CAPÍTULO XVII

El hotel Pacific se alzaba en una esquina, exactamente sobre el ecuador económico que dividía la calle principal en dos secciones: una próspera y la otra no tanto. El vestíbulo se hallaba casi vacío ese sábado por la noche. Cuatro viejos jugaban al bridge a la luz de una lámpara de pie. El otro ser humano a la vista, si es que cabía calificarlo como tal, era el doctor Geisman.

Abandonó el gastado sillón de plástico verde y le estrechó la mano a la señora Hoffman, con toda formalidad.

—Ya veo que ha llegado sana y salva. ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias.

—La inesperada desaparición de su hija ha significado un golpe para nosotros.

—Para mí también.

—En efecto, tuve que dedicar todo el día a la búsqueda de un sustituto. Aún no he tenido éxito. Ésta es la peor época del año para reclutar personal docente.

—¡Cuánto lo siento!

Les dejé entregados a la tarea de insuflar un poco de vida a su agonizante conversación y me dirigí al bar para conseguir un trago. Una sola cliente estaba sentada tratando de ahogar sus penas, junto al encargado del bar, un hombre gordo y de aspecto lúgubre. El pelo de la mujer estaba teñido de negro, pero mostraba ciertos resplandores verdosos, como algunos patos.

La reconocí. Podría haber descubierto a la señora Perrine a una distancia de mil metros. Comencé a retroceder, con el objeto de abandonar la habitación. Ella se volvió y me vio.

—Resulta fantástico encontrarle aquí.

Hizo un amplio gesto, con el cual estuvo a punto de volcar el vaso vacío que se encontraba frente a ella, y dijo al encargado del bar:

—Éste es mi amigo, el señor Archer. Sírvale un trago.

—¿Qué desea?

Bourbon. Yo pago. ¿Qué está bebiendo la señora?

Planter’s punch —contestó la mujer—. Y gracias por lo de «señora». Gracias por todo, además. Lo estoy celebrando, lo he celebrado durante todo el día.

Deseé que no lo hubiera hecho. La fachada de granito que mantuviera a través de todo el juicio había sufrido los efectos de la erosión y, a lo largo de las grietas, asomaba la ruina interior de su vida. Aunque yo no conocía todos los secretos de la señora Perrine, estaba al tanto de las huellas que había dejado en los registros policiales de veinte ciudades. Era inocente de este crimen particular, pero era una buscavidas que había recorrido las costas desde Acapulco hasta Seattle y desde Montreal hasta Key West.

El encargado del bar desapareció para preparar las bebidas. Me senté en un taburete junto al de la señora Perrine y le dije:

—Debió elegir otra ciudad para la celebración.

—Ya lo sé. Ésta es un cementerio. Me he sentido como el último habitante con vida, hasta que ha aparecido usted.

—No me refiero a eso, señora Perrine.

—¡Infiernos! Llámeme Bridget. Usted es mi compañero y se ha ganado el derecho de hacerlo.

—Muy bien, Bridget. A la policía no le gustó que resultara absuelta y usted no podía esperar otra actitud. La pescarán por la cosa más insignificante.

—No me he salido de la línea ni un solo paso. Tengo mi propio dinero.

—Pienso en lo que sería capaz de hacer si siguiera celebrándolo. No está en condiciones de exponerse a ir a la cárcel en esta ciudad.

Consideró el problema y su cara se retorció, en una curiosa mímica de los esfuerzos que realizaba su mente.

—Tal vez tenga razón. Esta mañana he estado pensando en irme a Las Vegas. Allí tengo un amigo.

El encargado del bar se acercó con las bebidas. La señora Perrine comenzó a sorber la suya, mientras hacía gestos de amargura, como si de pronto hubiera perdido el sabor. Su mirada tropezó con el espejo, que estaba detrás del bar.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Ésa soy yo? Parezco la ira del Todopoderoso.

—Tome un baño y váyase a dormir.

—Dormir no es tan fácil. Me siento muy sola por las noches.

