A mitad de la subida por el camino del collado, surgí a la luz del sol. Abajo, la niebla era como un mar de agua blanca entre las montañas. Desde lo alto del collado, donde me detuve por espacio de un momento, otras elevaciones eran visibles en el horizonte.
El amplio valle intermedio estaba lleno de luz. El ganado pastaba en medio de los robles de las laderas. Una nidada de perdices marchaba cruzando la carretera, delante de mi coche, como pequeños y vacilantes soldados cubiertos de pluma. Olí el aroma del heno recién cortado y tuve la sensación de que me hallaba en un escenario pastoril, donde nada había cambiado en cien años.
La ciudad de Indian Springs no disipó del todo la impresión, aunque exhibía estaciones de servicio y restaurantes, en los que podían pedirse hamburguesas y tacos. Conservaba un poco la atmósfera del Oeste de los viejos tiempos, y más que un poco de la antigua pobreza, tostada al sol, de las zonas occidentales. Mujeres envejecidas prematuramente vigilaban a sus chiquillos morenos desde las puertas de sus casas de adobe a punto de derrumbarse. Casi todos los vagabundos que andaban por la calle principal tenían rasgos indios bajo sus sombreros de ala ancha. Estandartes con la propaganda de los Días del Antiguo Rodeo colgaban sobre sus cabezas.
Alice Jenks vivía en una de las casas más importantes de lo que parecía ser la mejor calle. Era un edificio blanco de dos pisos, con un amplio porche abajo y otro arriba, separado de la acera por una superficie de césped suave y verde. Caminé por esa alfombra mullida y me apoyé en un pimentero, al tiempo que me abanicaba con el sombrero. Había llegado con cinco minutos de adelanto.
Una mujer bastante imponente, con un vestido azul, apareció en la galería. Me miró como si fuera un ladrón que intentara deslizarse con habilidad en su casa, a las once de la mañana. Bajó los peldaños y se acercó a mí, a lo largo de la pared. El sol brillaba en los cristales de sus gafas y actuaba en sus ojos como un reflector.
De cerca, no resultaba tan imponente. Sus ojos castaños, detrás de las gafas, se veían tensos y llenos de ansiedad. Su pelo estaba estriado de gris. Su boca era inesperadamente generosa e, incluso, suave, pero se hallaba oprimida como una cosa viva entre dos líneas duras que arrancaban de la base de su nariz. El rígido vestido azul, que se curvaba como una coraza sobre su pecho monolítico, estaba pasado de moda y le daba un aspecto general de desaliño. El sol del valle había dado a su piel una consistencia áspera y rugosa.
—¿Es usted el señor Archer?
—Sí. ¿Cómo está, señorita Jenks?
—Sobreviviré.
Su apretón de manos fue igual que el de un hombre.
—Acompáñeme al porche. Podemos hablar allí.
Sus movimientos, lo mismo que su modo de hablar, eran tan bruscos que sugerían un nerviosismo agudo, pero un nerviosismo mantenido bajo un firme control, tal vez a lo largo de toda una vida. Me señaló una tumbona de lona y se sentó en una silla de caña, frente a mí y de espaldas a la calle. Tres niños mexicanos, montados sobre una bicicleta semidestruida, rodaban de una manera tan insegura que parecían equilibristas sobre un alambre.
—No sé con exactitud qué es lo que desea de mí, señor Archer. Parece que mi sobrina está metida en un problema muy serio. Esta mañana he hablado por teléfono con un amigo del tribunal…
—¿El sheriff?
—Sí. Cree que Dolly se oculta.
—¿Le dijo al sheriff Crane dónde se encuentra la muchacha?
—Sí. ¿Es que no debí haberlo hecho?
—Crane trotó de inmediato al sanatorio para interrogarla. El doctor Godwin no se lo permitió.
—El doctor Godwin es un hombre demasiado especial para tomar los asuntos en sus propias manos. Creo que la gente que tiene dificultades no debe ser mimada, protegida y envuelta en algodones, y lo que sostengo para el resto del mundo sigue siendo verdadero para mi propia familia. Siempre hemos sido una familia respetuosa de la ley y, si Dolly está escondiendo algo, su obligación es revelarlo. Opino que hay que decir la verdad y dejar que las astillas caigan donde puedan.
