CAPÍTULO X

Una hora más tarde me hallaba sentado en una de las camas gemelas de mi habitación en el motel. Por el momento, nada me quedaba por hacer, excepto atraerme una serie de complicaciones si acudía a las autoridades locales en busca de información. Pero mi mente seguía proyectando en la pared encalada los rápidos movimientos de las acciones que pude llevar a cabo: perseguir a Begley-McGee, capturar al hombre de Nevada.

Barrí las violentas imágenes con un esfuerzo de la voluntad y me obligué a pensar en Zenón y en su teoría de que Aquiles nunca lograría atravesar el espacio que le separaba de la tortuga. No deja de ser una idea interesante, en el caso de que uno sea una tortuga, o quizá también Aquiles.

Guardaba una botella de whisky en la maleta. Me disponía a sacar la bebida, cuando me acordé de Arnie Walters, un colega de Reno con quien había consumido más de una botella. Pedí una Ramada a larga distancia a su oficina, la cual ocupaba la habitación delantera de su casa. Arnie no había salido.

—Agencia de detectives Walkers —contestó, con una desganada voz de medianoche.

—Habla Lew Archer.

—¡Oh! Bueno… En realidad, no tenía ganas de irme a dormir. Estaba guardando mi pijama.

—La ironía no es tu fuerte, de modo que abandónala. Todo cuanto te pido es un favor, que te pagaré en la misma moneda en la oportunidad más próxima. ¿Estás grabando?

Escuché el clic del aparato y, entonces, conté a ambos, al magnetófono y Arnie, todo lo relacionado con la muerte de Helen.

—Un par de horas después de cometido el asesinato, un hombre en el que estoy interesado salió de la casa del crimen y escapó en un sedán negro o azul oscuro, creo que un Ford último modelo, con matrícula de Nevada. Creo que tengo las cuatro primeras cifras.

—¿En serio?

—Había niebla y estaba oscuro. Es probable que sean FT 37. El individuo es joven y atlético, uno ochenta de altura, y llevaba un abrigo de entretiempo oscuro y un sombrero de ala estrecha del mismo tono. No logré verle la cara.

—¿Has ido al oculista en los últimos tiempos?

—Puedes hacerlo mejor, Arnie. Inténtalo.

—He oído que los ciudadanos de mediana edad están en condiciones de conseguir que les hagan el análisis de glaucoma gratis.

Arnie era mayor que yo, pero no le gustaba que se lo recordaran.

—¿Qué te anda picando? ¿Problemas con tu mujer?

—Ningún problema —repuso con voz alegre—. Me está esperando en la cama.

—Dale recuerdos a Phyllis.

—Le daré los míos. En caso de que descubra algo, lo cual parece improbable en vista de la información fragmentaria, ¿dónde debo llamarte?

—Me alojo en el Mariner’s Rest Motel, Pacific Point. Es mejor que te dirijas a mi servicio de comunicaciones en Hollywood.

Contestó que así lo haría. Cuando colgaba el receptor escuché un golpe suave en la puerta. Era Alex. Se había puesto los pantalones sobre el pijama.

—Le he oído hablar.

—Una llamada telefónica.

—No quiero interrumpir.

—Ya he terminado. Entre y sírvase un trago.

Avanzó con cautela, como si mi oferta fuera una trampa, un engañabobos. En las últimas pocas horas, sus movimientos se habían llenado de precaución. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido en la alfombra.

El botiquín del cuarto de baño contenía dos vasos, envueltos en papel. Los desenvolví y los llené. Nos sentamos en las camas y bebimos por nada en particular. Estábamos frente a frente, como imágenes en un espejo separadas por una invisible pared de cristal.

Tenía conciencia de las diferencias entre nosotros, en especial de la juventud de Alex y su falta de experiencia. Estaba en esa edad en que todas las cosas hieren.

—Pensé en llamar a papá —dijo—. Ahora no sé sí conviene hacerlo o no.

Hubo otro silencio.

—Por cierto que él no dirá «Te lo advertí», con estas mismas palabras. Pero ésa será su opinión general. Los locos se precipitan donde los ángeles temen acudir y toda esa música.