Me lanzó una mirada coqueta, de forma más o menos automática. No era mi tipo. Terminé el trago y puse dos dólares sobre el mostrador.

—Buenas noches, Bridget. Tómelo con calma. Tengo que hacer una llamada telefónica.

—Seguro. Nos veremos en la Epworth Ligue.

El encargado del bar se dirigió hacia la mujer, cuando yo salía. La señora Hoffman y el doctor Geisman ya no se encontraban en el vestíbulo. Busqué las cabinas telefónicas, que estaban en un pasillo sin salida detrás del escritorio principal, y llamé a la casa de Bradshaw.

El timbre alcanzó a sonar una sola vez y la voz temblorosa de la anciana llegó a través del hilo:

—¿Roy? ¿Eres tú, Roy?

—Habla Archer.

—Esperaba que sería Roy. Siempre me llama por teléfono a esta hora. ¿Cree que le habrá ocurrido algo?

—No.

—¿Ha leído el periódico?

—No.

—En un artículo se dice que Laura Sutherland fue con él a Reno para asistir a la conferencia. Roy no me había dicho nada. ¿Supone que mi hijo está interesado en Laura?

—No sabría decirlo.

—Ella es una mujer joven y encantadora. ¿No lo cree así? Me pregunté si habría tomado vino en la comida, para mostrarse tan tonta.

—Carezco de opinión sobre ese tema, señora Bradshaw. La he llamado para saber si está decidida a aceptar la propuesta sobre la que conversamos esta tarde.

—Me temo que no será posible sin el consentimiento de Roy. Usted debe saber que él maneja el dinero de la familia. Ahora voy a rogarle que cuelgue, señor Archer. Estoy esperando la llamada de Roy de un momento a otro.

Cortó, sin esperar respuesta. Me pareció que estaba perdiendo la habilidad en mi trato con las viejecitas. Me dirigí al lavabo y contemplé mi cara en el espejo colocado encima de los lavabos. Alguien había escrito con lápiz en la pared: «Apoye la salud mental o le mataré».

Un pequeño vendedor de periódicos moreno entró y me sorprendió sonriendo a mi propia imagen. Simulé que estaba examinando mis dientes. Debía tener unos diez años de edad y se comportaba como un adulto en miniatura.

—Lea todo lo relacionado con el crimen —sugirió.

Le compré el periódico local. La historia principal llevaba por título: «Profesora asesinada» y, más abajo, «Interrogarán a estudiante misteriosa». El artículo juzgaba a Dolly y la declaraba culpable. Se había «inscrito en la universidad en forma fraudulenta, usando un alias». Se describía su amistad con Helen como una «relación extraña». El revólver encontrado en su cama era el «arma asesina». La joven tenía «un oscuro secreto en su pasado» —el crimen de McGee— y «trataba de eludir el interrogatorio de la policía».

No se mencionaba a ningún otro sospechoso. El hombre de Reno no figuraba en el relato.

En lugar de hacer algo constructivo, destrocé el periódico y arrojé los pedazos en el cesto de los papeles. Entonces volví a las cabinas telefónicas. El servicio de llamadas del doctor Godwin quiso saber si se trataba de un caso de emergencia.

—Sí, se relaciona con un paciente del doctor Godwin.

—¿El paciente es usted?

—Sí —mentí, preguntándome si eso significaba que yo necesitaba ayuda.

La chica del conmutador repuso con una voz más gentil:

—La última vez que el doctor llamó, se encontraba en su casa.

Recitó el número, pero no hacía falta. Deseaba conversar con Godwin, cara a cara. Busqué su dirección en la guía y atravesé la ciudad hasta su domicilio.

La suya era una entre un cierto número de casas amplias, situadas al borde de una meseta, desde la cual se divisaban normalmente el puerto y la ciudad. Esa noche se hallaba aislada por la niebla.

Detrás de la fachada de piedra de Arizona, un tenor y una soprano cantaban un trágico dúo de La Bohème.

