CAPÍTULO XVI

Fue un lento recorrido a lo largo de la costa, pero la niebla se levantó antes de que llegara al aeropuerto, dando paso a un denso crepúsculo. Aparqué mi coche frente al edificio de la United. Eran exactamente las seis y veinticinco, según el ticket que me entregó la chica del aparcamiento. Crucé la calle en dirección al enorme y brillante edificio, y encontré el mostrador de equipajes asediado por los viajeros.

Una mujer, semejante a una Helen más vieja y enjuta, se encontraba al borde de la multitud, junto a su maleta. Llevaba un vestido negro, bajo un abrigo del mismo color, con un cuello de piel de rata, sombrero y guantes también negros.

Sólo su llamativo pelo rojo estaba en desacuerdo con la ocasión. Sus ojos se veían hundidos y ella parecía atontada, como si una parte de su mente aún estuviera en Illinois.

—¿Señora Hoffman?

—Sí. Soy la señora Hoffman.

—Me llamo Archer. El jefe del departamento en el que trabajaba su hija, el doctor Geisman, me pidió que la viniera a buscar.

—Muy amable de su parte —dijo, con una sonrisa pobre y vaga—. Y muy amable de parte de usted.

Levanté la maleta, la cual era pequeña y ligera.

—¿Le gustaría comer o beber algo? Aquí hay un restaurante muy bueno.

—¡Oh, no, gracias! Comí en el avión. Cosas suizas. Fue un vuelo muy interesante. Nunca había subido a un reactor, pero no me asusté en lo más mínimo.

No sabía que estaba asustada. Miró a su alrededor, las luces brillantes y las personas. Los músculos de su rostro se veían tensos, como si se dispusiera a llorar de nuevo. La cogí por la parte superior del brazo y la saqué fuera de allí, para conducirla hasta mi automóvil. Rodeamos el aparcamiento y luego seguimos por la carretera.

—Esto no existía cuando estuve la última vez. Me alegra que haya venido a buscarme. De otro modo, me habría perdido —dijo con voz ausente.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvo aquí?

—Cerca de veinte años. Cuando Hoffman estaba en la marina. Era oficial subalterno de la guardia costera. Lo trasladaron a San Diego y Helen ya había huido… había dejado el hogar y pensé que bien podía permitirme los beneficios de un viaje. Vivimos en San Diego por espacio de un año y fue muy agradable.

Pude escuchar su respiración, como si se estuviera esforzando para bordear el presente. Agregó con cautela:

—Pacific Point está bastante cerca de San Diego, ¿no?

—Alrededor de ochenta kilómetros.

—¿Ah, sí?

Tras otra pausa, añadió:

—¿Usted pertenece a la universidad?

—Soy detective.

—¿No es interesante? Mi marido también es detective. Perteneció a la policía de Bridgeton por espacio de treinta y cuatro años. Puede retirarse el año próximo. Muchas veces hemos hablado de instalarnos en California, pero es probable que este suceso le haga abandonar el proyecto. Pretende que no le preocupa, pero no es cierto. Creo que está tan afligido como yo.

Su voz flotaba por encima de los ruidos de la carretera, como si se tratara de un espíritu despojado de su cuerpo que hablaba para sí mismo.

—Es un inconveniente que no haya podido venir con usted.

—Habría podido hacerlo si lo hubiera deseado. Habría podido encontrar el tiempo suficiente. Supongo que temió no sentirse capaz de afrontar este horrible suceso. Por otra parte, es necesario tener en cuenta el problema de su presión sanguínea.

Vaciló otra vez, antes de continuar:

—¿Está usted investigando el asesinato de mi hija?

—Sí.

—El doctor Geisman me dijo por teléfono que tenían un sospechoso, una muchacha. ¿Por qué motivo una estudiante habría de disparar un tiro a su profesora? Jamás oí una cosa semejante.

—No creo que ella lo haya hecho, señora Hoffman.

—Pero el doctor Geisman afirmó que el asunto se resolvería en un abrir y cerrar de ojos.

La pena que temblaba en su voz se había transformado en algo así como justicia vengativa.

—Puede ser.

No tenía intención de discutir con un valioso testigo en potencia.

—Estoy investigando otros ángulos y usted está en condiciones de ayudarme.

—¿Cómo?

