Alex aún dormía cuando me preparé para partir a la mañana siguiente. Dejé que siguiera durmiendo, en parte por razones egoístas y en parte porque el sueño era para él mucho más benévolo de lo que sería el despertar.
Afuera se espesaba la niebla. Su masa acuosa cubría Pacific Point y lo transformaba en una especie de suburbio del mar. Salí del recinto del hotel y me sumergí en un mundo gris y sin perspectivas. Luego llegué en forma inesperada a una rampa de acceso, descendí a la carretera, donde las luces de los faros delanteros del automóvil flotaban en pareja como peces de aguas profundas, y llegué a la parada de camiones, situada al Este, sin la menor sensación real de haber conducido a través de la ciudad.
Había estado hablando demasiado con gente cuyo oficio era el de hablar. Resultaba agradable sentarse ante el mostrador de un restaurante para trabajadores, donde los hombres hablan cuando desean algo o se limitan a gastar bromas a las camareras. También lo hice un poco. Se llamaba Stella y era tan eficiente que corría el riesgo de transformarse en autómata. Con una brillante sonrisa, me dijo que ésa era su principal ambición en la vida.
Mi destino estaba cerca de la carretera, en una calle de mucho tránsito, bordeada sobre todo de edificios nuevos de apartamentos. Sus imprecisos colores pastel y sus escasas palmeras trasplantadas parecían algo deslucido y desolado en medio de la niebla.
El sanatorio era un edificio de un solo piso, estucado de color crema, y que ocupaba la mayor parte de una parcela larga y estrecha. Toqué el timbre a las ocho en punto. El doctor Godwin debía estar esperándome detrás de la puerta: descorrió el cerrojo y me hizo entrar.
—Usted es un hombre puntual, señor Archer.
Sus cambiantes ojos habían tomado el pétreo color de la mañana. Cuando se volvió para cerrar la puerta detrás de nosotros, me di cuenta de que estaba muy agobiado. Llevaba una chaqueta blanca que seguramente se acababa de poner.
—Tome asiento, ¿quiere? Éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para conversar.
Nos encontrábamos en una pequeña sala de recepción o salón de fumar. Me senté en uno de los gastados sillones que se enfrentaban a un televisor silencioso, ubicado en un rincón. A través de la puerta interior llegaba el rumor de platos y las voces brillantes de las enfermeras que comenzaban las actividades de un nuevo día.
—¿Este lugar es suyo, doctor?
—Tengo interés en él. Casi todos los pacientes forman parte de mi consulta. Acabo de realizar algunos tratamientos de shock.
Alisó la parte anterior de su chaqueta y continuó:
—Me sentiría menos un curandero si supiera que los electroshocks producen mejoría a los pacientes deprimidos. Gran parte de nuestra ciencia, o arte, está aún en su etapa empírica. No obstante, creo que la gente recibe alivio.
Dijo las últimas palabras con una sonrisa repentina, demasiado repentina para que alcanzara sus ojos alertas y expectantes.
—¿Le ocurre eso a Dolly?
—Sí, creo que en cierto modo está mejor, Por supuesto, no efectuamos curas por la noche. Quiero mantenerla en observación por lo menos durante una semana. Aquí.
—¿Está en condiciones de ser interrogada?
—No deseo que la interroguen ni usted ni ningún otro que esté relacionado, aunque sea de forma remota, con el mundo de crimen y castigo.
Como si quisiera evitar las protestas por su negativa, se hundió flojamente en el sillón contiguo al mío, me pidió un cigarrillo y dejó que se lo encendiera.
—¿Por qué no?
—No me gusta la ley en su estado primitivo corriente, en el cual se sorprende a la gente enferma traicionándose a sí misma a causa de su enfermedad, y luego se la trata en los tribunales como si estuviera sana.
Apoyó su voluminosa cabeza calva en el respaldo del sillón y arrojó una nube de humo en dirección al cielorraso.
—Lo que acaba de decir sugiere que Dolly está en peligro frente a la ley.