Era casi un discurso. Parecía estar renovando su viejo desacuerdo con Godwin acerca del testimonio de Dolly durante el proceso.
—Esas astillas pueden resultar muy duras a veces, sobre todo cuando caen sobre alguien a quien se ama.
Me observó. Su sensitiva boca estaba rígida, como si yo le hubiera acusado de alguna debilidad.
—¿Alguien a quien se ama?
Contaba sólo con una hora y no tenía una intuición certera acerca de la forma de conseguir lo que quería.
—Supongo que usted ama a Dolly.
—No la he visto en los últimos tiempos. Parece que se ha vuelto contra mí. No obstante, la querré siempre. Esto no significa —y las profundas líneas resaltaron en las comisuras de su boca— que esté dispuesta a perdonar cualquier error de su parte. Tengo una posición pública…
—¿De qué se trata?
—Trabajo en la oficina de beneficencia del condado para esta zona.
Miró con ansiedad hacia atrás, en dirección a la calle vacía, como si un pelotón destinado a relevarla de su puesto estuviera en camino.
—La caridad comienza por la propia casa.
—¿Pretende darme lecciones sobre la forma de comportarme en mi vida privada?
No esperó respuesta.
—Permítame decirle que no hay motivo para hacerlo. ¿Quién cree usted que recogió a la chica, cuando el matrimonio de mi hermana se destruyó? Yo, por supuesto. Les proporcioné a ambas un hogar y, después que mi hermana fue asesinada, eduqué a mi sobrina como si hubiera sido mi propia hija. Le di lo mejor en materia de alimentos y vestidos, lo mejor en materia de educación. Cuando quiso su independencia, también se la concedí. Le entregué dinero para que fuera a estudiar a Los Ángeles. ¿Qué más podía hacer por ella?
—Podría otorgarle el beneficio de la duda en este momento. No sé lo que le contó el sheriff, pero me siento bastante seguro de que se excedió.
Su rostro se endureció.
—El sheriff Crane no comete errores.
Tuve de nuevo la impresión de que había algo doble, de que estábamos hablando en dos niveles. En la superficie, discutíamos el tema de Dolly y su conexión con el asesinato de Helen Haggerty y, por debajo de ello, aunque no se hubiera mencionado a McGee, discutíamos sobre el problema de la culpabilidad.
—Todos los policías cometen errores —dije—. Todos los seres humanos se equivocan. Incluso, es probable que usted, el sheriff Crane, el juez, los doce miembros del jurado y todos los demás se hayan equivocado con respecto a Thomas McGee y condenado a un hombre inocente.
Se rió en mi cara, pero sin mucho entusiasmo.
—Lo que dice es ridículo. Usted no conoció a McGee. Era capaz de cualquier cosa. Pregunte a cualquiera en la ciudad. Solía emborracharse, volvía a casa en ese estado, y pegaba a mi hermana. Más de una vez me vi obligada a detenerle con un arma, mientras la niña se aferraba a mis piernas. Más de una vez, después de que Constance lo hubo dejado, se llegó hasta la casa, golpeó con furia la puerta y gritó que la sacaría de aquí arrastrándola por el pelo. Pero yo no se lo permití.
Sacudió la cabeza con vehemencia y un mechón gris amarillento cayó sobre su mejilla, como un alambre retorcido.
—¿Qué es lo que él deseaba de ella?
—Dominarla. Tenerla bajo la suela de su zapato. Ni siquiera tenía derecho sobre ella. Los Jenks somos la familia más antigua de la ciudad. Los McGee, al otro lado del río, son la hez de la tierra, la mayor parte de ellos a cargo del departamento de seguridad social, en la actualidad. Era uno de los peores, pero mi hermana no fue capaz de advertirlo cuando llegó para cortejarla con su traje blanco de marinero. Se casó con él a pesar de las amargas objeciones de mi padre. Lo único que supo darle fueron doce años de infierno en la tierra y, por fin, la asesinó. No me diga que es inocente. Usted no le conoce.
Un mezquino grajo, posado en el pimentero, oyó la dura y obsesiva voz de la mujer, y elevó la suya en un contrapunto. Por encima del ruido, le pregunté:
—¿Por qué mató a su hermana?