—Creo que la frase tiene el mismo sentido si la invierte. Los ángeles se precipitan donde los locos temen acudir. No es que yo conozca a ningún ángel…

Comprendió el mensaje.

—¿Entonces, no opina que soy un loco?

—Se ha comportado muy bien.

—Gracias —repuso con toda formalidad—. Aunque, de hecho, no sea verdad.

—Por cierto que lo es. Debe de haberle costado mucho.

El whisky y los atisbos de calor humano habían disuelto el muro de cristal entre nosotros.

—Lo peor fue —dijo— cuando la llevé al sanatorio. Me sentí como si la estuviera condenando al olvido. El lugar se parece a uno de los círculos del infierno de Dante, con toda esa gente que llora y grita. Dolly es una muchacha sensible. No veo cómo podrá soportarlo.

—Mucho mejor que otras cosas, como por ejemplo vagar perdida en su situación actual

—Cree que está loca, ¿verdad?

—Lo que yo piense carece de importancia. Mañana contaremos con la opinión de un experto. No cabe duda de que padece un trauma temporal. He visto a personas en peores condiciones y que, sin embargo, han superado el problema.

—¿Cree que se recuperará?

Se aferraba a mis palabras como a un trapecio en el aire y emergía lleno de esperanzas. Pensé que no debía darle tantos ánimos.

—Me intereso por la situación legal más que por la psiquiátrica.

—Usted no será capaz de creer realmente que asesinó a su amiga… ¿Helen? Sé muy bien que lo confesó, pero no es posible. Conozco a Dolly. No es de ninguna manera agresiva. Le repugnaría despojar de la vida a lo que fuere. Ni siquiera mataría a una araña.

—Es probable, Alex, y eso fue lo que dije. Quise que Godwin tuviera conciencia de la posibilidad desde el comienzo. Él está en condiciones de hacerle mucho bien a su mujer.

Alex repitió «mi mujer» con tono dudoso, como si se lo preguntara.

—Es su mujer desde el punto de vista legal. Pero nadie consideraría que usted posee mucho de ella. Tiene una posibilidad, si es que desea utilizarla.

El whisky se agitó en su vaso. Creo que apenas logró frenar su impulso de arrojármelo a la cara.

—No voy a abandonarla —dijo—. Si usted opina que debería hacerlo, puede irse al infierno.

No me había gustado del todo hasta ese momento.

—Alguien tiene que mencionar el hecho de que tiene esa posibilidad. Una buena cantidad de gente la emplearía.

—No soy una buena cantidad de gente.

—Así me parece.

—Es probable que papá sostenga que estoy loco, pero no me preocupa que sea una asesina o no. Me quedo a su lado.

—Le costará dinero.

—Usted quiere más dinero, ¿no es eso?

—Puedo esperar y lo mismo Godwin. Pensaba en el futuro. También existe la posibilidad de que necesite un abogado, mañana.

—¿Para qué?

Era un buen muchacho, pero un poco lento en materia de comprender las cosas.

—A juzgar por lo que ocurrió esta noche, su principal problema consiste en conseguir que Dolly no hable mientras subsistan sus condiciones actuales. Esto significa mantenerla fuera del alcance de las autoridades, en un lugar donde sea posible encerrarla con éxito. Un buen abogado puede resultar de mucha utilidad en esto. Los abogados, por lo general, no admiten el atraso de los pagos, cuando se trata de casos criminales.

—¿Cree realmente que Dolly se halla en semejante peligro… en semejante riesgo legal? ¿O es que está tratando de poner el terror en mi alma?

—Hablé con el sheriff esta misma noche y no me gustó el brillo de sus ojos cuando tocamos el tema de Dolly. El sheriff Crane no es tonto. Sabía que le estaba ocultando algo. Sin duda, caerá sobre ella en cuanto descubra las conexiones familiares.

—¿Las conexiones familiares?

—El hecho de que el padre de Dolly mató a su mujer.

Resultaba cruel herirle con aquello otra vez, encima de todo lo demás. De todos modos, era mejor que lo escuchara de mis labios, que por obra de la triste voz que habla desde debajo de la retorcida almohada, a las tres de la mañana.

