Alex y su padre dejaron vacante su habitación y se marcharon. No les vi partir, pero oí el ruido de los motores de sus automóviles, apagado con rapidez por la niebla. Me senté y me relajé, al tiempo que me decía que debía haber manejado el asunto en forma más acertada. Kincaid era un hombre amedrentado que valoraba su situación de la misma forma en que las generaciones anteriores evaluaban su alma.
Conduje el coche hasta Foothill, para ir a casa de Bradshaw. Era probable que el decano resultara otra caña fácil de quebrar, pero tenía dinero y había demostrado cierta simpatía por Dolly, por encima de su interés oficial en el caso. No abrigaba el menor deseo de continuar el asunto por mí mismo. Necesitaba un apoyo, preferentemente alguien que tuviera algún peso desde el punto de vista local. Alice Jenks respondía a tal requerimiento, poco más o menos, pero no la deseaba como cliente.
Un agente se encontraba de guardia junto a la casa de la portería. No me permitió que echara una mirada, pero no puso objeciones a que fuera al edificio principal. La española María me abrió la puerta.
—¿Está el doctor Bradshaw?
—No, señor.
—¿Dónde puedo encontrarle?
La mujer se encogió de hombros.
—No sé —repuso—. Creo que la señora Bradshaw dijo que el doctor estaría ausente durante el fin de semana.
—Es extraño. Me gustaría hablar con la señora Bradshaw.
—Veré si está ocupada.
Entré sin que me invitara a hacerlo y me senté en una silla dorada, en el vestíbulo de entrada, mientras María iba al piso superior. Al cabo de un rato volvió y me dijo que la señora bajaría en seguida.
Transcurrió por lo menos media hora antes de que se acercara cojeando. Se había peinado con esmero su pelo gris, se había empolvado sus mejillas y puesto un vestido con un cuello de encaje en su fláccida garganta, el cual estaba sostenido por medio de un broche de brillantes. Cuando me hizo el obsequio de su mano, me pregunté si todos esos adornos serían en mi propio beneficio.
La vieja dama pareció que se alegraba de verme.
—¿Cómo está, señor… es el señor Archer, verdad? He estado esperando que alguien llamara. Esta niebla hace que uno se sienta tan aislado… y sin chófer…
Escuchó la nota de queja que se alzaba en su voz y la cortó de cuajo.
—¿Cómo está la muchacha? —preguntó con viveza.
—Bajo asistencia médica. El doctor Godwin cree que está mejor que anoche.
—Bueno. Le encantará saber —observó con una mirada brillante e irónica— que yo también me encuentro en cierto modo mejor que anoche. Mi hijo me informó esta mañana que llevé a cabo una de mis exhibiciones, como él las llama. Con franqueza, me sentí muy trastornada. La noche no es mi mejor momento.
—Fue una noche terrible para todos.
—Y yo una vieja egoísta. ¿No es eso lo que está pensando?
—La gente no parece cambiar mucho con los años.
—Lo que acaba de decir tiene todas las apariencias de un insulto —replicó, aunque sonreía casi con un gesto coqueto—. Usted sugiere que siempre he sido así.
—Usted lo sabe mejor que yo.
Se puso a reír sin reservas. No era una risa alegre, pero en ella había humor.
—Usted es un hombre arriesgado y, además, brillante. Me gustan los jóvenes brillantes. Acompáñeme al escritorio y haré que le sirvan un trago.
—Gracias, pero no puedo entretenerme…
—Entonces, me sentaré aquí.
Se acomodó con cuidado en una silla dorada.
—Es posible que mis cualidades morales no hayan empeorado. Mi capacidad física por cierto que sí. Esta niebla es muy mala para mi artritis.
Tras una pausa, agregó con un elegante movimiento de cabeza:
—Pero no debo lamentarme. Prometí a mi hijo, como penitencia por lo de anoche, que pasaría un día entero sin pronunciar una sola palabra de queja.
—¿Cómo lo está haciendo?
—No demasiado bien —contestó, con su sonrisa torcida y arrugada—. Esto es como un solitario de cartas: uno siempre hace un poco de trampa. ¿O usted no lo hace?
—No hago solitarios.
—No sabe lo que se pierde. Me ayuda a llenar los días. Bien, no le retendré más, si tiene algo que hacer.
—Necesito al doctor Bradshaw. ¿Me podría informar de dónde podré ponerme en contacto con él?
—Roy se fue a Reno en avión esta mañana.