Una mujer elegante, que llevaba un vestido de brocado de seda rojo y la sonrisa semiprofesional que adquieren las esposas de los médicos, abrió la puerta. Pareció reconocer mi nombre.

—Lo siento, señor Archer. Mi marido ha estado aquí hasta hace unos minutos. Estábamos escuchando música, para variar. Entonces le llamó un joven llamado… el marido de una de sus pacientes, y se pusieron de acuerdo para encontrarse en el sanatorio.

—¿Acaso era el señor Kincaid?

—Creo que sí. ¿Señor Archer?

Salió. Era una figura brillante y muy femenina, con su traje rojo.

—Mi marido me ha hablado de usted. Tengo entendido que se ocupa del caso criminal en el que Kincaid se halla envuelto.

Su mano tocó mi brazo.

—Me siento preocupada por mi marido. Toma las cosas demasiado en serio. Al parecer, cree que abandonó a la chica en la otra oportunidad, cuando era su paciente, y que esta circunstancia le hace responsable de todo lo que ha ocurrido.

Sus ojos grandes y hermosos me observaban, como pidiéndome seguridad.

—No lo es —repuse.

—¿Se lo dirá a él? Creo que le escuchará. En realidad, escucha a muy poca gente. Pero siente algún respeto por usted, señor Archer.

—Es mutuo. No obstante, dudo de que acepte mi opinión sobre sus responsabilidades. Es un hombre muy vigoroso y temperamental, a quien resulta fácil contrariar.

—¡A quién se lo dice! Supongo que no me asiste el derecho de pedirle que le hable. Pero la forma en que dedica su vida a sus pacientes…

Su mano se apartó de su pecho en un gesto desolado.

—Parece prosperar con ello —sugerí.

—No sé.

Su cara se torció en una mueca y añadió:

—Las mujeres de los médicos se curan a sí mismas, ¿no?

—Según todas las apariencias, también usted prospera —observé—. A propósito, el suyo es un hermoso vestido.

—Gracias. Jim lo compró en París, el verano pasado.

La dejé, con una sonrisa menos profesional en sus labios, y me dirigí al sanatorio. El Porsche rojo de Alex se encontraba aparcado junto a la acera, frente al gran edificio recubierto de estuco. Sentí el latido de mi corazón resonando en mis oídos. Todavía podía ocurrir algo interesante.

Una ayudante de enfermera latinoamericana, con un uniforme azul y blanco, abrió la puerta y me hizo pasar a la habitación del frente, para que aguardara allí al doctor Godwin. Nell y varios enfermos, envueltos en sus batas, estaban viendo un programa de televisión, un drama acerca de dos abogados, padre e hijo. Nadie me prestó la menor atención. Yo era sólo un detective de la vida real y, en ese momento, sin empleo. Pero tenía la esperanza de no serlo por mucho tiempo.

Me senté en una silla vacía, a un lado del cuarto. El drama estaba bien dirigido y representado, pero no pude mantener mi mente en él. Me dediqué a observar a las personas que estaban mirando el programa. Nell, la sonámbula, su largo pelo negro colgando sobre su espalda como un manojo de infortunios, encerraba entre sus manos el cenicero azul de cerámica que había hecho. Un hombre joven, con una barba desordenada y ojos rebeldes, lo observaba todo como un crítico responsable. Otro hombre, de pelo escaso, que temblaba a causa de la excitación, siguió estremeciéndose cuando pasaban los anuncios comerciales. Una mujer anciana tenía una cara transparente a través de la cual se veía su vida quemándose como una vela goteante. Si se retrocedía un poco, uno podía casi imaginar que eran las tres generaciones de una familia, abuela, padres e hijo, sentados en su casa un sábado por la noche.

El doctor Godwin apareció por la puerta interior y me hizo una seña con los dedos. Le seguí por un pasillo impregnado de olor a hospital, hasta una pequeña oficina. Encendió una lámpara colocada sobre el escritorio y se sentó detrás de él. Tomé la única silla que quedó disponible.