—Me he limitado a formular una afirmación general.
—La cual se aplica a Dolly de manera específica. No hay necesidad de que nos enredemos en juegos inútiles, doctor. Ambos estamos del mismo lado. No doy por sentado que la chica sea culpable de nada. Creo que posee información capaz de ayudarnos a aclarar un asesinato.
—¿Y qué pasa si es culpable? —preguntó, al tiempo que observaba mi reacción.
—En ese caso, estoy dispuesto a colaborar con usted para disminuir los cargos, a buscar circunstancias atenuantes y a lograr que su caso reciba un tratamiento de clemencia por parte de la corte. Recuerde que estoy trabajando para su marido. ¿Es Dolly culpable?
—No lo sé.
—¿Ha hablado con ella esta mañana?
—Ha sido ella quien ha llevado el peso de la conversación. No formulo preguntas. Espero y escucho. A la postre, uno averigua mucho más por ese sistema.
Me lanzó una mirada llena de significado, como si yo debiera comenzar a aplicar ese principio.
Esperé y escuché. No ocurrió nada. Una mujer regordeta, con largo pelo negro que se desparramaba por la espalda de su bata de algodón, apareció en el vano de la puerta. Extendió sus manos en dirección al médico.
Godwin alzó la mano, como un rey fatigado.
—Buenos días, Nell.
Ella le obsequió con una brillante y agónica sonrisa, y retrocedió con suavidad, como una persona que camina en sueños. Lo último que vi de la mujer fueron sus brazos extendidos.
—Sería de mucha ayuda que me contara lo que Dolly le ha dicho esta mañana.
—Y posiblemente peligroso.
Godwin aplastó su cigarrillo en un cenicero de cerámica azul que tenía todas las apariencias de haber sido hecho en casa.
—Después de todo —continuó—, existe una diferencia entre usted y yo. Lo que me comunica un paciente pertenece al ámbito de la confidencia profesional. Usted carece de categoría profesional. Si se negara a repetir alguna información ante el tribunal podría ser encarcelado por rebeldía. También podría ocurrirme a mí, de acuerdo con la ley, pero no es verosímil que acontezca.
—Ya han tratado otras veces de arrancarme información con interrogatorios persistentes. Y la policía sólo obtuvo de mí lo que quise decirle. Es una garantía.
—Muy bien.
Godwin asintió con un decidido movimiento de cabeza y prosiguió:
—Estoy interesado en Dolly y trataré de decirle por qué, sin emplear la jerga profesional. Usted estará en condiciones de reunir los trozos del rompecabezas objetivo, mientras reconstruyo el subjetivo.
—Usted dijo que no emplearía la jerga profesional, doctor.
—Lo siento. En primer lugar, está su historia. Su madre, Constance McGee, me la trajo por instigación de su hermana Alice, una mujer a quien conozco apenas, cuando Dolly tenía diez años. No era una niña feliz. En efecto, se encontraba en peligro de sufrir un desequilibrio mental serio, por una buena razón. Siempre existe una buena razón. Su padre, Thomas McGee, un hombre irresponsable y violento, incapaz de asumir sus responsabilidades paternales, era inestable con la pequeña, la mimaba y la castigaba, se peleaba de manera constante con su mujer y en su momento la dejó, o le dejó ella, el asunto poco importa. Habría preferido tratarle a él en lugar de a Dolly, puesto que era la fuente principal de disgustos en el seno de la familia. Pero el hombre era inalcanzable.
—¿Alguna vez le vio?
—Ni siquiera acudió para una entrevista —dijo, con tono pesaroso—. Si hubiera logrado acercarme a él, habría evitado un asesinato. Aunque quizá no. Por lo que se me dijo, intuí que era un hombre mal adaptado, que necesitaba ayuda, pero que jamás la obtuvo. Usted puede entender mi amargura ante el abismo que se abre entre la psiquiatría y la ley. Se permite a gente como McGee andar suelta por todas partes, sin acciones preventivas de ninguna clase, hasta que comete un crimen. Luego, por supuesto, se arrastra a esos individuos al tribunal y se les condena a diez o veinte años de vida al margen de la sociedad. Pero no se les envía a un hospital. A la cárcel.