—A causa de su pura maldad diabólica. Lo que no lograba poseer, lo destruía. El asunto fue tan simple como eso. No es cierto que hubiera habido otro hombre. Constance fue fiel a su marido hasta el día de su muerte. Aun cuando vivían en casas separadas, mi hermana se conservó pura.
—¿Quién dijo que hubo otro hombre?
Me miró. La sangre había huido de su rostro. Pareció perder por completo la confianza que su justa rabia le proporcionaba.
—Circularon rumores —contestó con debilidad—, rumores locos y sucios. Siempre los hay, cuando ha corrido sangre entre marido y mujer. Quizá los iniciara el mismo McGee. Lo único que sé es que su abogado estuvo machacando con la idea de la existencia de otro hombre. Todo cuanto pude hacer entonces fue permanecer allí sentada y escucharle, mientras trataba de destrozar la reputación de mi hermana, después que su cliente asesino hubo destruido su vida. Pero el juez Gahagan, al informar a los miembros del jurado, estableció con toda claridad que se trataba de una historia inventada, sin ninguna base que la sostuviera en los hechos.
—¿Quién fue el abogado de McGee?
—Un viejo zorro llamado Gil Stevens. La gente recurre a él sólo cuando es culpable, y él le saca todo lo que tiene para lograr su absolución.
—Pero no consiguió que McGee fuera absuelto.
—En la práctica, lo hizo. Diez años de cárcel son un precio muy barato para pagar un asesinato en primer grado. Debieron de haberlo declarado así y condenado a McGee a la pena capital.
La mujer era implacable. Con una mano firme, tomó el mechón de pelo y lo devolvió a su lugar. Su cabello grisáceo estaba peinado en ondas pequeñas y netas, todas iguales, como el mar en los grabados antiguos sobre metal. Pensé que una severidad tan rígida como la de ella sólo podía surgir de dos fuentes: una certidumbre absoluta o una duda temerosa y culpable de que pudiera estar equivocada. Vacilé en contarle lo que Dolly había dicho acerca de la mentira que enviara a su padre a la cárcel. Decidí no hacerlo en ese momento, pero tocaría el tema antes de partir.
—Tengo interés en conocer los detalles del asesinato. ¿Le resultaría en exceso doloroso referirse a ellos?
—Soy capaz de soportar una buena dosis de dolor. ¿Qué desea saber?
—Sólo lo que ocurrió.
—Yo no estaba en casa. Había asistido a una reunión de las Native Daughters. Ese año fui presidenta del grupo local.
El recuerdo de ese hecho la ayudó a recobrar la compostura.
—Sin embargo, estoy seguro de que usted sabe más que nadie acerca del asunto.
—No lo dudo. Excepto Tom McGee.
—Y Dolly.
—Sí. Y Dolly. La pequeña estaba aquí con Constance. Hacía algunos meses que vivían conmigo. Eran las nueve pasadas y Dolly ya se había acostado. Mi hermana se encontraba en la planta baja, cosiendo. Era una costurera de calidad y le hacía casi toda la ropa a su hija. Esa noche estaba terminando un vestido para ella. Quedó todo manchado de sangre. Lo exhibieron en el juicio.
Al parecer, la señorita Jenks no podía olvidar el proceso. Sus ojos se tornaron vagos, como si lo contemplara a la manera de un rito que se repitiera una vez y otra en el tribunal de su mente.
—¿En qué circunstancias fue disparado el tiro?
—Todo fue muy simple. Él llegó a la puerta del frente y pidió a mi hermana que la abriera. Ella aceptó y hablaron.
—Resulta extraño que McGee pudiera hacerlo, después de las desagradables experiencias que había tenido con su mujer.
Alice barrió mis objeciones con un gesto categórico de su mano.
—Cuando lo deseaba, era capaz de hacer hablar a los muertos. Lo cierto es que ambos discutieron. Supongo que él deseaba que Constance volviera con él, como de costumbre, y que mi hermana se negó. Dolly oyó que sus voces se alzaban a impulsos de la cólera.
—¿Dónde estaba Dolly?
