El compacto automóvil de Bradshaw estaba equipado con cinturones de seguridad y me pidió que me pusiera el mío antes de iniciar la marcha. Entre su casa y la de Helen, le conté lo que estimé que él necesitaba saber acerca de las confesiones de Dolly. Respondió en forma simpática. De acuerdo con mis sugerencias, aparcó el coche junto al buzón situado al pie del sendero que llevaba a la vivienda de Helen. Cuando salimos, escuché el sordo quejido que subía del mar.
Junto a la carretera había otro coche sin luces, un descapotable oscuro, cuya forma era difícil definir en medio de la atmósfera espesa. Debí haberlo echado a rodar por la pendiente, pero me sentía presionado por mis problemas privados y ansioso de comprobar si Helen aún vivía.
Su casa era un tenue borrón de luz, allá arriba entre los árboles. Comenzamos a subir por el empinado sendero de grava. Una lechuza voló muy bajo por encima de nuestras cabezas, como un trozo movible de niebla. Se posó en algún lugar, llamó a su compañera y recibió respuesta. Los dos pájaros invisibles parecía que se burlaban de nosotros, con sus voces de sirena, tristes y distantes.
De pronto escuché, hacia arriba, unos crujidos que se repetían con regularidad, los cuales al final resultaron ser pasos que se acercaban por el camino de grava. Toqué la manga de Bradshaw y nos detuvimos. Un hombre se asomó por encima de nosotros. Llevaba un abrigo de entretiempo y un sombrero de ala estrecha. No pude distinguir su cara con claridad.
—¡Hola! —exclamé.
No hubo respuesta. Debía ser joven y audaz. Se precipitó sobre nosotros, me golpeó en los hombros y arrojó a Bradshaw entre los arbustos. Traté de detenerle, pero la pendiente favoreció su huida.
Le perseguí cuesta abajo hasta la carretera y llegué en el momento en que subía al descapotable. Cuando me acerqué al automóvil, el motor ya funcionaba y las luces estaban encendidas. Antes de que desapareciera, eché una mirada a una matrícula de Nevada y a las primeras cuatro cifras de su número. Me dirigí al coche de Bradshaw y escribí en mi libreta de notas: FT 37.
Volví a trepar por la senda una segunda vez. Bradshaw había llegado a la casa. Estaba sentado en el umbral. Su cara tenía una expresión enfermiza. La luz que se derramaba a través de la puerta abierta arrojaba su sombra inclinada sobre las losas.
—Está muerta, señor Archer.
Eché una mirada dentro. Helen yacía de lado detrás de la puerta. La sangre había manado de un orificio de bala en su frente y formaba un charco de sangre sobre las baldosas. En los bordes comenzaba a coagularse, como la helada en una poza oscura. Toqué su cara. Ya empezaba a enfriarse. Miré el reloj y vi que eran las nueve y diecisiete.
Entre la puerta y la sangre descubrí la huella oscura de una mano, todavía pegajosa al tacto. Era del tamaño de la de Dolly. Pudo haberse caído en forma accidental, pero en mi cabeza se agitó el pensamiento de que la muchacha estaba haciendo todo lo posible para que la consideraran una asesina. Lo cual no significaba, por necesidad, que fuera inocente.
Bradshaw se asomó por el vano de la puerta, como un convaleciente.
—¡Pobre Helen! Es algo horrible. ¿Usted cree que el tipo que nos atacó…?
—Diría que hace dos horas que está muerta, por lo menos dos horas. Por supuesto, pudo haber regresado para borrar sus huellas o recuperar el arma. Actuó como si fuera culpable.
—Por cierto que lo es.
—¿En alguna oportunidad mencionó Helen Haggerty Nevada?
Pareció sorprendido.
—No lo creo. ¿Por qué?
—El coche en el que escapó nuestro amigo tenía matrícula de Nevada.
—Ya veo. Bien, supongo que tendremos que llamar a la policía.