—McGee está fuera. Incluso en esta ciudad. ¿Se lo ha dicho Dolly?
—Sí, esta mañana. Ésa es una de las terribles presiones que actúan sobre la muchacha. Usted puede entender cómo una niña sensible, criada en una atmósfera de violencia e inestabilidad, se ve dominada por la ansiedad y la culpa. El peor complejo de culpa surge cuando un chico se siente forzado, por una pura e instintiva autopreservación, a volverse contra sus padres. Un psicólogo clínico con el que yo trabajo ayudó a Dolly a expresar sus sentimientos por medio de la tiza, juegos con muñecas y otros procedimientos. No era mucho lo que yo estaba en condiciones de hacer, debido a que la chica carecía de madurez mental para ser psicoanalizada. Sin embargo, traté de representar el papel de padre tranquilo y paciente, y de proveerla de la estabilidad que había perdido en los primeros años de su vida. Y Dolly andaba bastante bien, hasta que ocurrió el desastre.
Bajó la cabeza, con expresión apesadumbrada.
—Una noche, McGee, roído por la rabia y la autoconmiseración, se dirigió a la casa de la tía, en la que madre e hija estaban viviendo, y le disparó a Constance un tiro en la cabeza. Dolly estaba sola en la casa con su madre. Oyó el disparo y vio a su padre cuando huía. Un rato más tarde descubrió el cadáver.
Su cabeza se columpió con lentitud, como una campana pesada y silenciosa.
—¿Cuál fue la reacción de Dolly?
—Lo ignoro. Una de las dificultades peculiares de mi trabajo es la de que, a menudo, tengo que cumplir una función pública con medios privados. No puedo salir a cazar a mis pacientes con un lazo. Dolly jamás volvió. Ya no estaba su madre para traerla desde Valley, y la señorita Jenks, su tía, es una mujer llena de ocupaciones.
—Pero ¿no me dijo que Alice Jenks fue la primera en sugerir el tratamiento para Dolly?
—Lo hizo. También corrió con los gastos. Es probable que, en medio de tantas tribulaciones familiares, se diera cuenta de que no podía continuar con él. De todos modos, no volví a ver a la chica hasta anoche, con una sola excepción. Fui al tribunal el día en que ella declaró contra McGee. Debo advertirle que amonesté al juez en su despacho y le dije que no debía permitir una cosa semejante. Pero la niña era un testigo clave y contaba con la autorización de su tía. Actuó como una pequeña y pálida autómata, perdida en un mundo de adultos hostiles.
Su cuerpo voluminoso se estremeció ante el recuerdo. Sus manos hurgaron por debajo de la chaqueta, en busca de un cigarrillo. Le di uno, se lo encendí, y encendí otro para mí.
—¿Qué dijo en el tribunal?
—Fue muy breve y simple. Sospecho que la habían preparado con toda premeditación. Oyó el disparo, miró por la ventana de su dormitorio y vio a su padre que huía con el arma en la mano. Le preguntaron si McGee había amenazado de muerte a Constance. Lo había hecho. Eso fue todo.
—¿Está seguro?
—Sí. No se trata sólo de un recuerdo. Tomé notas en ese momento y las he examinado esta mañana.
—¿Por qué?
—Son parte de su historial, evidentemente una parte crucial.
Arrojó una nube de humo y me observó a través de ella, con persistencia y cautela.
—¿Cuenta Dolly una historia diferente, ahora? —inquirí.
En su cara se agitaban complejas pasiones. Era un hombre sensible y Dolly era su hija desde un punto de vista profesional, perdida por espacio de largos años.
—Cuenta una historia absurda —estalló—. No sólo me niego a creerla, sino que no puedo creer que ella misma la crea. No es ese tipo de enfermo.