—Arriba, en el dormitorio del frente, que compartía con su madre.
Al decirlo, la señorita Jenks señaló el techo de madera de la galería.
—La discusión despertó a la niña y, en seguida, oyó el disparo. Se asomó a la ventana y vio a su padre que corría en dirección a la calle, con el arma humeante en su mano. Entonces bajó y encontró a su madre en medio de un charco de sangre.
—¿Aún estaba viva?
—Había muerto. Murió instantáneamente. Una bala le atravesó el corazón.
—¿Qué clase de arma?
—El sheriff opinó que era de calibre medio. Nunca fue hallada. Es probable que McGee la tirara al mar. Cuando le arrestaron al día siguiente, se encontraba en Pacific Point.
—¿Le detuvieron sólo por lo que dijo Dolly?
—Fue el único testigo, pobre pequeña.
Parecía que hubiéramos firmado un acuerdo tácito para considerar que Dolly existía sólo en el pasado. Tal vez debido a que ambos evitábamos el problema de la presente situación de la muchacha, parte de la tensión entre nosotros se había evaporado. Aproveché la circunstancia favorable para pedir a la señorita Jenks que me permitiera recorrer la casa.
—No veo para qué.
—Usted me ha hecho un relato muy claro del asesinato. Deseo relacionarlo con el ambiente físico.
Repuso con expresión dubitativa:
—No dispongo de mucho más tiempo y, con franqueza, ignoro hasta cuándo podré seguir soportando todo esto. Mi hermana era para mí una persona muy querida.
—Lo sé.
—¿Qué está tratando de probar?
—Nada. Sólo quiero entender lo que ocurrió. Es mi trabajo.
Un trabajo y sus imperativos significaban mucho para ella. Se puso de pie, abrió la puerta principal y señaló el lugar donde había caído el cuerpo de su hermana. Por supuesto, no había el menor rastro de aquel crimen cometido diez años atrás en la raída alfombra que cubría el vestíbulo. No había el menor rasgo en ninguna parte, excepto la ciega mancha roja que había dejado en la mente de Dolly y, con toda probabilidad, en la de su tía.
Me sacudió el hecho de que la madre de Dolly y su amiga Helen hubieran sido asesinadas junto a la puerta principal de sus respectivas casas, por medio de un arma del mismo calibre, quizá sostenida por idéntica persona. No mencioné esto a la señorita Jenks. Hacerlo sólo habría producido otro estallido violento en contra de su cuñado, Thomas McGee.
—¿Le apetece tomar una taza de té? —me preguntó de manera inesperada.
—No, gracias.
—¿Café, entonces? Uso instantáneo. No tardará mucho tiempo.
—Muy bien. Usted es muy amable.
Me dejó en el salón. Estaba separado del comedor por medio de puertas corredizas y amueblado con rígidos y oscuros muebles antiguos, reminiscencias de una sala del siglo XIX. En las paredes había inscripciones en lugar de cuadros y una de ellas me hizo retroceder dolorosamente hacia el recuerdo de la casa de mi abuela en Martínez. Decía: «Él es el oyente silencioso de todas las conversaciones». Mi abuela tenía la misma leyenda, bordada a mano, en su dormitorio. Era una mujer que murmuraba constantemente.
Un gran piano vertical, con el teclado cerrado, ocupaba un rincón del cuarto. Traté de abrirlo, pero estaba cerrado con llave. La fotografía de dos mujeres y una niña se destacaba sobre el instrumento, en el sitio de honor. Una de las mujeres era la señorita Jenks, más joven, pero tan fuerte y reprimida como ahora. La otra mujer era menor y más bonita. Se erguía con la inocente vanidad de una belleza de ciudad pequeña. La niña entre ambas, con una mano en la de su madre y otra en la de su tía, era Dolly a la edad de diez años.
La señorita Jenks apareció por la puerta de vaivén con una bandeja en sus manos.
—Somos las tres —dijo, como si las dos mujeres y la niña constituyeran una familia completa—. Y éste es el piano de mi hermana. Constance tocaba muy bien. Yo nunca pude dominar el instrumento.