—Se resentirán si no lo hacemos.
—¿Quiere ocuparse del asunto? Me siento sumamente conmovido.
—Es mejor que se encargue usted, Bradshaw. Ella trabajaba en la universidad y usted está en condiciones de reducir el escándalo al mínimo.
—¿El escándalo? No había pensado en eso.
Se forzó a sí mismo a pasar por delante del cadáver, a fin de llegar al teléfono, que se encontraba en el rincón más alejado del cuarto. Realicé un rápido recorrido por las restantes habitaciones. En uno de los dormitorios no había nada, si se exceptúa una silla de cocina y una mesa sencilla que Helen había usado como escritorio. Encima de ella se amontonaban un manojo de exámenes sobre los verbos irregulares franceses. Pilas de libros, diccionarios y gramáticas francesas y alemanas, y recopilaciones de prosa y poesía, se desparramaban en torno. Abrí uno en la primera página. Escrito en tinta roja, se leía: Profesora Helen Haggerty, Maple Park College, Maple Park, Illinois.
El otro dormitorio estaba amueblado con una elegancia casi remilgada, con muebles provenzales nuevos, alfombras de lana sobre los pulidos mosaicos, suaves y pesadas cortinas tejidas a mano en las enormes ventanas. El guardarropa contenía una hilera de vestidos y faldas, con los rótulos de Magnin y Bullocks, y en la parte inferior, un conjunto de zapatos haciendo juego. Los cajones estaban colmados de jerseys y ropas más íntimas, pero no había nada verdaderamente íntimo. Ni cartas, ni fotografías.
El cuarto de baño se hallaba alfombrado de pared a pared y tenía una bañera en el suelo, de forma triangular. El botiquín estaba muy bien surtido con cremas de belleza, cosméticos y píldoras somníferas. Las últimas habían sido recetadas por un tal doctor Otto Schrenk y vendidas por la farmacia Thompson de Bridgeton, Illinois, el 17 de junio de ese año.
Volqué la papelera sobre la alfombra. Bajo un montón de arrugados papeles, encontré una carta encerrada en un sobre para ir por vía aérea, la cual había sido echada al correo de Bridgeton, Illinois, una semana atrás, y dirigida a la señora Helen Haggerty. La única hoja que contenía el sobre estaba firmada simplemente «Mamá» y carecía de dirección del remitente.
Querida Helen:
Fue un gesto delicado de tu parte el enviarme una tarjeta postal de la soleada California, el estado de la Unión que prefiero, aunque hayan transcurrido años desde que estuve allí. Tu padre siempre me promete llevarme durante sus vacaciones, pero siempre ocurre algo que nos impide realizar el viaje. De todos modos, su presión anda mejor, lo que representa un consuelo. Me alegra que estés bien. Me gustaría que reconsideraras el problema de tu divorcio, aunque supongo que todo ha terminado. Es una pena que Bert y tú no podáis vivir juntos. Él es un buen hombre, a su manera. Pero imagino que los pastizales lejanos parecen más verdes.
Tu padre, por supuesto, sigue furioso. No me permite mencionar tu nombre. En realidad, no te perdonó que abandonaras tu hogar y, supongo, no se perdonó a sí mismo. Es necesario que haya dos para entablar una disputa. Sin embargo, sigues siendo su hija y no debiste haberle hablado en la forma en que lo hiciste. No abrigo la intención de recriminarte. Sigo esperando una reconciliación entre ambos, antes de que tu padre muera. Tú sabes que no va para joven, y yo tampoco, Helen. Tú eres una muchacha inteligente, posees una esmerada educación y, en consecuencia, podrías escribirle una carta que le hiciera sentirse de modo diferente respecto a las «cosas». Después de todo, eres su única hija y jamás te has retractado del insulto de bandido que le arrojaste a la cara. Son palabras duras para que las trague un policía y todavía le llenan de rencor, después de más de veinte años. Por favor, escribe.
