La niebla se había disipado un tanto a lo largo de la costa, pero aún no era posible ver el sol, sólo un resplandor blanquecino indefinido que hería los ojos. El muchacho del Mariner’s Rest Motel me comunicó que Alex se había ido en un Chrysler nuevo, con un caballero mayor que él. Su automóvil rojo deportivo se hallaba todavía en el aparcamiento y el muchacho no había pagado la cuenta.
Compré un sandwich en un bar por el que pasé y me lo comí en mi cuarto. Luego llamé por teléfono, en vano, un par de veces. El operador telefónico del tribunal me dijo que no había la menor oportunidad de obtener una copia del juicio, ya que todo estaba cerrado durante el fin de semana. Llamé a la oficina de Gil Stevens, el abogado que había defendido sin éxito a McGee. Me anunciaron que se encontraba en Balboa. No, no sería posible llegar hasta allí. El señor Stevens permanecería en su yate hoy y mañana.
Decidí hacerle una visita a Jerry Marks, el joven abogado que había actuado como defensor de la señora Perrine. Su oficina estaba en un centro comercial nuevo, no lejos del Mariner’s Rest Motel. Jerry era soltero y ambicioso y, por lo tanto, bien podría estar en su bufete un sábado después del mediodía.
La puerta del frente se encontraba abierta y entré en la sala de espera, la cual estaba amueblada con madera de arce. El cubículo de la secretaria, detrás de la media pared acristalada de la izquierda, se veía vacío en razón del fin de semana, pero Jerry Marks se encontraba en la oficina interior.
—¿Cómo está, Jerry?
—Muy bien.
Me observó con desconfianza, por encima del libro que estaba leyendo, un enorme tomo titulado Principios de la evidencia criminal. No poseía mucha experiencia en la práctica legal criminal, pero era competente y honesto. Su vulgar cara de europeo central era afectuosa y estaba iluminada por un par de ojos castaños e inteligentes.
—¿Cómo está la señora Perrine?
—No la he visto desde que la pusieron en libertad y no espero hacerlo. Muy rara vez me pongo en contacto con mis ex clientes. Para ellos huelo demasiado a tribunal.
—Me ocurre lo mismo. ¿Está libre?
—Sí. Y pienso seguir de esa manera. Me prometí un fin de semana dedicado al estudio, asesinato o no asesinato.
—De modo que ha oído hablar sobre la muerte de Helen Haggerty.
—Por supuesto, la noticia ha corrido por toda la ciudad.
—¿Qué ha oído?
—No mucho, en realidad. Alguien del tribunal contó a mi secretaria que una joven estudiante de la universidad le disparó un tiro. Olvidé el nombre.
—Dolly Kincaid. Su marido es mi cliente. Ella se encuentra en un sanatorio, bajo atención médica.
—¿Psicópata?
—Depende de su definición de psicópata. Es un asunto complejo, Jerry. Dudo de que esté loca desde un punto de vista legal, según la ley McNaghten. Por otra parte, también dudo de que haya sido ella la autora del disparo.
—Está tratando de interesarme en el caso —dijo con un tono de sospecha.
—No estoy tratando de hacerle nada. En realidad, he venido en busca de información. ¿Qué opina acerca de Gil Stevens?
—Es el viejo maestro local. Recurra a él.
—Está fuera de la ciudad. En serio, ¿es un buen abogado?
—Stevens es el criminalista de más éxito de todo el condado. Tiene que ser bueno. Conoce la ley y conoce a los jurados. Pone en escena algunas triquiñuelas de tribunal pasadas de moda, que yo no emplearía. Es un actor, cargado de emoción. El sistema produce óptimos resultados. No recuerdo un solo caso importante que haya perdido.
—Yo sí. Hace diez años defendió a un hombre llamado Thomas McGee, el cual fue hallado culpable de haber asesinado a su mujer de un tiro.
—Eso fue anterior a mi época.
—Dolly Kincaid es la hija de McGee. La muchacha fue el testigo clave de la acusación en el juicio de su padre.
Jerry silbó.
—Ya me doy cuenta de lo que quiere decir cuando habla de complejo —tras una pausa, agregó—: ¿Quién es el médico?
—Godwin.
Frunció los labios abultados y observó:
—Procedería con suma cautela con él.
—¿Qué quiere decir?
—Estoy seguro de que es un buen psiquiatra, pero quizá no tanto en el departamento forense. Se trata de un hombre muy brillante y que no oculta su luz bajo un fanal. En efecto, a veces actúa como el dueño de la situación. Y esto hace que la gente se obstine, en especial si su nombre es Gahagan y está sentado en el sillón del tribunal supremo del estado. De modo que yo le utilizaría con suma parquedad.