—¿Está Alex Kincaid con su mujer?

—Sí. Me llamó a casa por teléfono. Parecía muy ansioso por verla, aunque no había estado por aquí en todo el día. También me dijo que deseaba hablar conmigo.

—¿Le comunicó algo acerca de que estaría dispuesto a abandonar a su mujer?

—No.

—Espero que haya cambiado de idea.

Le narré a Godwin mi encuentro con papá Kincaid y la participación de Alex en la conversación.

—No se le puede culpar totalmente de esta caída momentánea. Es joven y se halla sometido a una terrible tensión.

Los cambiantes ojos de Godwin se iluminaron.

—Lo importante para él y para Dolly es que haya decidido regresar.

—¿Cómo está la joven?

—Más tranquila, según creo. No quiso hablar esta noche, por lo menos conmigo.

—¿Me permite que hable con ella?

—No.

—Casi lamento haberle incorporado a este caso, doctor.

—Ya me lo han dicho antes y con menos cortesía —replicó, con una sonrisa terca—. Pero una vez que estoy en un asunto, allí me quedo y sigo haciendo lo que creo mejor.

—Estoy seguro de eso. ¿Ha visto el periódico de la tarde?

—Lo he visto.

—¿Dolly sabe lo que está pasando, por ejemplo lo del revólver?

—No.

—¿No cree que habría que decírselo?

Extendió sus manos sobre la gastada superficie del escritorio y repuso:

—Trato de simplificar sus problemas y no de añadir nuevas preocupaciones. Anoche sufrió tantas presiones, originadas en el pasado y el presente, que se encuentra al borde de un trastorno psicopático. No queremos que eso acontezca.

—¿Será capaz de protegerla contra un interrogatorio policial?

—No de manera indefinida. La mejor solución posible sería la de resolver el caso absolviéndola.

—Eso es lo que me propongo. Esta mañana he hablado con su tía Alice y he examinado el escenario del asesinato de la señora McGee. He llegado a la conclusión de que, aun en el caso de que McGee hubiera matado a su mujer, cosa que dudo, Dolly no pudo haberle identificado cuando abandonaba la casa. En otras palabras, el testimonio de la chica en el juicio fue algo cocinado de antemano.

—¿Le convenció Alice?

—No. Las condiciones físicas. La señorita Jenks hizo cuanto estaba en sus manos para convencerme de lo contrario, es decir, de la culpabilidad de McGee. No me sorprendería que ella fuera la fuerza principal que movió los hilos del caso contra él.

—Él fue culpable.

—Ya me lo dijo. Pero me agradaría conocer las razones de su creencia.

—Temo no poder hacerlo. El asunto está relacionado con las confidencias de un paciente.

—¿Constance McGee?

—La señora McGee no fue un paciente formal. Pero no es posible tratar a un niño sin hacer lo propio con los padres.

—¿Y ella le hizo confidencias?

—Por supuesto, en alguna medida. En su mayor parte, se referían a sus problemas familiares.

Godwin tanteaba el camino con suma cautela. Su rostro estaba relajado. Bajo la luz de la lámpara, su cabeza calva brillaba como una cúpula de metal tocada por la luna.

—Su hermana Alice tuvo un descuido interesante. Dijo que no había habido otro hombre en la vida de Constance. No le pregunté nada al respecto. Me proporcionó la información de modo voluntario.

—Interesante, en verdad.

—Así lo pensé. Por la época en que la asesinaron, ¿estaba la señora McGee enamorada de otro hombre?

Godwin asintió con un movimiento casi imperceptible de cabeza.

—¿Quién era él?

—No tengo intención de decírselo. Él ha sufrido bastante.

Una sombra de ese sufrimiento pasó por su cara.

—Le he confesado esto porque deseo que usted entienda que McGee tenía un motivo y que, por cierto, fue culpable del hecho.

—Opino que fabricaron su culpabilidad, del mismo modo en que se pretende hacerlo ahora con Dolly.

—Estamos de acuerdo en el último punto. ¿Por qué no quedarnos en él?