—Alguien amenazó de muerte a su hija. Me contó el asunto antes de que la asesinaran. La llamaron por teléfono. No fue capaz de reconocer la voz, pero dijo algo muy extraño. Comentó que sonaba como la voz de Bridgeton.

—¿Bridgeton? Es allí donde vivimos.

—Lo sé, señora Hoffman. Helen afirmó que era Bridgeton, que pretendía apresarla. ¿Tiene alguna idea acerca de lo que quiso decir?

—Helen siempre odió a Bridgeton. Desde la época en que asistía a la escuela secundaria culpaba a la ciudad por todas las cosas desagradables que ocurrían en su vida. No esperó demasiado para alejarse de Bridgeton.

—Tengo entendido que se escapó de casa.

—No lo diría de esa manera —aunque casi lo había dicho—. Desapareció durante un verano y trabajó todo el tiempo. Tenía un empleo en un periódico de Chicago. Luego comenzó a estudiar en la universidad y me comunicó dónde se encontraba. El caso era que su padre…

Cortó la frase de cuajo y prosiguió:

—Solía enviarle dinero que ahorraba de los gastos de la casa, hasta que mi marido entró en la marina.

—¿Cuál era el motivo de desacuerdo entre Helen y su padre?

—Tenía que ver con el trabajo profesional de mi marido. Por lo menos, ésa fue la causa de la gran disputa final.

—¿Cuando Helen le llamó bandido?

Se volvió en el asiento para mirarme.

—Helen se lo contó, ¿verdad? ¿Usted es… era su amigo íntimo o algo parecido?

—Éramos amigos.

Descubrí que podía afirmarlo con cierta convicción. Habíamos pasado juntos una sola hora de enfado, pero su muerte había iluminado nuestro encuentro con una luz que me hería los ojos. La señora Hoffman se inclinó hacia mí para estudiar mi rostro.

—¿Qué más le contó? —quiso saber.

—Hubo un asesinato relacionado con la pelea entre padre e hija.

—Es mentira. No quiero decir que Helen mintiera, sino que estaba equivocada. El tiro que mató a Deloney fue un accidente liso y llano. Si Helen pensó que sabía acerca del asunto más que su padre, estaba mortalmente equivocada.

«Mortalmente» y «equivocada» eran dos palabras duras para aplicarlas a una muerta. La mano enguantada de negro de la señora Hoffman voló hasta su boca. Por espacio de un rato se mantuvo en un temeroso y agobiado silencio, un pobre pajarillo aterrado que había perdido su canto.

—Dígame algo acerca del balazo de Deloney, señora Hoffman.

—No veo la necesidad de hacerlo. Jamás comento los casos de mi marido. A él no le gusta que lo haga.

—Pero su marido no está aquí.

—En un cierto sentido, sí está. Hemos vivido tanto tiempo juntos… De todos modos, es una historia antigua.

—La historia siempre está conectada con el presente. Tal vez ese caso tenga algo que ver con el asesinato de su hija.

—¿Cómo podría ser así? Ocurrió hace veinte años, más todavía, y no significó nada en esa época. La única razón por la que impresionó a Helen fue que sucedió en nuestro edificio de apartamentos. El señor Deloney se hallaba limpiando un arma y se le escapó un tiro, que lo mató. Ésta es toda la historia.

—¿Está segura?

—Hoffman así lo dijo, y Hoffman no miente.

Las palabras sonaron como la frase de un hechizo mágico que ya hubiera sido utilizado otras veces.

—¿Cuál fue el motivo de que Helen pensara que su padre estaba mintiendo?

—Imaginación pura y simple. Helen afirmó por entonces haber hablado con un testigo, el cual había visto a alguien en el momento en que le disparaba el tiro a Deloney. Opino que ella lo soñó. No se presentó ningún testigo y Hoffman sostuvo que no podía haberlos. Deloney se encontraba solo en el apartamento cuando ocurrió la cosa. Intentó limpiar un arma cargada y, sin darse cuenta, se disparó un tiro en la cara. Helen debió de haber soñado lo otro. Estaba un poco enamorada del señor Deloney. Él era un hombre atractivo y usted ya sabe cómo son las chicas.

—¿Cuántos años tenía Helen?

—Diecinueve. Fue el verano en que abandonó el hogar.

Era noche cerrada. Lejos, hacia la derecha, las luces de Long Beach, donde había pasado mi intranquila juventud, se reflejaban en las sombras como rojos fuegos moribundos.