Volví a colocar la carta en la papelera con los restantes desperdicios. Después me lavé las manos y regresé a la habitación principal. Bradshaw estaba sentado en la silla de cuerdas, obstinadamente formal aunque se encontraba solo. Me pregunté si ésta sería su primera experiencia con la muerte. No lo era en lo que a mí respeta, pero me había golpeado con extrema dureza. Podía haberla evitado.
La niebla se iba haciendo más densa por momentos. Se movía contra la pared de cristal de la casa y me producía la extraña sensación de que el mundo se había precipitado y que Bradshaw y yo flotábamos en el espacio, como unos gemini inverosímiles metidos en una cápsula con la mujer asesinada.
—¿Qué le dijo la policía?
—Hablé con el sheriff. Llegará dentro de un rato. Le di la información mínima necesaria. No supe si referirme o no a la señora Kincaid.
—Tenemos que explicar cómo descubrimos el cadáver. Sin embargo, usted no debe repetir nada de lo que dijo ella. En lo que a usted concierne, se trata de un mero rumor.
—¿La considera seriamente como sospechosa?
—Todavía no me he formado ninguna opinión. Veremos lo que dice el doctor Godwin acerca de sus condiciones mentales. Espero que haga un buen trabajo.
—Godwin es lo mejor que existe en la ciudad. Me lo encontré casualmente esta noche. Se sentó conmigo en la mesa de los oradores, durante el banquete de antiguos alumnos hasta que le llamaron.
—Él mencionó el hecho.
—Sí. Jim Godwin y yo somos viejos amigos.
Pareció que este pensamiento representaba un consuelo para él. Miré a mi alrededor en busca de algo para sentarme, pero no vi otra cosa que la silla de Helen. Me senté en cuclillas. Una de las características de la casa que más me había confundido era la curiosa combinación de derroche y desnuda pobreza, como si dos mujeres opuestas se hubieran turnado para amueblarla. Dos mujeres, una princesa y una miserable. Comenté el asunto con Bradshaw y él asintió con un movimiento de cabeza.
—Me sorprendió cuando estuve aquí la otra tarde. Al parecer, Helen gastaba su dinero en cosas no esenciales.
—¿De dónde provenía ese dinero?
—Me dio a entender que poseía ingresos privados. Dios sabe que nadie se viste como lo hacía ella con un sueldo de profesor adjunto.
—¿Conocía bien a la profesora Haggerty?
—No mucho. La acompañé a una o dos representaciones teatrales universitarias y al concierto de apertura de la temporada de otoño. Descubrimos una pasión común por Hindemith.
Puso sus dedos de forma de torre y continuó:
—Helen es… era una mujer muy presentable. Pero no intimé con ella, en ningún sentido. No alentaba la intimidad.
Alcé las cejas. Bradshaw se ruborizó ligeramente.
—No me refiero a la intimidad sexual, ¡por amor de Dios! No era mi tipo en absoluto. Quiero decir que no decía una sola palabra sobre sí misma.
—¿De dónde había venido?
—De algún colegio pequeño del Medio Oeste, creo que de Maple Park. Cuando la contratamos ya lo había abandonado y se encontraba aquí. Fue un caso de emergencia, exigido por el ataque de coronaria del doctor Farrand. Por suerte, Helen se hallaba disponible. No sé qué hará ahora nuestro Departamento de Lenguas Modernas, con el semestre en camino.
Parecía bastante resentido por el hueco que dejaba la mujer muerta. Mientras que para él resultara natural preocuparse por la universidad y sus problemas, a mí no me gustaba su actitud. Con intención deliberada de molestarle, dije:
—Tanto usted como la universidad tendrán que hacer frente a problemas mucho más graves que el de encontrar un profesor para reemplazarla.
—¿Qué quiere decir?
—Helen no era una profesora ordinaria. Pasé con ella un rato esta tarde. Entre otras cosas me dijo que alguien la había amenazado.