—¿A Reno?
—No para jugar, se lo aseguro. No tiene la menor inclinación por el juego. A veces pienso que es cauteloso al extremo. Roy es un poco el niño mimado de mamá. ¿No lo cree así?
Me miró con una ironía poco clara, sin ningún embarazo por su complicidad en ello.
—Me sorprende un poco el hecho de que se fuera, en medio de este caso de asesinato.
—Lo mismo me pasó a mí, pero no hubo modo de retenerle. No es que haya intentado apartarse del problema. Ocurre que se está realizando, en la Universidad de Nevada, una conferencia de decanos de las universidades pequeñas. Lo han estado proyectando desde hace meses y Roy está inscrito como uno de los principales oradores. Creyó que su asistencia era un deber, pero yo pude comprobar muy bien hasta qué punto se sentía ansioso de ir. Mi hijo se interesa por la opinión pública, siempre ha tenido algo de actor, pero de todos modos no es tan terriblemente aficionado a las responsabilidades que se siguen de ello.
Yo estaba intrigado, divertido y un poco emocionado por su realismo. La señora Bradshaw parecía disfrutar del momento. La conversación era algo más agradable que los solitarios.
La anciana se puso de pie con un crujido y se inclinó sobre mi brazo.
—Es mejor que me acompañe al escritorio. Aquí hay corrientes de aire. Usted me gusta, joven.
Ignoraba si esto era una bendición o un insulto. Se rió en mi cara, como si leyera mis dudas
—No tema. No me lo comeré.
Puso énfasis en la palabra «no», como si se hubiera comido a su hijo en el desayuno.
Nos trasladamos al escritorio y nos sentamos, frente a frente, en las sillas de cuero y de alto respaldo. Llamó a María y pidió un highball para mí. Luego se inclinó y examinó los estantes colmados de libros. Las falanges de publicaciones parecieron recordarle la importancia de Bradshaw.
—No me interprete mal. Amo a mi hijo profundamente y estoy orgullosa de él. Orgullosa de su aspecto físico y orgullosa de su cerebro. Se graduó en Harvard summa cum laude y obtuvo un doctorado con las más altas calificaciones. Uno de estos días será rector de una gran universidad o presidente de una fundación de prestigio.
—¿Es ambicioso o lo es usted?
—Lo fui, aunque por él. A medida que creció la ambición en Roy, en mí fue disminuyendo. En la vida hay cosas mucho mejores que trepar sin descanso por una ladera interminable. No he renunciado por entero a la esperanza de que se case.
Me encandiló con una mirada de sus ojos brillantes.
—¿Sabe que mi hijo gusta a las mujeres?
—Estoy seguro.
—Estaba comenzando a persuadirme a mí misma de que él se interesaba por la señorita Haggerty. Nunca vi que prestara tanta atención a ninguna otra mujer.
Dijo la última frase con un tono tal, que se transformó en pregunta.
—Me contó que había salido con ella varias veces, pero también me confesó que no eran íntimos en ningún sentido. La reacción del doctor Bradshaw ante su muerte confirma sus palabras.
—¿Cuál fue su reacción?
Yo había sonsacado cosas a mucha gente, de modo que en seguida me daba cuenta cuando alguien deseaba hacer lo mismo conmigo.
—Me refiero a su reacción en general. Si hubiera sentido algo verdadero por Helen Haggerty no habría volado a Reno esta mañana, con conferencia de decano o sin ella. Se habría quedado aquí, en Pacific Point, tratando de descubrir al culpable.
—Parece usted bastante descorazonado con respecto a este asunto.
—Deseo que su hijo me ayude. Creí entender que él está bastante interesado en Dolly Kilcaid.
—Lo está. Ambos lo estamos. En efecto, durante el desayuno, Roy me pidió que hiciera todo lo posible por esa muchacha. Pero ¿qué puedo hacer?
Extendió sus manos agarrotadas, en una demostración cabal de su impotencia.
María entró con mi highball tintineante, me lo alcanzó sin ceremonias y preguntó a su patrona si deseaba algo más. La respuesta fue negativa. Comencé a saborear mi bebida, al tiempo que me preguntaba si la señora Bradshaw sería un cliente manejable, siempre que llegara a ser mi cliente. Tenía dinero, muy bien. Los brillantes que centelleaban en su cuello pagarían mis servicios por espacio de varios años.
—Usted puede contratarme —sugerí.
—¿Contratarle?