—No puedo controlar el uso que se haga de él.
—Es verdad, pero puede advertir al abogado de la muchacha.
—Las cosas serían mucho más simples si el abogado fuera usted. Hoy no he tenido la menor oportunidad de hablar con su marido, pero creo que aceptará mi recomendación. A propósito, su familia no es pobre de solemnidad.
—No estaba pensando en el dinero —replicó Jerry con una voz fría—. Me prometí a mí mismo que dedicaría este fin de semana a los libros.
—Helen Haggerty debió escoger otro fin de semana para que le dispararan un tiro.
La frase surgió con mayor fuerza de lo que me había propuesto. Mi propio fracaso en el esfuerzo de hacer algo por Helen me estaba royendo las entrañas. Jerry me contempló con expresión intrigada.
—¿Este caso significa un asunto personal para usted?
—Parece que sí.
—Muy bien, muy bien —dijo—. ¿Qué desea que haga?
—Mantenerse a mi disposición, por el momento.
—Estaré aquí toda la tarde. Después, mi servicio de llamadas telefónicas podrá ponerse en contacto conmigo.
Le di las gracias y regresé al Mariner’s Rest Motel. La habitación de Alex, contigua a la mía, aún se encontraba vacía. Me puse en comunicación con mi propio servicio de llamadas en Hollywood. Arnie Walters había dejado su número para que le telefoneara a Reno.
Arnie no se encontraba en su oficina, pero sí su mujer y socia, Phyllis. Su exuberante femineidad zumbó a través del hilo.
—No le veo nunca, Lew. Todo cuanto oigo es su voz por teléfono. Al parecer, usted ya no existe. Se ha limitado a grabar algunos discos en un buen número de años atrás y, de tiempo en tiempo, alguien los pone para mí.
—¿Cómo explica el hecho de que hable? Como ahora, por ejemplo.
—Por la electrónica. Todo aquello que no entiendo me lo explico electrónicamente. Eso me salva de meterme en complicaciones. Pero ¿cuándo le veré?
—Este fin de semana, siempre que Arnie haya encontrado la pista del conductor del descapotable.
—Aún no lo ha hecho, pero conoce a la propietaria. Se trata de la señora Sally Burke y vive aquí, en Reno. Afirma que le robaron el coche hace un par de días. Arnie no cree que sea verdad.
—¿Por qué no?
—Es muy intuitivo. Además, ella no denunció el supuesto robo. Más aún, tiene amigos íntimos de varios tipos. En este momento Arnie está tratando de averiguar algo acerca de ellos.
—Está bien.
—Imagino que es algo importante —observó Phyllis.
—Se trata de un caso de doble asesinato, tal vez triple. Mi cliente es una muchacha que tiene problemas emocionales. Es probable que la arresten hoy o mañana, por algo que, sin la menor duda, no hizo.
—Usted parece muy apasionado.
—Tengo este caso debajo de la piel. Además, ignoro dónde estoy.
—Nunca escuché que usted admitiera eso, Lew. De todos modos, antes de que usted llamara, estaba pensando que tal vez fuera conveniente que me pusiera en contacto con Sally Burke. ¿Le parece una buena idea?
—Excelente.
Phyllis era una ex detective de la agencia Pinkerton con todo el aspecto de una ex corista.
—Recuerde que la señora Burke y sus compañeros de juerga pueden ser extremadamente peligrosos. Tal vez anoche asesinaran a una mujer.
—No a la que habla. Tengo muchos motivos para desear vivir.
Se refería a Arnie.
Cambiamos algunas bromas más, en el curso de las cuales oí el ruido de gente que entraba en la habitación de Alex. Después de despedirme de Phyllis, me arrimé a la pared y me puse a escuchar. La voz de Alex y la de otro hombre subieron de tono en una discusión y, por cierto, no había necesidad de contar con un micrófono para averiguar el tema de la pelea. El otro individuo pretendía que el muchacho abandonara aquel embrollo y regresara al hogar. Entonces, llamé a la puerta.
—Deja que los maneje yo —dijo el otro, como si estuviera esperando a los policías.
Salió. Era un hombre más o menos de mi edad, atractivo a su manera, con una cara delgada, ojos pequeños y brillantes y una mandíbula belicosa. Se advertía en él la marca de la organización, algo así como si utilizara unos arreos invisibles debajo de su traje gris tradicional.