—¡Qué espanto! —exclamó, como si la amenaza de muerte fuera algo peor que el hecho mismo—. ¿Quién demonios…?
—No tenía la menor idea, ni tampoco la tengo yo. Tal vez usted podría sugerir algo. ¿Tenía enemigos en el campus?
—Por cierto que no puedo pensar en ninguno. Como comprenderá no conocí a Helen muy bien.
—Sin embargo, yo logré conocerla bastante bien y en muy poco tiempo. Me di cuenta de que poseía una buena dosis de experiencia, no del todo adquirida en los seminarios para graduados o en las reuniones de la facultad. ¿Investigó sus antecedentes antes de contratarla?
—No con excesivo cuidado. Como ya le expliqué, fue un caso de emergencia y, de todos modos, la responsabilidad no era mía. El jefe de su departamento, el doctor Geisman, recibió una impresión favorable a través de sus credenciales y la contrató.
Bradshaw, con toda sutileza, se estaba dejando a sí mismo fuera de la cuestión. Escribí en mi libreta de anotaciones el nombre del doctor Geisman.
—Deben investigarse sus antecedentes —observé—. Parece que estaba casada y que se divorció hace poco tiempo. También quiero averiguar todo lo posible acerca de sus relaciones con Dolly. Al parecer, eran muy estrechas.
—Me imagino que no estará sugiriendo una vinculación lesbiana. Hemos tenido…
Decidió no terminar la frase.
—No estoy sugiriendo nada. Me limito a buscar información. ¿Cómo llegó a ser la profesora Haggerty consejera de Dolly?
—Por las vías normales, supongo.
—¿Cuáles son las vías normales para adquirir un consejero?
—Hay varias. La señora Kincaid es alumna de los cursos superiores y, por lo general, permitimos que esos estudiantes escojan sus propios consejeros, siempre que éstos cuenten con tiempo disponible en su horario de trabajo.
—¿Entonces es probable que Dolly haya elegido a la profesora Haggerty e iniciado la amistad con ella por sí misma?
—Tuvo todas las oportunidades para hacerlo. No obstante, también pudo ser el resultado de una mera casualidad.
Como si ambos hubiéramos recibido una señal en una longitud de onda común, nos volvimos y contemplamos el cuerpo de Helen Haggerty. Parecía pequeño y solitario, allí, al otro extremo de la habitación. Nuestro vuelo conjunto con él, a través del espacio nebuloso, se había prolongado durante largo tiempo. Eché una ojeada al reloj. Eran sólo las nueve y treinta y uno, catorce minutos después de nuestra llegada. El tiempo había acortado su paso, dividiéndose en fracciones innumerables, como el espacio de Zenón o las horas de marihuana.
Con un esfuerzo visible, Bradshaw apartó su mirada del cadáver. Su instante de comunión con él le habla robado los últimos rasgos de su aspecto juvenil. Se inclinó hacia mí. De su boca y de sus ojos irradiaban profundas líneas de hondo desconcierto.
—No consigo entender lo que le dijo a usted la señora Kincaid. ¿Quiso decir usted que se confesó autora de este… este asesinato?
—Un agente de policía o un fiscal dirían que sí. Por fortuna, no había ninguno presente. He oído una buena cantidad de confesiones, algunas legítimas y otras falsas. En mi opinión, la de Dolly pertenece a la última categoría.
—¿Qué me dice de la sangre?
—Pudo haber resbalado y caído sobre ella.
—¿De modo que usted cree que no debemos mencionar nada de esto al sheriff?
—Si a usted no le importa hacer alguna concesión.
Su cara mostró con claridad lo que pensaba. No obstante, tras un segundo de vacilación, repuso:
—Mantendremos esto para nosotros mismos, al menos por ahora. Después de todo, se trata de una de nuestras alumnas, aunque lo haya sido por breve tiempo.