—Si se propone realmente hacer algo por Dolly, en vez de permanecer ahí sentada, jugando con la idea. ¿Usted cree que nos entenderíamos?
—Me entendía con los hombres cuando usted dormía en su cuna, señor Archer. ¿Acaso pretende sugerir que soy incapaz de entenderme con la gente?
—Parece que el que no puede soy yo. Alex Kincaid acaba de despedirme, con la firme asistencia de su padre. Se niegan a compartir los problemas de Dolly, ahora que las acciones están en baja.
Sus negros ojos relampaguearon.
—Me di cuenta en un segundo de lo que es ese muchacho. No es otra cosa que un marica.
—Carezco de los recursos económicos necesarios para hacerlo por mí mismo. Además, no es una buena práctica. Necesito que alguien me respalde, preferentemente una persona dotada de influencia local y… seré franco… de una suculenta cuenta bancaria.
—¿Cuánto me costaría?
—Depende de la duración del caso y de las ramificaciones que desarrolle. Cobro cien dólares diarios y los gastos. También tengo un grupo de detectives en Reno, los cuales trabajan en una pista que tal vez resulte explosiva.
—¿Una pista en Reno?
—Se inició aquí, anoche.
Le conté la historia del hombre del descapotable, cuya propietaria, la señora Sally Burke, tenía muchos amigos íntimos. La anciana se fue inclinando en la silla a medida que crecía su interés.
—¿Por qué la policía no está siguiendo esa pista?
—Tal vez lo haga. Si es así, no sé nada al respecto. Al parecer, los policías creen en la culpabilidad de Dolly y consideran todo lo demás como algo inútil. Así, las cosas resultan más simples.
—¿Usted no acepta esa idea?
—No.
—¿A pesar del revólver que encontraron en su cama?
—De modo que conocía ese dato.
—El sheriff Crane me enseñó el arma esta mañana. Deseaba saber si la reconocía. Por supuesto, jamás la había visto. Aborrezco la sola vista de las armas de fuego. Nunca permití que Roy tuviera alguna.
—¿Y no tiene idea del propietario de ésta?
—No, pero el sheriff se mostró seguro de que pertenecía a Dolly y que, en consecuencia, el hecho la ataba al asesinato.
—No tenemos el menor indicio para afirmar que el revólver es de la muchacha. Si lo fuera, el último lugar que escogería para esconderlo es el colchón de su cama. Su marido niega que lo haya ocultado allí y él estuvo con ella de manera continua, desde que la chica volvió a la casa de la portería. Por otra parte, es necesario tener en cuenta otro aspecto del problema. Aún no existen pruebas definitivas de que sea ésa el arma del crimen.
—¿En serio?
—Totalmente. Habrá que llevar a cabo ciertas demostraciones balísticas, las cuales no se realizarán hasta el lunes. Si la suerte me sigue acompañando, creo que por entonces estaré en condiciones de arrojar más luz sobre la situación.
—¿Ya ha elaborado una teoría definitiva sobre el caso, señor Archer?
—Tengo la idea de que las ramificaciones de este asunto van mucho más allá de Dolly. No fue ella quien amenazó de muerte a la señorita Haggerty. La muerta habría reconocido su voz, puesto que eran amigas íntimas. Creo que Dolly fue a su casa para pedirle consejo acerca de si debía o no reunirse con su marido. Tropezó con el cadáver y se dejó ganar por el pánico. Todavía sigue dominada por él.
—¿Por qué?
—No estoy preparado para explicarlo. Quiero internarme algo más en los antecedentes de la muchacha. También deseo conocer el pasado de Helen Haggerty.
—Podría resultar interesante —observó, como si considerara la posibilidad de ver una película—. ¿Cuánto me costaría todo esto?
—Mantendré el precio tan bajo como sea factible, a pesar de lo cual puede sobrepasar los miles, dos, tres e, incluso, cuatro.
—Resulta una penitencia bastante cara.
—¿Una penitencia?
—Por mi egoísmo pasado, presente y futuro. Lo pensaré, señor Archer.
—¿Cuánto tiempo necesitará para pensarlo?
—Llámeme esta noche. Roy me telefoneará a la hora de la cena. Lo hace todas las noches cuando está ausente. No estaré en condiciones de darle una respuesta hasta que no hable con él sobre el problema.
Mientras acariciaba los brillantes de su cuello, dijo con expresión algo preocupada:
—Vivimos sobre la base de un presupuesto mucho más limitado de lo que usted pueda suponer.