Hizo una pausa y aspiró una profunda bocanada de su cigarrillo, tratando de mantenerse bajo pleno control. Yo esperé y escuché. Esta vez continuó:
—Dolly sostiene ahora que no vio a McGee esa noche y que, en realidad, su padre nada tuvo que ver en el asesinato. Afirma que mintió en el estrado de los testigos, porque varios adultos deseaban que lo hiciera.
—¿Por qué habría de confesarlo ahora?
—No pretendo entenderla. Después de un intervalo de diez años, como es natural, perdimos el nexo que nos unía. Y, por supuesto, Dolly no me ha perdonado por lo que considera mi traición… mi negativa a preocuparme por ella en medio del desastre. Pero ¿qué podía hacer? No podía ir a Indian Springs y raptarla de casa de su tía.
—Se preocupa usted de sus pacientes, doctor.
—Sí, y eso me cansa.
Aplastó su cigarrillo en el cenicero de cerámica y añadió:
—A propósito, este cenicero es obra de Nell. Es bastante bueno por tratarse de un primer intento.
Murmuré algo para expresar mi acuerdo. Por encima del ruido de platos, un tanto apaciguado, se alzó una voz salvaje y quejumbrosa, en las profundidades del edificio.
—Es posible que la historia que cuenta Dolly no sea tan absurda —observé—. Encaja en el hecho de que McGee la visitara el segundo día de su luna de miel y la hiriera de manera tan dura con algún relato que la sacó de sus cabales.
—Es usted un hombre perspicaz, señor Archer. Eso es precisamente lo que ocurrió. McGee la obsequió con una larga parrafada sobre su inocencia. No debe olvidar que la muchacha amaba a su padre, aunque de manera ambivalente. Logró convencerla de que su memoria había fallado y de que él era inocente y ella culpable. Los recuerdos de la infancia reciben una poderosa influencia de las emociones.
—¿Usted quiere decir que la convenció de que ella era culpable de perjurio?
—De asesinato —se inclinó hacia mí y prosiguió—: Dolly me dijo esta mañana que ella había matado a su madre.
—¿Con un arma?
—Con su lengua. Éste es el aspecto absurdo. Insiste en que mató a su madre y a su amiga Helen y, por añadidura, envió a su padre a la cárcel, con su lengua ponzoñosa.
—¿Le explicó lo que quiere decir con eso?
—No, todavía no. Se trata de una expresión de culpa que puede estar relacionada con esas muertes sólo de un modo superficial.
—¿Quiere decir que Dolly utiliza los asesinatos para descargarse de la culpa que siente con respecto a otra cosa?
—Más o menos. Es un mecanismo bastante común. Sé por una circunstancia que no mató a su madre y que no mintió en lo esencial acerca de su padre. Estoy seguro de la culpa de McGee.
—Los tribunales pueden equivocarse, aun en un caso capital.
Replicó con una especie de escondida arrogancia:
—Sé con relación a este caso más de lo que se ventiló en el tribunal.
—¿Por Dolly?
—Por varias fuentes.
—Le estaría muy reconocido si me hiciera partícipe de lo que sabe.
Sus ojos se velaron cuando repuso:
—No puedo. Tengo sumo respeto por las confidencias de mis pacientes. No obstante, le aseguro, bajo mi palabra, que McGee asesinó a su mujer.
—Entonces, ¿respecto a qué se siente Dolly tan culpable?
—Confío en que la causa aparezca con el tiempo. Es probable que tenga algo que ver con el resentimiento hacia sus padres. Es natural que deseara castigarles por el horrible fracaso de su matrimonio, el de McGee y Constance, se entiende. Muy bien pudo haber fantaseado con la muerte de su madre y el encarcelamiento de su padre antes de que esas cosas se convirtieran en realidad. Cuando los sueños vengativos de la pobre niña se hicieron realidad, ¿qué otra cosa pudo sentirse sino culpable? El discurso que McGee le espetó el fin de semana anterior despertó las viejas emociones y, entonces, anoche se produjo ese espantoso accidente…
Aceleró en las últimas palabras y extendió las manos sobre sus pesados muslos, las palmas para arriba y dos dedos encorvados.