Bradshaw no advirtió el empleo del tiempo pasado, pero yo sí lo hice, y el asunto me deprimió. Supongo que los dos nos sentimos aliviados cuando oímos el sonido del motor del coche del sheriff, que subía por la pradera. Vino acompañado por un laboratorio móvil. Pocos minutos después, un técnico en huellas dactilares, un médico forense y un fotógrafo, se habían apoderado de la habitación y cambiado su carácter. Se convirtió en algo impersonal y seco, como un cuarto cualquiera en cualquier lugar, en el cual se hubiera cometido un asesinato. De manera curiosa, los hombres en uniforme parecían repetir el crimen una segunda y última vez al anular el radiante atractivo de Helen y convertirla en carne de laboratorio, y en prueba de sala de tribunal. Mis nervios a flor de piel se estremecieron, cuando las lámparas de los fotógrafos centellearon en el rincón.
El sheriff Herman Crane era un hombre ancho de hombros, que llevaba un traje de gabardina de color tostado. Su única sugerencia de uniforme era un sombrero de ala ancha, con una banda de cuero trenzado. Su voz tenía un campanilleo administrativo y sus modales mostraban la pesada desenvoltura de un político, que oscila entre la amenaza y la lisonja. Trató a Bradshaw con ruidosa deferencia, como si el decano fuera una planta sensible, de valor indeterminado pero de cierta importancia.
A mí me trató en la forma en que los policías me tratan habitualmente, es decir, con la sospecha que les provoca mi profesión. Siempre me acusan del delito de actuar según mis propios pensamientos. Conseguí que el sheriff Crane enviara un coche patrulla en busca del descapotable con matrícula de Nevada. Se quejó de que su departamento padecía una aguda deficiencia en materia de personal y opinó que el bloqueo de las carreteras no era el procedimiento indicado en esa etapa del juego. Y en esa etapa del juego decidí no colaborar plenamente con él.
El sheriff y yo nos sentamos y conversamos por espacio de unos minutos, mientras un agente que sabía taquigrafía tomaba notas. Le dije que Dolly Kincaid, la mujer de uno de mis clientes, había descubierto el cadáver de su consejera universitaria, la profesora Helen Haggerty, y me había informado acerca del hecho. La joven había sufrido un shock y se encontraba bajo asistencia médica.
Antes de que el sheriff pudiera presionarme para obtener posteriores detalles, le proporcioné un informe verbatim, o lo más cercano posible, de mi conversación con Helen acerca de la amenaza de muerte de que fuera objeto. Mencioné que ella había hecho la comunicación pertinente a su oficina y pareció que el policía tomaba mis palabras como una crítica.
—Nos falta personal, como ya le dije. No estoy en condiciones de conservar a los hombres con experiencia. Los Ángeles los seduce con sueldos que nosotros no podemos pagar.
El hombre sabía que yo era de Los Ángeles y sus palabras implicaban que, de una manera oscura, compartía la responsabilidad de su infortunio.
—Si destinara un hombre para vigilar cada casa cuyos moradores han recibido la llamada telefónica de un chiflado, no tendría a nadie para administrar el departamento.
—Lo entiendo.
—Me alegra que lo entienda. Hay algo que no veo con claridad. ¿Cómo tuvo lugar esa conversación suya con la muerta?
—La profesora Haggerty se me acercó y me pidió que la acompañara hasta aquí.
—¿Qué hora era?
—No miré la hora. Fue muy poco antes de la puesta del sol. Permanecí con ella por espacio de una hora.
—¿Qué se proponía ella?
—Deseaba que me quedara para protegerla. Siento no haberlo hecho.
La simple oportunidad de decirlo hizo que me sintiera mejor.
—¿Quiere decir que ella estaba dispuesta a contratarle como guardaespaldas?
—Ésa era su idea.
No había necesidad de referirse al complejo intercambio que se produjera entre Helen y yo, sin resultados.
—¿Cómo sabía la muerta que usted se ocupa de tales tareas?
—No lo sé con exactitud. Conocía mi calidad de investigador porque había visto mi nombre en los periódicos.