—Porque ha habido tres asesinatos y los tres están relacionados. Están relacionados, en forma subjetiva como usted dice, en la mente de Dolly. Creo que también están relacionados desde un punto de vista objetivo. Pueden haber sido cometidos todos por la misma persona.

Godwin no me preguntó quién. Me alegró que no lo hiciera. Yo estaba haciendo suposiciones y no contaba con un sospechoso.

—¿A qué tercer asesinato se refiere?

—La muerte de Luke Deloney, un hombre del que jamás había oído hablar hasta esta noche. Fui a buscar a la madre de Helen al aeropuerto de Los Ángeles y mantuve una conversación con ella, en el camino hacia aquí. Según la señora Hoffman, Deloney murió de un disparo accidental mientras estaba limpiando su arma. Sin embargo, en su momento, Helen sostuvo que fue asesinado y que ella conocía a un testigo del hecho. El tal testigo pudo haber sido ella misma. De cualquier modo, Helen se peleó con su padre por este motivo (él fue el agente de policía a cargo del caso) y se fue del hogar. Todo esto ocurrió hace más de veinte años.

—¿Cree usted seriamente que esa muerte está relacionada con el problema actual?

—Helen así lo creyó. Su muerte la ha transformado en una autoridad en la materia.

—¿Qué se propone hacer?

—Me gustaría volar a Illinois esta noche y hablar con el padre de Helen.

Tras una pausa, agregué:

—Pero no me es posible hacerlo por mi cuenta.

—Le queda el recurso de llamarle por teléfono.

—Tal vez. No obstante, mi intuición me indica que eso produciría más mal que bien. Puede ser un hueso duro de roer.

Godwin meditó por espacio de un minuto y luego dijo:

—¿Y si yo considerara la posibilidad de respaldarlo?

—Es usted un hombre generoso.

—Soy curioso —replicó—. Recuerde que he estado viviendo con este caso en mi mente durante más de diez años. Daría lo que no tengo para verlo terminado.

—Primero permítame que hable con Alex y le pregunte si está dispuesto a invertir más dinero en el asunto.

Godwin inclinó la cabeza y la mantuvo en esa posición cuando se puso de pie. No estaba haciéndome una reverencia. Se trataba de una inclinación general y habitual, como si sintiera el peso de las estrellas y les pidiera permiso para aceptar su parte en la carga que descansa sobre los hombros humanos.

—Lo traeré aquí. Ya ha permanecido bastante con su mujer.

Desapareció por el pasillo. Unos minutos más tarde llegó Alex solo. Caminaba como un hombre que anda por un túnel, pero su rostro se mostraba más sereno de lo que lo viera hasta ese momento.

Se detuvo en la puerta y dijo:

—El doctor Godwin me informó que usted se hallaba aquí.

—Estoy sorprendido de verle.

El dolor y el embarazo centellearon en la parte superior de su cara. Barrió ambos estados con un impaciente movimiento de sus dedos. Luego penetró en la oficina, cerró la puerta detrás de sí y se apoyó en ella.

—Esta tarde me porté como un tonto. Traté de escurrir el bulto con toda cobardía.

—Se necesita tener agallas para admitirlo.

—No intente paliar los hechos —replicó con energía—. Actué como un verdadero miserable. Es extraño, cuando papá se siente trastornado, su actitud produce sobre mí efectos peculiares. Se trata de algo así como de vibraciones empáticas: si él se derrumba, me ocurre lo mismo. No crea que estoy disculpándole a él.

—Yo sí le culpo.

—Por favor, no lo haga. No tiene derecho.

Frunció el ceño y añadió:

—Su compañía se propone contratar técnicos en computadoras para que realicen la mayor parte del trabajo de oficina. Papá teme no adaptarse a la nueva situación y esta circunstancia hace que sienta miedo de las cosas en general.

—Usted ha estado pensando.