—¿Quién era el señor Deloney?

—Luke Deloney —contestó—. Era un constructor de mucho éxito, no sólo en Bridgeton, sino en todo el estado. Era el dueño de la casa de apartamentos en la que vivíamos y de otros edificios en la ciudad. La señora Deloney es hoy la propietaria. En la actualidad tiene mucho más de lo que poseían entonces, pero ya por esa época eran millonarios.

—¿De modo que la viuda de Deloney vive?

—Sí, pero no saque conclusiones precipitadas. Cuando ocurrió el hecho ella se encontraba a muchos kilómetros de distancia, en la residencia principal. Por cierto que circularon rumores en la ciudad, pero ella era tan inocente como un recién nacido. Pertenecía a una muy buena familia. Es una de las famosas hermanas Osborne, de Bridgeton.

—¿Por qué famosas?

—Su padre era senador. Cuando yo estaba en la escuela primaria, antes de la Primera Guerra Mundial, recuerdo que acostumbraban ir a cazar, a caballo y con perros, vestidas con chaquetas rojas. Sin embargo, siempre fueron muy democráticas.

—Bien por ellas.

La hice volver al caso Deloney.

—¿Me dijo que Deloney fue tiroteado en el mismo edificio en que ustedes tenían su apartamento?

—Sí. Nosotros vivíamos en la planta baja. Pagábamos un poco menos que los otros, porque nos encargábamos de cobrar los alquileres. El señor Deloney se había reservado el apartamento de la terraza. Lo usaba como una especie de oficina privada y para ofrecer fiestas a los visitantes y cosas por el estilo. Muchos hombres importantes del gobierno eran amigos suyos. Les veíamos ir y venir —terminó con una voz que traslucía el convencimiento de haber gozado de un privilegio.

—¿Y se disparó un tiro en ese apartamento?

—El arma disparó —me corrigió—. Fue un accidente.

—¿Qué tipo de hombre era Deloney?

—Era un individuo que se había hecho a sí mismo; supongo que ésa era su opinión. Provenía del mismo barrio que Hoffman y yo, motivo por el cual obtuvimos el trabajo de cobrar los alquileres y esto nos ayudó en el período de la Depresión. La Depresión no afectó a Luke Deloney. Pidió dinero prestado para iniciar sus faenas de construcción y subió muy rápido, por propia iniciativa. Se casó con la hija mayor del senador Osborne. Es inútil conjeturar hasta dónde podría haber llegado. Cuando murió, sólo tenía cuarenta años.

—Usted me dijo que Helen estaba interesada en él.

—No seriamente. Dudo que hayan cambiado más de dos palabras. Pero usted sabe cómo son las chicas, siempre soñando con hombres mayores. Deloney era el individuo de mayor éxito en el ambiente y mi hija era demasiado ambiciosa. Todo resulta muy gracioso. Ella acusaba a su padre de ser un fracasado, aunque no lo era. Pero, cuando por fin decidió casarse, tuvo que escoger a Bert Haggerty, el cual es un fracaso total.

Ahora hablaba con más libertad, pero su charla locuaz tendía a dispersarse en todas direcciones, lo cual resultaba bastante lógico. El asesinato de su hija había arrojado una carga excesiva sobre su vida.

—Si suponemos que existe una conexión entre la muerte de Helen y el balazo de Deloney, ¿tiene usted alguna idea de cuál podría ser?

—No. Ella debió imaginarse cosas. Siempre fue muy propensa a hacerlo.

—Pero Helen dijo que conocía a un testigo que había visto a alguien disparando el arma.

—Decía tonterías.

—¿Por qué?

—¿Usted quiere decir por qué insultó a su padre? Para mortificarle. Desde que Hoffman levantó la mano contra ella siempre existió resentimiento entre ambos. En cuanto comenzaban a discutir, no había ofensa que ella no utilizara contra él.

—¿Helen nombró al testigo?

—¿Cómo iba a hacerlo? No existía semejante persona. Mi marido la desafió a mencionar a alguien. Ella admitió que no podía, que sólo había hablado por hablar.

—Tuvo que hacerlo. Hoffman la obligó.

—No obstante, Helen jamás se retractó de lo que había dicho.

—¿Es posible que la misma Helen fuera la testigo?

—Es una locura y usted lo sabe. ¿Cómo podía ser testigo de algo que nunca ocurrió?