—El disparo que mató a Helen Haggerty no fue un accidente, doctor. No olvide que el arma ha desaparecido.
—Lo sé. Me estaba refiriendo al descubrimiento del cadáver por parte de Dolly, lo cual, por cierto, fue accidental.
—Me pregunto si es así. Dolly se acusa también de esta muerte. No alcanzo a ver cómo puede usted explicar esto en términos de resentimiento infantil.
—No intentaba hacerlo.
Había irritación en su voz. Esto hizo que adoptara un tono profesional.
—No hay ninguna necesidad de que usted entienda la situación psíquica. Aférrese a los hechos objetivos, que yo manejaré los subjetivos.
Suavizó su dureza con un poco de filosofía.
—Lo objetivo y lo subjetivo, el mundo interno y el externo, se corresponden, por supuesto. Pero a veces uno debe seguir las paralelas hasta el infinito para que se toquen.
—Detengámonos en los hechos objetivos, entonces. Dolly afirmó haber asesinado a Helen Haggerty con su lengua ponzoñosa. ¿Es todo cuanto dijo acerca del tema?
—Hubo algo más, una apreciable cantidad de cosas, pero de una naturaleza bastante confusa. Dolly parece sentir que su amistad con la señorita Haggerty fue la responsable de su muerte, en alguna medida.
—¿Eran amigas?
—Diría que sí, aun cuando las separaban veinte años de edad. Dolly confiaba en ella, le contaba todo, y la señorita Haggerty le pagaba con la misma moneda. En apariencia, la profesora había tenido profundos problemas emocionales con relación a su padre y no pudo resistir la tentación de hacer el paralelo con Dolly. Se abandonaban las dos a las confidencias. No era, por cierto, una conducta saludable.
Dijo las últimas palabras con mucha sequedad.
—¿Dijo Dolly algo acerca del padre de Helen?
—Dolly parece pensar que era un policía deshonesto, que estuvo envuelto en un asesinato, pero esto puede ser pura fantasía… una especie de imagen secundaria de su propio padre.
—No lo es. El padre de Helen es policía y Helen, por lo menos, le consideraba un bandido.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—Leí una carta de la madre de Helen sobre el tema. Me gustaría tener la oportunidad de conversar con los padres de la profesora.
—¿Por qué no lo hace?
—Viven en Bridgeton, Illinois.
Era un salto largo, pero no tanto como el de mi mente en la turbia posibilidad. Había llevado casos en los que los hechos se abrían por grados, como fisuras en el firme terreno del presente, para hundirse muy profundamente en los estratos del pasado. Tal vez el asesinato de Helen estuviera conectado con un oscuro crimen, cometido en Illinois más de veinte años atrás, antes de que Dolly naciera. Era un pensamiento que anhelaba se convirtiera en realidad, pero no se lo mencioné al doctor Godwin.
—Siento no poder ayudarle más —estaba diciendo el médico—. Debo marcharme. Se me ha hecho tarde para mis visitas en el hospital.
El ruido de un motor se destacó en medio de los sonidos del tránsito y luego disminuyó. La puerta de un automóvil fue abierta y cerrada. Se oyeron pasos de hombre que se acercaban. El doctor Godwin, moviéndose con una rapidez inusitada en un individuo tan corpulento, abrió la puerta antes de que sonara el timbre.
No logré ver quiénes eran los visitantes, pero no fueron bien recibidos. La voz de Godwin sonaba dura a causa de la hostilidad.
—Buenos días, sheriff —dijo.
Crane respondió con familiaridad:
—Es un día infernal y usted lo sabe. Se supone que setiembre es nuestro mejor mes, pero la maldita niebla es tan espesa que el aeropuerto está sumergido en ella.
—Usted no ha venido aquí para hablar del tiempo.