—Tuve que hacerlo. Usted me puso en camino con lo que dijo acerca de que me iba a anular a mí mismo. Lo sentí así cuando volví a casa con papá… como si ya no fuera un hombre.

Se separó de la puerta y se balanceó sobre los pies, al tiempo que agitaba un poco los brazos a los costados de su cuerpo.

—Es realmente sorprendente, ¿sabe? Uno puede tomar una decisión en su interior: puede decidir ser una cosa u otra.

La única dificultad radicaba en el hecho de que es imprescindible tomar tales decisiones de hora en hora. Pero eso lo descubriría por sí mismo.

—¿Cómo se encuentra su mujer? —le pregunté.

—Pareció que se alegraba al verme. ¿Ha hablado con Dolly?

—El doctor Godwin no me lo permitió.

—Tampoco quería darme la autorización a mí. Sólo lo hizo cuando le prometí que no le formularía preguntas. No las formulé, por supuesto, pero el asunto del revólver salió en la conversación. Dolly escuchó a dos de las ayudantes, cuando charlaban acerca de una historia periodística.

—Apareció en el periódico local. ¿Qué dice su mujer sobre el arma?

—No es de ella. Alguien debió de esconderla debajo de su colchón. Me pidió que se la describiera y comentó que los datos coincidían con los del revólver de su tía Alice. La señora Jenks acostumbraba guardarlo por las noches en el cajón de su mesita de noche. Cuando Dolly era pequeña se sentía fascinada por el arma.

Respiró profundamente, antes de continuar:

—Parece que mi mujer vio a su tía amenazar a su padre con el revólver. No quería que Dolly volviera sobre el viejo tema, pero no pude impedirlo. Al cabo de un rato, se calmó.

—Por lo menos ha dejado de culparse a sí misma por la muerte de Helen Haggerty.

—En realidad, no. Aún sigue insistiendo en que fue culpa suya. Es culpable de todas las cosas.

—¿De qué manera?

—No tocó el tema. No le permití que lo hiciera.

—Usted quiere decir que el doctor Godwin se lo prohibió.

—Así es. Supongo que él la conoce más de lo que jamás llegaré a conocerla.

—¿Debo suponer que mantendrá su matrimonio? —pregunté.

—Tenemos que hacerlo. Me di cuenta de ello hoy. La gente no puede separarse cuando se sufre una contrariedad como ésta. Creo que tal vez Dolly también lo advierta. Ella no me volvió la espalda ni nada parecido.

—¿De qué cosas hablaron?

—Nada importante. En su mayor parte, de los otros enfermos. Hay una anciana que tiene la cadera rota y no quiere quedarse en cama. Dolly la ha estado cuidando un poco.

El hecho le pareció importante, porque añadió:

—De modo que no puede estar muy enferma.

En su afirmación se escondía una pregunta implícita.

—Tendrá que consultar el asunto con el doctor.

—Él no dice mucho. Desea hacerle algunos tests psicológicos mañana. Le dije que siguiera adelante.

—¿También yo debo seguir adelante?

—Por supuesto. Pensé que lo daría por descontado. Deseo que haga cuanto le sea posible para resolver este asunto. Le firmaré un contrato…

—No es necesario. Pero eso costará mucho dinero.

—¿Cuánto?

—Un par de miles. Quizá bastante más.

Le conté la ramificación de Reno, que Arnie y Phyllis estaban investigando, y el problema de Bridgeton, que deseaba explorar. También le aconsejé que se pusiera en contacto con Jerry Marks, como primera medida a la mañana siguiente.

—¿Será posible hacerlo en domingo?

—Sí. Ya me he puesto de acuerdo con él, en su nombre. Por supuesto, usted tendrá que entregarle un anticipo.

—Tengo algunos ahorros —dijo, mientras reflexionaba—, y puedo pedir un préstamo sobre mi póliza de seguro. Mientras tanto, pienso vender el coche. Me lo pagarán bien, ya me han ofrecido una suma considerable por él. De todos modos, estoy cansado de los coches deportivos y de toda esa música. Es cosa de chiquillos.