Había un filo estremecedor en su certidumbre.

—Deloney está muerto, recuerde. Y lo mismo Helen. Esto tiende a confirmar las cosas que su hija dijera a sus amigos antes de morir.

—¿Acerca de Bridgeton?

—Sí.

Cayó en un nuevo silencio. Más allá del puerto, comenzaba la niebla. Temí estrellarme y disminuí la velocidad. La señora Hoffman continuaba con la vista fija en el pasado, como si sintiera la mano de Bridgeton que la aferraba. Tras una pausa, observó:

—Espero que Hoffman no se emborrache. No es bueno para su presión. Me culparé a mí misma en el caso de que le pase algo.

—Uno de los dos tenía que venir.

—Lo supongo. De todos modos, Bert le acompaña y, sea lo que fuere en otros aspectos, no es un borracho.

—¿De modo que el ex marido de Helen está con el señor Hoffman?

—Sí. Vino de Maple Park esta mañana y me llevó en el coche al aeropuerto. Bert es un buen muchacho. No debería hablar de él como de un muchacho, porque es un hombre de cuarenta años, pero siempre ha parecido más joven de lo que es.

—¿Enseña en Maple Park?

—Así es, pero aún no ha logrado graduarse. Ha estado trabajando en ello por espacio de años. Es profesor de periodismo y de inglés, y colabora en el periódico de la escuela. Cuando Helen le conoció, era periodista.

—Ella tenía diecinueve años.

—Tiene usted buena memoria. Se entendería con Hoffman. El segundo nombre de mi marido es Memoria. Hubo un tiempo, antes de que se produjera la expansión que trajo la guerra, en que conocía todos los edificios de Bridgeton. Cada fábrica, cada depósito, cada residencia. Uno podía elegir cualquier casa en cualquier calle y él estaba en condiciones de decir quién la había construido y quién era el propietario. Era capaz de informar, sin equivocarse, quién vivía, cuántos niños había en la casa, qué entradas tenían sus habitantes y todos los datos que se desearan conocer. No estoy exagerando, pregunte a sus compañeros policías. Ellos le vaticinaban grandes éxitos, pero nunca fue más allá de teniente.

Me pregunté por qué los brillantes augurios no se habían cumplido. La señora Hoffman dio una especie de respuesta, y sospeché que era más una leyenda que una realidad.

—Helen heredó la memoria de su padre. Eran mucho más parecidos de lo que ambos se mostraban dispuestos a admitir. Y, por debajo de los desacuerdos que les separaban, se querían con verdadera locura. Cuando Helen abandonó el hogar, y jamás le dirigió una carta, mi marido sintió que el corazón se le hacía pedazos. Aunque nunca preguntó por ella, vivía rumiando sus propios pensamientos. Desde entonces no volvió a ser el mismo hombre.

—¿Helen se casó con Bert Haggerty en seguida?

—No, le tuvo esperando durante cinco o seis años. Bert permaneció la mayor parte de este tiempo en el ejército. Se comportó muy bien durante la guerra. Muchos hombres, durante la guerra, se comportaron muy bien, lo que nunca hicieron ni antes ni después. Durante un tiempo mi yerno estuvo lleno de confianza en sí mismo. Pensaba escribir un libro, publicar su propio periódico y llevar a mi hija a Europa en luna de miel. Fueron a Europa —yo les di algo de dinero para el viaje—, pero ésa fue la única parte de sus planes que se cumplió. Nunca logró establecerse de manera definitiva y, cuando por fin lo hizo, era demasiado tarde. La primavera pasada separaron sus caminos. No me agradó tal decisión, pero no puedo culpar a Helen. Mientras estuvieron casados, mi hija siempre se comportó mejor que él. Y diré una cosa en favor de Helen: tenía clase.

—Estoy de acuerdo.

—Sin embargo, quizá hubiera hecho mejor quedándose con Bert. ¿Quién lo sabe? Tal vez esto no hubiera ocurrido. A veces pienso que un hombre cualquiera es mejor que ninguno.

Más tarde, cuando ya entrábamos en Pacific Point, agregó:

—¿Por qué no pudo Helen casarse con un hombre honrado? Tenía inteligencia, buen aspecto y clase, y a pesar de todo jamás consiguió atraer a un hombre honesto.

Sentí sus ojos fijos en mi perfil, intentando trazar el contorno del continente perdido de la vida de su hija.