También mostraba cierta desesperación. Sin siquiera preguntarme quién era, dijo:
—Soy Frederick Kincaid y usted no tiene derecho a acosar a mi hijo. Él nada tiene que ver con esa muchacha y sus crímenes. Se casó con Alex sobre la base de falsas apariencias. El matrimonio en cuestión no duró siquiera veinticuatro horas. Mi hijo es un joven respetable…
Se adelantó y tomó a su padre por el brazo. Su cara ofrecía un aspecto miserable a causa de la confusión.
—Es mejor que entres, papá. Es el señor Archer.
—Conque Archer, ¿no? Tengo entendido que usted ha mezclado a mi hijo en este asunto…
—Al contrario. Fue él quien me contrató.
—Pues bien, en este mismo momento le despido.
Su voz sonaba como la de un hombre habituado a cumplir semejante función.
—Hablaremos acerca del tema —repuse.
Los tres nos empujamos en el umbral. Papá Kincaid no quería que yo entrara en el cuarto. La escena estuvo a punto de desembocar en una pelea. Cada uno de los tres se sentía dispuesto a golpear al menos a uno de los restantes. Me abrí camino hacia la habitación y me senté en una silla, con la espalda vuelta hacia la pared.
—¿Qué ha ocurrido, Alex? —quise saber.
—Papá oyó por radio la mención de mi nombre. Telefoneó al sheriff y averiguó dónde estaba. Crane acaba de llamar. Han encontrado el arma.
—¿Dónde?
Alex demoró la respuesta, como si las palabras que estaban dentro de su boca tuvieran la virtud de convertir el problema en algo más real cuando las dejara brotar. Su padre contestó por él:
—Donde la escondió ella, debajo del colchón de la cama, en esa pequeña cabaña en la que estaba viviendo…
—No es una cabaña —lo interrumpió Alex—. Es la casa de la portería.
—No me contradigas, Alex.
—¿Ha visto el arma? —pregunté.
—La vimos ambos. El sheriff quiso que Alex la identificara, lo que, como es natural, él no pudo hacer. Ni siquiera sabía que la muchacha tuviera un arma.
—¿Qué clase de arma es?
—Un revólver Smith y Wesson, calibre treinta y ocho, con empuñadura de nogal. Viejo, pero en bastante buenas condiciones. Es probable que lo haya comprado en una casa de empeños,
—¿Es la teoría de la policía?
—El sheriff mencionó la probabilidad.
—¿Cómo sabe Crane que es de ella?
—Lo encontraron debajo del colchón de su cama, ¿no es así?
Kincaid hablaba como el fiscal acusador en un caso y apelaba a ese sistema para controlar a su hijo.
—¿Quién otro podría haberlo escondido allí?
—En la práctica, nadie más. La puerta de la casa se encontraba abierta, anoche, ¿verdad, Alex?
—Lo estaba cuando llegué allí.
—Deja que hable yo —le amonestó su padre—. Tengo más experiencia en este tipo de asuntos.
—Esa experiencia no le servirá de nada. Su hijo es un testigo y yo estoy tratando de ir a los hechos.
Se irguió, con las manos en las caderas, vibrante.
—Mi hijo no tiene nada que ver en este caso.
—No intente engañarse a sí mismo. Alex está casado con la muchacha.
—Ese matrimonio no tiene sentido… Fue un impulso infantil, que no alcanzó a durar un día entero. Voy a conseguir la anulación. Según me ha dicho Alex, ni siquiera se consumó.
—No podrá anularlo.
—No me diga lo que puedo o no hacer.
—Sin embargo, se lo diré. Todo cuanto será capaz de hacer es anularse usted y a su hijo. En un matrimonio hay algo más que la consumación sexual o los tecnicismos legales. Su matrimonio es verdadero, porque Alex lo siente así.
—Él desea liberarse.
—No lo creo.
—No obstante, así es. ¿No es cierto, Alex, que quieres regresar a casa conmigo y con tu madre? Ella está terriblemente angustiada. Su corazón ha comenzado a galopar otra vez.
Kincaid lo estaba arrojando todo sobre su hijo, menos el fregadero de la cocina.
Alex paseó la vista de su padre a mí y repuso:
—No lo sé. Sólo deseo hacer lo correcto.
Kincaid comenzó a decir algo que, con toda probabilidad, se refería al fregadero de la cocina, pero le interrumpí:
—Entonces, responda una o dos preguntas. Cuando anoche Dolly llegó corriendo a la casa de la portería, ¿llevaba un arma?
—No vi ninguna.