—Le juzgaron en los tribunales locales y le declararon culpable. El sheriff Crane, con toda probabilidad, obtuvo la evidencia por conducto de la acusación.

—Es casi como si se repitiera la historia.

En la voz de Alex vibraba algo así como un temor reverente, que resultaba conmovedor.

—¿Oyó decir que ese Chuck Begley, el hombre de la barba, es en realidad su padre? —preguntó.

—Parece que lo es.

—Él es quien comenzó todo el asunto —observó tanto para sí mismo como para mí—. Después que la visitó ese domingo, Dolly se alejó de mí. ¿Qué supone que ocurrió entre ellos, para que mi mujer actuara así?

—Lo ignoro, Alex. Tal vez la reprendiera por testificar contra él. En todo caso, resucitó el pasado. Dolly no se sintió capaz de manejar el viejo embrollo y su reciente matrimonio al mismo tiempo, de modo que le abandonó.

—Aún no me convenzo —observó el muchacho—. ¿Cómo pudo Dolly tener un padre como ése?

—No soy un experto en genética. Pero sé que casi todos los asesinos no profesionales no pertenecen al tipo criminal. Me propongo descubrir algo más acerca de Begley-McGee y su asesinato. Me imagino que no servirá de nada preguntarle si Dolly le habló sobre el problema.

—Nunca dijo una sola palabra con respecto a sus padres, excepto que habían muerto. Ahora soy capaz de entender por qué. No la culpo por su mentira…

Cortó de cuajo la frase y se enmendó:

—Quiero decir, por no contarme ciertas cosas.

—Compense su silencio esta noche.

—Sí. ¡Vaya una noche!

Afirmó con la cabeza varias veces, como si aún estuviera digiriendo sus repercusiones.

—Dígame la honesta verdad, señor Archer. ¿Cree usted en las cosas que afirmó acerca de ser responsable de la muerte de esa mujer? ¿Y de su madre?

—No recuerdo ni la mitad de ellas.

—La suya no es una respuesta.

—Tal vez tengamos mejores respuestas mañana. Éste es un mundo complejo. La mente humana es lo más complejo que en el existe.

—No me proporciona demasiado consuelo.

—No es mi función.

Hizo un gesto amargo por encima de su último trago de whisky y se puso en pie.

—Bien, usted necesita dormir y debo hacer una llamada telefónica. Gracias por la bebida.

Ya en la puerta y con la mano en el picaporte, se volvió para agregar:

—Y gracias por la conversación.

—Hasta cualquier momento. ¿Va a llamar a su padre?

—No. He decidido no hacerlo.

Me sentí vagamente gratificado. Tenía bastantes años como para ser su padre y, como carecía de hijos, tal vez esta circunstancia tuviera algo que ver con mi sentimiento.

—¿A quién va a llamar, si no es asunto privado?

—Dolly me pidió que me pusiera en contacto con su tía Alice. Creo que he estado tratando de evitarlo. No sé qué decirle a su tía. Ni siquiera conocí su existencia hasta esta noche.

—Recuerdo que Dolly la mencionó. ¿Cuándo le pidió su mujer que hiciera la llamada?

—Fue lo último que me pidió en el sanatorio. Desea que su tía venga y la visite. Ignoro si es una buena idea o no.

—Depende de la tía. ¿Vive en la ciudad?

—En Valley, en Indian Springs. Dolly me dijo que el número de su teléfono está en la guía. Señorita Alice Jenks.

—Intentémoslo.

Busqué el número, solicité la llamada y pasé el receptor a Alex. El muchacho se sentó en la cama y contempló el aparato como si nunca hubiera visto uno antes.

—¿Qué voy a decirle?

—Ya lo sabrá. Quiero hablar con ella cuando usted termine.

Una voz estridente salió del receptor:

—Sí. ¿Quién es?