—Es cierto. No he venido para eso. He oído que usted tiene aquí a una fugitiva de la justicia.
—¿Dónde lo ha oído?
—Tengo mis fuentes de información.
—Es mejor que las deje de escuchar, sheriff. Le están proporcionando datos falsos.
—Alguien está aquí, doctor. ¿Pretende negar que la señora Dolly Kincaid, McGee de soltera, se encuentra en este edificio?
Godwin vaciló. Su barbilla dura se hizo más dura.
—Se encuentra.
—Hace un minuto dijo que no estaba. ¿Qué es lo que anda buscando, doc?
—¿Qué es lo que anda buscando usted? La señora Kincaid no es una fugitiva. Se halla aquí porque está enferma.
—Me pregunto qué la ha hecho ponerse enferma. ¿Acaso no es capaz de soportar la vista de la sangre?
Godwin frunció los labios. Pareció a punto de escupirle al otro en la cara. Desde donde estaba sentado no podía ver al sheriff y no realicé intento de hacerlo. Pensé que era mejor para mí permanecer fuera del alcance de su vista.
—No es precisamente el tiempo el que hace que hoy sea un día asqueroso, doc. Anoche se produjo en la ciudad un asesinato repugnante. Me imagino que usted lo sabe. Es probable que la señora Kincaid le haya contado todo al respecto.
—¿La está acusando? —preguntó Godwin.
—No diría eso, por lo menos, todavía.
—Entonces, ponga los pies en polvorosa.
—Usted no puede hablarme de esa manera.
Godwin se mantuvo inmóvil, pero su agitada respiración le sacudía como si tuviera un motor en marcha dentro del cuerpo.
—Usted me acusó, en presencia de testigos, de esconder a una fugitiva de la justicia. Estoy en condiciones de demandarle por calumnia y le juro por Dios que lo haré si no deja de acosarnos a mí y a mis pacientes.
—No he tenido esa intención.
La voz de Crane era mucho menos segura.
—De todos modos, me asiste el derecho de interrogar a la testigo.
—Dentro de algún tiempo tal vez sea factible que lo haga. En la actualidad, la señora Kincaid está bajo el efecto de fuertes sedantes. No voy a permitir que la interrogue, por lo menos hasta dentro de una semana.
—¿Una semana?
—Quizá más. Ya le advertí que no insistiera en el tema. Estoy dispuesto a presentarme ante el juez y certificar que un interrogatorio policial en las presentes circunstancias comprometería su salud y tal vez su vida.
—No lo creo.
—No me importa que lo crea o no.
Godwin cerró la puerta con un golpe seco y se apoyó en ella, respirando como un atleta después de una carrera. Dos enfermeras de uniforme blanco que habían estado atisbando a través de la puerta interna, trataron de curiosear como si tuvieran algo que hacer por ahí. El doctor Godwin les hizo seña con la mano de que se retiraran.
Dije con no fingida admiración:
—En realidad, se ha batido por ella.
—Ya le hicieron bastante daño cuando era una niña. No van a repetir su hazaña, siempre que pueda impedirlo.
—¿Cómo se habrán enterado de que está aquí?
—No tengo la menor idea. Por lo general, estoy en condiciones de confiar en que el personal mantenga la boca cerrada.
Me lanzó una mirada cargada de desconfianza.
—¿Usted se lo dijo a alguien?
—A nadie que esté conectado con la ley. Alex le contó a Alice Jenks que Dolly se encontraba aquí.
—Hubiera sido mejor no hacerlo. La señorita Jenks trabajó para la oficina del condado por espacio de mucho tiempo y ella y Crane son viejos conocidos.
—Supongo que ella no chismorreará acerca de su propia sobrina, ¿verdad?
—No sé de lo que sería capaz.
El doctor Godwin se despojó de su chaqueta blanca y la arrojó sobre la silla en la que yo había estado sentado.
—Bueno, ¿qué le parece si salimos?
Sacudió sus llaves como un carcelero.