—Por cierto —observó—. Usted actuó como testigo en el caso Perrine, esta mañana. Quizá debiera felicitarle porque la mujer fue absuelta.
—No se preocupe.
—No, no pienso hacerlo. La Perrine es culpable como el infierno. Usted lo sabe y yo lo sé.
—Los miembros del jurado no lo creyeron así —dije con suavidad.
—Los miembros del jurado pueden ser confundidos y los testigos comprados. De una manera súbita, usted se muestra muy activo en nuestros círculos criminales, señor Archer.
Las palabras tenían el peso de una amenaza y la implicaban. Extendió una mano ancha y descuidada en dirección al cadáver y me preguntó:
—¿Está usted seguro de que esa mujer, esa profesora Haggerty, no era su amiga?
—Llegamos a ser amigos en cierta medida.
—¿En una hora?
—Puede ocurrir en una hora. De todos modos, mantuvimos una conversación previa en la universidad, en el día de hoy.
—¿Y qué me dice con relación a los días anteriores al de hoy? ¿También mantuvo otras conversaciones previas con la muerta?
—No. Hoy la vi por primera vez.
Bradshaw, que había estado pendiente de nosotros y rondando a nuestro alrededor, en diversas actitudes ansiosas, habló:
—Estoy en condiciones de certificar la verdad de esto, sheriff, si mi intervención le ahorra tiempo.
Crane le dio las gracias y se volvió otra vez hacia mí.
—¿De modo que sólo hubo una mera propuesta comercial entre usted y ella?
—Habría sido así si yo hubiera estado interesado en el asunto.
No decía toda la verdad, pero no había manera de decírsela a Crane sin parecer loco.
—Usted no estaba interesado. ¿Por qué?
—Porque tenía otros asuntos que atender.
—¿Cuáles?
—La señora Kincaid había abandonado a su marido y él me contrató para localizarla.
—Escuché algo de eso esta mañana. ¿Descubrió la causa de la actitud de la muchacha?
—No. Mi trabajo consistía en encontrarla. Lo hice.
—¿Dónde?
Miré a Bradshaw, quien asintió con un desganado movimiento de cabeza.
—Es alumna de la universidad —dije.
—¿Y ahora usted afirma que está bajo la atención de un médico? ¿Quién es él?
—El doctor Godwin.
—El psiquiatra, ¿no?
Crane descruzó sus pesadas piernas y se inclinó hacia mí en actitud confidencial.
—¿Para qué necesita un psiquiatra? ¿Ha perdido la razón?
—Sufrió un ataque histérico. Me pareció una buena idea llamar a un médico.
—¿Dónde está ahora la señora Kincaid?
Volví a mirar a Bradshaw. Él informó:
—En mi casa. Trabaja allí en calidad de chófer de mi madre —El sheriff se puso de pie, al tiempo que movía sus brazos como si fueran remos.
—Iremos allí para hablar con ella.
—Me temo que no será posible —dijo Bradshaw.
—¿Quién lo afirma?
—Yo. Y estoy seguro de que el doctor se mostrará de acuerdo.
—Como es natural, Godwin dice lo que sus pacientes le pagan por decir. Ya he tenido problemas con él antes de ahora.
—Lo sé.
La cara de Bradshaw se veía muy pálida, pero su voz estaba sometida a un rígido control.
—Usted no es un profesional, sheriff Crane, y dudo que entienda el código de ética de Godwin.
Crane enrojeció bajo el insulto. No encontró respuesta. Bradshaw continuó:
—Con toda seriedad, no creo que la señora Kincaid pueda o deba ser interrogada en las condiciones actuales. ¿Qué se ganaría con ello? Si tuviera algo que esconder, no habría corrido en busca del detective más cercano para comunicarle sus espantosas noticias. Tengo la certeza de que nadie desea someter a la muchacha a un castigo cruel e insólito por el mero hecho de haber cumplido su deber de ciudadana.