Limpió los cristales de sus gafas. Yo no sabía si estaban empañados por la emoción o por el vapor que subía de las tazas. A renglón seguido relató algunos de los triunfos infantiles de su hermana. Había ganado un premio de piano y otro de canto. Había sido una alumna extremadamente buena en la escuela secundaria, en especial en francés, y se disponía a ingresar en la universidad, como lo hizo ella antes, cuando el demonio de charla suave y persuasiva de Tom McGee…
Dejé la mayor parte de mi café y me dirigí al vestíbulo. Estaba saturado del olor a moho que invade las casas viejas. Sorprendí mi rostro en el espejo empañado que se hallaba junto al perchero de asta de ciervo. Mi cara parecía la de un fantasma del presente, a la caza de un minuto sangriento del pasado. Incluso la mujer que se erguía detrás de mí mostraba una cierta cualidad inmaterial, como si su largo cuerpo fuera una cáscara o una envoltura de la que el ser esencial se hubiera escapado. Me sorprendí al comprobar que asociaba el olor a moho con ella.
Una escalera cubierta de linóleo muy usado se alzaba al extremo del vestíbulo. Mientras caminaba hacia ella, pregunté:
—¿Le importaría si echo una mirada a la habitación que ocupaba Dolly?
Permitió que mi impulso nos llevara a ambos al piso superior.
—Ahora es mi dormitorio.
—No le causaré ninguna molestia.
Las persianas estaban bajas y ella encendió la luz de la mesilla de noche. Tenía un tono rosado que bañó la habitación de ese color. El suelo se hallaba cubierto con una alfombra espesa, hecha de un suave material rosado. Una colcha del mismo tono cubría el amplísimo lecho. El adornado tocador de tres espejos tenía volados fruncidos de seda rosa, al igual que la silla tapizada que estaba frente a él.
Junto a la ventana había un sofá acolchado, sobre el que descansaba una revista. La señorita Jenks se apresuró a recogerla y la enrolló, con el evidente propósito de que no se viera la cubierta. Pero yo conozco Verdadero Romance cuando lo descubro.
Atravesé la habitación, hundido hasta los tobillos en el profundo mar rosado de su fantasía, y levanté la persiana de la ventana del frente. Pude observar el amplio porche del segundo piso y, a través de su barandilla, el pimentero y mi automóvil en la calle. Los tres chicos mexicanos seguían andando en su bicicleta, uno en el manubrio, otro en el asiento y el tercero en la cesta para paquetes, seguidos por un perro mestizo de color rojo, que se había unido a la representación.
—No tienen derecho a andar de esa manera —dijo la señorita Jenks, por encima de mi hombro—. Tengo la intención de informar sobre ellos al agente. Y ese perro no debería vagar suelto por ahí.
—No hace daño a nadie.
—Tal vez no. Pero tuvimos un caso de hidrofobia hace dos años.
—Estoy más interesado en lo que ocurrió diez años atrás. ¿Qué altura tenía su sobrina hacia esa época?
—Era una niña bastante alta para su edad. Alrededor de un metro treinta y cinco centímetros. ¿Por qué?
Me arrodillé, para ajustar mi altura a esa cifra. Desde esa posición fui capaz de ver las pesadas ramas del pimentero y, por en medio de ellas, gran parte de mi coche, pero nada que estuviera más cerca. Un hombre que abandonara la casa difícilmente sería visible hasta que llegara más allá del árbol, por lo menos a una distancia de doce metros. El arma en su mano no podría advertirse hasta llegar a la calle. Fue un experimento rápido y casual, pero sus resultados subrayaron lo que tenía en la mente.
Me puse de pie.
—¿Fue oscura esa noche?
Sabía a qué noche me estaba refiriendo.
—Sí. Fue oscura.
—No veo luces en las calles.
—No las tenemos. Ésta es una ciudad pobre, señor Archer.
—¿Había luna?
—No. No lo creo. Pero mi sobrina goza de una vista excelente. Es capaz de señalar los detalles de un pájaro…
—¿Por la noche?
—Siempre hay alguna luz. De todos modos, Dolly conoce a su propio padre.
Se corrigió con rapidez:
—Conocía a su propio padre.
—¿Ella se lo contó?
—Sí. Fui la primera a quien se lo dijo.
—¿Usted la interrogó acerca de los detalles?
