mente bajo mi control, en su totalidad, la parte del borracho sentimental, la parte del borracho violento y la parte de tosca inteligencia, oculta en el núcleo.
—Lo de Deloney fue un accidente —afirmó, con voz clara y terca.
—Helen no lo creía así. Aseguraba que había sido un asesinato y que conocía a un testigo.
—Mentía, trataba de hacerme quedar mal. Su único deseo era el de hacer quedar mal a su viejo padre.
Había levantado la voz. Nos sentamos y escuchamos sus ecos. Arrojó al suelo su vaso vacío, el cual rebotó en la alfombra, y cerró el puño en un gesto que parecía ser su principal instrumento de expresión. Me dispuse a atajarlo, pero no lo lanzó contra mí.
En forma violenta y repetida, se golpeó la cara, los ojos, las mejillas, la boca, y por debajo de la mandíbula. Los puñetazos dejaron oscuros costurones rojos sobre su carne del color de la tiza. Su labio inferior se partió.
—Yo arruiné a mi pequeña y pobre hija. La eché de la casa. Nunca regresó.
Gruesas lágrimas de alcohol puro destilado o de pena manaban de sus ojos hinchados y corrían por su cara estropeada. Cayó de costado en el sofá. No estaba muerto. Su corazón latía con golpes sonoros. Lo enderecé —sus piernas pesaban como sacos de arena— y puse un almohadón bajo su cabeza. Sus ojos ciegos miraban con fijeza la luz. Comenzó a roncar.
Bajé la tapa del escritorio. La llave estaba en la cerradura y la di vuelta, dejando los licores adentro. Apagué la luz y me marché con la llave.