—¿Qué quiere decir cuando se refiere a un castigo cruel e insólito? No estoy proyectando aplicarle el tercer grado.
—Espero y confío en que no se proponga acercarse a la chica esta noche. Eso sería un castigo cruel e insólito en mi opinión, sheriff, y creo hablar en nombre de una concepción arraigada en este condado.
Crane abrió la boca para replicar. Pero, al advertir quizá la inutilidad del intento de oponerse a Bradshaw, la cerró de nuevo. El decano y yo salimos solos. Una vez que estuvimos fuera del alcance de oídos indiscretos, comenté:
—Hizo un buen trabajo al derrotar al sheriff.
—Siempre me ha molestado ese saco hinchado de viento. Por fortuna, es vulnerable. Durante las últimas elecciones, su mayoría cayó de mala manera. A numerosas personas del condado, incluyéndonos al doctor Godwin y a mí, nos agradaría ver que se hace respetar la ley con más inteligencia y eficacia. Creo que estamos en condiciones de lograrlo.
Nada había cambiado en forma visible en la casa de la portería. Dolly continuaba acostada en el sofá cama, con la cara vuelta hacia la pared. Bradshaw y yo nos detuvimos vacilantes en la puerta. Alex, caminando con la cabeza gacha, cruzó la habitación para hablar con nosotros.
—El doctor Godwin fue a la casa para hacer una llamada telefónica. Cree que deberíamos llevarla a un sanatorio privado durante un tiempo.
Dolly habló con voz monótona:
—Sé lo que estás diciendo. Podrías hablar en voz alta. Lo que quieres es echarme.
—¡Chist, querida!
Era una forma valiente de expresarse.
La chica volvió a sumergirse en el silencio. No se había movido en absoluto. Alex nos condujo afuera y dejó la puerta abierta para vigilarla. Explicó en voz baja:
—El doctor Godwin no desea correr el riesgo del suicidio.
—¿Tan mal están las cosas? —pregunté.
—Yo no lo creo. En realidad, tampoco el doctor Godwin. Sostiene que sólo se trata de tomar razonables medidas de seguridad. Le aseguré que yo podría ocuparme de Dolly, pero él cree que no debo tratar de hacerlo por mi cuenta.
—No debe hacerlo —intervino Bradshaw—. Usted necesita conservar las fuerzas para mañana.
—Sí, mañana…
Alex pateó el rústico felpudo del umbral.
—Creo que lo mejor será que llame a papá. Como mañana es sábado, no tendrá inconveniente en venir.
Se oyó ruido de pasos que se aproximaban desde la casa principal. Un hombre alto, con una chaqueta de lagarto, emergió de la niebla. Su cabeza calva brilló al ser tocada por la luz que se desparramaba a través del vano de la puerta abierta. Saludó a Bradshaw con calor:
—¡Hola, Roy! Disfruté con su discurso, es decir, con la parte que pude escuchar. Usted elevará nuestra ciudad a la altura de la Atenas del Oeste. Por desgracia, un paciente me arrastró en la mitad de su disertación. Se trata de una mujer. Quería que le dijera si no había peligro en que fuera a ver una película de Tennessee Williams. Lo que en realidad deseaba es que la acompañara y protegiera de los malos pensamientos.
Se volvió hacia mí y añadió:
—¿Señor Archer? Soy el doctor Godwin.
Nos estrechamos las manos. Me cubrió con una mirada de concentrada intensidad, como si se dispusiera a pintar mi retrato de memoria. El doctor Godwin tenía una cara fuerte y poderosa, con ojos que cambiaban del brillo a la sombra, como lámparas que se encienden y se apagan. Poseía autoridad, y se cuidaba mucho de no utilizarla.
—Me alegro de que haya llamado. La señorita McGee, es decir, la señora Kincaid, necesitaba algo que la calmara.
Su mirada penetró a través de la puerta y agregó:
—Espero que se encuentre mejor.