—No lo hice, no. La pobre niña estaba bastante destrozada, como es natural. No quise someterla a una tensión mayor.
—Sin embargo, no le importó someterla a la tensión de actuar como testigo de esas cosas en el tribunal.
—Fue necesario, necesario para el fiscal. Y eso no la dañó.
—El doctor Godwin opina que la hirió profundamente y que los horribles momentos por los que debió pasar son, en parte, la causa de su trastorno actual.
—El doctor Godwin tiene sus ideas y yo las mías. Si le interesa conocer mi opinión, le diré que es un hombre peligroso, un individuo a quien le gusta provocar perturbación. Carece de respeto por la autoridad y no puedo respetar a un hombre como él.
—No obstante, usted le respetaba. De lo contrario, no le habría enviado a su sobrina para que la atendiera.
—Hoy le conozco mejor que entonces.
—¿Le importaría decirme por qué Dolly necesitaba someterse a un tratamiento?
—No tengo inconveniente
Todavía trataba de conservar una apariencia amistosa, aunque ambos éramos conscientes del desacuerdo que se ensanchaba por debajo.
—A Dolly no le iba bien en la escuela. No se sentía feliz ni era popular. Lo cual resultaba bastante natural, si se tiene en cuenta el problema de sus padres… quiero decir, su padre, que hacía de la vida hogareña algo tan inestable.
Tras una pausa, prosiguió:
—Esto no era lo esencial.
—Lo ha dicho como si sospechara que tal vez lo fuera.
—Pensé que lo menos que podía hacer era procurar que contara con alguna ayuda. Incluso la gente que recurre a la seguridad social dispone de un consejero cuando lo necesita. De modo que convencí a mi hermana de que la llevara a Pacific Point, para ver al doctor Godwin. Era lo mejor que teníamos por esa época. Constance la acompañó todos los sábados por la mañana, durante un año. La niña mostró una considerable mejoría, esto sea dicho en honor de Godwin. Lo mismo Constance. Parecía más brillante, feliz y segura de sí misma.
—¿También ella se sometió a tratamiento?
—Supongo que en muy escasa medida y, por supuesto, le produjo un bien enorme ir a la ciudad todos los sábados. Incluso quiso mudarse a la ciudad, pero no disponíamos de dinero para hacerlo. En lugar de ello, abandonó a McGee y se instaló con su hija en mi casa. Esto la liberó un tanto de la tensión. Su marido no pudo soportarlo. No pudo soportar que ella recuperara su dignidad. La mató como a un perro.
Después de diez años, su mente todavía zumbaba como una mosca alrededor de aquel minuto sangriento.
—¿Por qué no continuó con la terapia de Dolly? Tras la muerte de su madre, con toda probabilidad la necesitaba más que nunca.
—No me fue posible. Trabajo los sábados por la mañana. Debo terminar mi tarea en el periódico en algún momento.
Cayó en un profundo silencio, confundida y con la lengua atada, como sólo la gente honesta puede sentirse frente a sus propias desviaciones.
—También usted se mostró en desacuerdo con el doctor Godwin con respecto al testimonio de su sobrina en el juicio.
—No estoy avergonzada por ello, no interesa lo que él diga. Hablar acerca de su padre no le produjo ningún daño. Es probable que le hiciera bien. De alguna manera, Dolly tenía que expulsar eso de su vida.
—Sin embargo, no lo ha logrado. La chica está atada a eso todavía.
«Lo mismo que usted, señorita Jenks», pensé.
—Ahora Dolly ha cambiado su historia.
—¿Cambiado su historia?
—Afirma que no vio a su padre la noche del asesinato. Niega que él tenga nada que ver con el crimen.
—¿Quién se lo dijo?
—Godwin. Él acababa de hablar con ella. Dolly sostiene que mintió en el tribunal para complacer a los adultos.
Sentí la tentación de agregar algo más, pero recordé a tiempo que, con toda certeza, la señorita Jenks se lo diría todo a su amigo el sheriff.
Mientras tanto, Alice me miraba como si yo hubiera puesto en duda un artículo de fe básico para su vida.
—Estoy segura de que Godwin ha retorcido las palabras de Dolly. La utiliza para demostrar que él tenía razón cuando no la tenía.