—Soy Alex Kincaid. ¿Es la señorita Jenks? No nos conocemos, señorita Jenks, pero yo me casé con su sobrina hace unas pocas semanas… Su sobrina, Dolly McGee. Nos casamos pocas semanas atrás y ella padece una enfermedad bastante seria… No, se trata de algo emocional. Está trastornada emocionalmente y desea verla. Se encuentra en el sanatorio Whitmore, aquí, en Pacific Point. La atiende el doctor Godwin.

Hizo una pausa. El sudor corría por su frente. La voz que hablaba en el otro extremo del hilo continuó por algún tiempo.

—Dice que no puede venir mañana —me comunicó Alex y, luego a ella—: ¿El sábado sería posible? Sí, bueno. Me encontrará en el Mariner’s Rest Motel o… Alex Kincaid. Trataré de ponerme en contacto con usted.

—Deje que hable con ella —pedí.

—Un minuto, señorita Jenks. Un caballero que está conmigo, el señor Archer, tiene algo que decirle.

Me alcanzó el receptor.

—Hola, señorita Jenks.

—Hola, señor Archer. ¿Y quién es usted, puedo preguntar, que llama a la una de la mañana?

No era una pregunta insignificante. La mujer parecía estar ansiosa e irritada, pero mantenía ambos sentimientos bajo un control razonable.

—Soy un detective privado. Lamento haber interrumpido su sueño, pero hay algo más que una simple enfermedad emocional. Una mujer ha sido asesinada aquí.

Alice jadeó, pero no formuló comentario alguno.

—Su sobrina es testigo material del hecho. Puede estar complicada de manera más profunda y, en todo caso, va a necesitar su apoyo. Por lo que sé, usted es su única pariente, además de su padre…

—Déjelo de lado. Él no cuenta para nada. Nunca lo ha hecho, excepto de un modo negativo.

Su voz era monótona y dura.

—¿A quién asesinaron? —preguntó.

—A una amiga y consejera de su sobrina, la profesora Helen Haggerty.

—Jamás oí hablar de esa mujer —comentó, con una mezcla de impaciencia y alivio.

—Escuchará una buena cantidad de cosas, si es que su sobrina le interesa en alguna medida. ¿Está muy unida a ella?

—Lo estaba, antes de que se alejara de mí. Me encargué de Dolly después de la muerte de su madre.

Su voz volvió a ser descolorida.

—¿Tiene algo que ver Tom McGee con este nuevo asesinato?

—Quizá. Está aquí, en la ciudad, o estaba.

—¡Lo sabía! —exclamó con un tono de helado triunfo—. No fue buen negocio dejarle salir. Debieron haberlo condenado a la cámara de gas por lo que le hizo a mi hermana menor.

La había embargado una emoción repentina. Esperé que siguiera. Como no lo hizo, dije:

—Me siento ansioso de comentar los detalles con usted, pero creo que no debemos hacerlo por teléfono. En realidad, sería usted de gran ayuda si pudiera venir mañana.

—No puedo, simplemente no puedo. Es inútil insistir. Debo asistir a una reunión muy importante mañana por la tarde. Varios funcionarios estatales, procedentes de Sacramento, vendrán aquí y, con toda probabilidad, el asunto se prolongará hasta la noche.

—¿Qué me dice de la mañana?

—Tengo que preparar las cosas. Estamos elaborando un nuevo programa de bienestar con la colaboración del estado y del condado.

Una latente histeria zumbaba en su voz, la histeria de una solterona de mediana edad que se ve obligada a someterse a un cambio.

—Si dejara de lado este proyecto podría perder mi posición.

—No deseamos que ocurra eso, señorita Jenks. ¿A qué distancia está ese lugar de Pacific Point?

—Ciento diez kilómetros. Pero ya le dije que no puedo recorrerlos.

—Yo, sí. ¿Me concedería una hora por la mañana, digamos alrededor de las once?

La mujer vaciló.

—Sí —asintió al final—, siempre que sea importante. Me levantaré una hora más temprano y haré mi trabajo en el periódico. Estaré en casa a las once. ¿Conoce mi dirección? Mi casa se encuentra en las proximidades de la calle principal de Indian Springs.

Le di las gracias, me libré de Alex, me fui a la cama y, después de poner mi despertador mental a las seis y media, me dispuse a dormir.