—Está mucho más tranquila —dijo Alex—. ¿No cree que todo marchará bien, si se queda aquí conmigo?
Godwin tuvo un gesto de lástima. Su boca era muy flexible, como la de un actor.
—No sería una actitud muy cuerda, señor Kincaid. Ya he tomado las medidas necesarias para conseguir una cama en el sanatorio particular que utilizo. No deseo correr el menor riesgo con su vida.
—Pero, ¿por qué iba a tratar de matarse?
—La pobre chica tiene una buena dosis de ideas extrañas en su mente. Siempre presto atención a las amenazas de suicidio e incluso a las señales más insignificantes de ellas.
—¿Ha descubierto con exactitud lo que le trabaja la mente? —preguntó Bradshaw.
—No quiere hablar mucho. Está muy cansada. El interrogatorio puede esperar hasta mañana.
—Así lo espero —observó Bradshaw—. El sheriff se propone formularle algunas preguntas acerca del disparo. Hice cuanto pude para disuadirle.
La plástica cara de Godwin adoptó una expresión grave.
—¿De modo que ha habido asesinato? ¿Otro asesinato?
—Uno de nuestros profesores, Helen Haggerty, recibió un balazo esta noche, en su casa. Al parecer, la señora Kincaid tropezó con el cadáver
—Tiene una suerte espantosa.
Godwin alzó la vista hacia el cielo.
—A veces pienso que los dioses vuelven la espalda a ciertas personas.
Le pedí que me explicara lo que había querido decir. Sacudió la cabeza y continuó:
—Me siento en exceso cansado para contarle la sangrienta saga de la familia McGee. Gracias a Dios, una buena parte de la historia se ha borrado de mis recuerdos. ¿Por qué no solicita los detalles a la gente del departamento de policía?
—No sería una buena idea, en las presentes circunstancias.
—¿No lo sería? ¿Lo sería? Usted puede ver cuán cansado estoy. En el momento en que haya dejado a mi paciente en seguridad por esta noche, apenas me quedará bastante energía para llegar a casa y acostarme.
—Tendremos que hablar, doctor.
—¿Acerca de qué?
No me gustaba decirlo delante de Alex, pero lo hice sin quitarle los ojos de encima:
—De la posibilidad de que Dolly haya cometido este segundo asesinato, o digamos de la posibilidad de que la acusen de ser su autora. Parece desearlo.
Alex se alzó en su defensa.
—Dolly estaba fuera de sí, temporalmente, y usted no puede utilizar lo que dijo…
Godwin apoyó su mano en el hombro del muchacho.
—Tómelo con calma, señor Kincaid. Por ahora no es posible que determinemos nada. Todo cuanto necesitamos todos es una buena noche de sueño, en particular su mujer. Quiero que me acompañe al sanatorio, para el caso de que necesite su ayuda en el camino.
Tras una pausa, siguió dirigiéndose a mí:
—En cuanto a usted, puede seguirnos en su coche, para traerme de regreso. De todos modos, tiene que conocer el lugar donde está ubicado el sanatorio, puesto que nos veremos allí mañana a las ocho, después de que haya tenido oportunidad de hablar con la señora Kincaid. ¿De acuerdo?
—Mañana, a las ocho de la mañana.
Se volvió hacia Bradshaw.
—Roy, si fuera usted, iría a ver cómo se encuentra la señora Bradshaw. Le di un sedante, pero está alarmada. Piensa, o pretende pensar, que está rodeada de maníacos asesinos. Puede contarle las cosas, en la mejor manera posible, con más eficacia que yo.
Godwin parecía un hombre prudente y cuidadoso. De cualquier modo, se impuso su autoridad. Todos hicimos lo que nos había ordenado.
También Dolly. Sostenida por el doctor Godwin y su marido, avanzó hacia el coche. No ofreció resistencia ni emitió un solo sonido, pero su forma de caminar era la de una persona que avanza hacia la cámara de gas.