Kincaid intervino:
—Es posible que la tuviera debajo de sus ropas.
—¡Cállese, Kincaid! —le ordené con calma, desde mi posición en la silla—. No formulo objeción alguna al hecho de que usted sea un bastardo sin sangre. Es obvio que no puede evitarlo. Pero me opongo a sus intentos de transformar a Alex en algo parecido. Por lo menos, déjele que elija.
Kincaid farfulló un par de frases y se apartó de mí. Alex, sin mirar a ninguno de nosotros dos, objetó:
—No trate a mi padre de esa manera, señor Archer.
—Muy bien. Dolly llevaba un pullóver, una falda y una blusa. ¿Algo más?
—No.
—¿Llevaba una cartera?
—Creo que no.
—Piense.
—No llevaba.
—De modo que resultaba difícil que pudiera ocultar un revólver del calibre treinta y ocho. ¿Usted la vio cuando lo escondía debajo del colchón?
—No.
—¿Y usted permaneció con ella todo el tiempo, desde que llegó hasta que la condujeron al sanatorio?
—Sí. Estuve con ella todo el tiempo.
—Entonces, resulta bastante claro que no es el revólver de Dolly o, al menos, que no fue la muchacha quien lo ocultó debajo del colchón. ¿Tiene alguna idea acerca de quién pudo haber sido?
—No.
—Usted afirmó que es el arma del crimen. ¿Cómo establecieron esta evidencia? No hubo tiempo para realizar las pruebas balísticas.
Kincaid habló desde el rincón en el que había refugiado su malhumor:
—Es el calibre que corresponde a la herida y, recientemente, se había disparado una bala. Esto apoya la idea de que se trata del revólver que ella utilizó.
—¿Usted lo cree, Alex?
—No lo sé.
—¿Han interrogado a Dolly?
—Se proponen hacerlo. El sheriff dijo algo acerca de esperar hasta que comprueben la suposición con la evidencia balística, el lunes.
Si lo que Alex decía era verdad, el asunto me proporcionaría un poco de tiempo. Las presiones ejercidas sobre el pobre muchacho durante la noche y la mañana, amén de la incertidumbre de las tres semanas últimas, le habían aplastado. Parecía estar fuera de sus cabales.
—Creo que todos deberíamos esperar —dije— antes de formular una opinión sobre su mujer. Aun en el caso de que sea culpable, cosa que dudo con firmeza, usted tiene la obligación de prestarle toda la ayuda y el apoyo que pueda.
—Él no tiene ninguna obligación —intervino Kincaid—. Ni una sola. Ella se casó con él en forma fraudulenta. Le mintió una y otra vez.
Frené mi voz y mi temperamento.
—Aún necesita atención médica y le hace falta un abogado. Conozco a un buen abogado local, dispuesto a tomar el caso en sus manos, pero no puedo contratarle por mí mismo.
—Usted está haciendo muchas cosas por su cuenta, ¿verdad?
—Alguien tiene que asumir las responsabilidades. En la actualidad hay una buena cantidad de ellas, flotando a nuestro alrededor y perdidas. No es posible evitarlas con la actitud de arrastrarse dentro de un agujero y empujar el agujero con uno. La muchacha está en dificultades y, le guste o no, es un miembro de su familia.
Al parecer, Alex escuchaba, pero no me sentía muy seguro de que me oyera. Su padre sacudió la estrecha cabeza gris.
—Ella no es un miembro de mi familia, y voy a decirle algo definitivo. No permitiré que esa chica se lleve a mi hijo al infierno. Y tampoco usted.
Se volvió a Alex.
—¿Cuánto le has pagado a este hombre?
—Doscientos.
Kincaid me dijo:
—Ha sido pagado con generosidad, con exageración. Ya ha oído que le he despedido. Ésta es una habitación privada y si persiste en su actitud de intruso llamaré al gerente. En caso de que él no logre convencerle, llamaré a la policía.
Alex me miró y levantó las manos, no demasiado alto, en un gesto de impotencia. Su padre le rodeó los hombros con un brazo.
—Estoy haciendo lo mejor para ti, hijo. Tú no perteneces a esa gente. Regresaremos a casa y le daremos una alegría a mamá. Después de todo, me imagino que no querrás llevarla a la tumba.
La última frase resultó suave y oportuna. Remachó el clavo. Alex no volvió a dirigirme una sola mirada. Volví a mi habitación y llamé por teléfono a Jerry Marks, para comunicarle que había perdido a mi cliente y, en consecuencia, al suyo. Jerry pareció disgustarse.