—No lo creo, señorita Jenks. Godwin no acepta la veracidad de su nueva historia.
—¡Ya lo ve! Ella está loca o miente. No olvide que por sus venas corre sangre de McGee.
Estaba emocionada por su propio estallido. Apartó sus ojos de mí y los paseó por la habitación rosada, como si ésta pudiera certificar de algún modo la inocencia infantil de sus intenciones. Luego añadió:
—En realidad, no quise decir eso. Amo a mi sobrina. Ocurre que… es más duro de lo que yo creía esto de rastrear un pasado como el nuestro.
—Lo siento. Tengo la certeza de que usted ama a su sobrina. Sobre la base de lo que siente, y sentía por ella, no es posible que usted la haya incitado a que contara una falsa historia en los tribunales.
—¿Quién dice que yo lo he hecho?
—Nadie. Me limito a plantear la posibilidad. Usted no es el tipo de mujer capaz de corromper la mente de una niña de doce años.
—No —repuso—. Nada tengo que ver con la acusación de Dolly contra su padre. Ella acudió a mí para contarme lo sucedido la noche del crimen, una media hora después de que ocurriera. No puse en duda sus palabras ni siquiera por espacio de un minuto. Su narración mostraba todos los acentos de la verdad.
Pero no la suya. No pensé que estuviera mintiendo, para expresarlo con exactitud. Daba la impresión de que suprimía algo. Hablaba con cuidado y en voz baja, de modo que la máxima escrita en el salón no la oyera. Sus ojos seguían apartados de los míos. Un apagado rubor subió desde su cuello hasta su rostro.
—Dudo de que haya sido físicamente posible para ella —observé— el identificar a nadie incluso a su padre, a esa distancia y en una noche oscura… para no referirme al arma humeante en su mano.
—Pero la policía lo aceptó. El sheriff Crane y el departamento fiscal la creyeron.
—Por regla general, los policías y los fiscales se muestran satisfechos cuando están en condiciones de aceptar los hechos, o pseudohechos, que convienen a su caso.
—Pero Tom McGee era culpable. Era culpable.
—Pudo haberlo sido.
—Entonces, ¿por qué trata de convencerme de lo contrario? —El rubor de vergüenza que tenía su rostro estaba a punto de convertirse en un rubor de rabia—. No le escucharé.
—Es mejor que me escuche. ¿Qué perderá con ello? Estoy intentando reabrir este caso antiguo, porque se halla conectado, a través de Dolly, con el asesinato de Helen Haggerty.
—¿Usted cree que Dolly mató a la señorita Haggerty? —quiso saber.
—No. ¿Y usted?
—El sheriff Crane parece considerarla como principal sospechoso.
—¿Se lo dijo él, señorita Jenks?
—No tanto como eso. Quiso comprobar cuál sería mi reacción en el caso de que la sometiera a un interrogatorio.
—¿Y cuál fue su reacción?
—Es difícil decirlo, me sentía muy trastornada. No veo a Dolly desde hace tiempo. Se casó a mis espaldas. Siempre fue una buena chica, pero pudo haber cambiado.
Tuve la impresión de que la señorita Jenks se refería a sí misma, en su más profundo aspecto: ella había sido siempre una buena chica, pero podría haber cambiado.
—¿Por qué no llama por teléfono a Crane y le pide que deje a Dolly tranquila? Su sobrina necesita que la traten con sumo cuidado.
—¿Usted no cree que es culpable de esta muerte?
—Ya le he dicho que no. Dígale a Crane que la deje en paz o, de lo contrario, perderá las próximas elecciones.
—No puedo hacer eso. Crane es mi superior en las funciones que desempeño en el condado
Pero se quedó pensando acerca del asunto. Al cabo de un instante, rechazó el pensamiento.
—Hablando de trabajo, ya le he dedicado todo el tiempo de que dispongo. Han de ser las doce pasadas.
Estaba dispuesto a partir. Había sido una hora muy larga. La señorita Jenks me siguió hasta abajo y hasta la galería. Al tiempo que nos decíamos adiós, tuve la impresión de que deseaba comunicarme algo más. Su cara era expectante. Pero nada ocurrió.