CAPÍTULO VIII

Me detuve un instante en el motel, en camino a la casa de Bradshaw. El muchacho de la portería me dijo que Alex aún no había regresado. No me sorprendió descubrir su Porsche rojo, aparcado junto al seto de los Bradshaw, a un costado de la carretera.

La luna se estaba levantando detrás de los árboles. Dejé que mis pensamientos la acompañaran en su ascensión, imaginando que Alex había logrado reunirse con su mujer y que ambos, cómodos y abrigados en la casa del portero, conversaban acerca de sus problemas. El sonido del llanto de la muchacha barrió la esperanzada visión. Su voz era baja y terrible, casi inhumana. Su ritmo compulsivo se elevaba y caía, como el maullido de un gato herido.

La puerta de la casa se encontraba entreabierta. La luz se derramaba por la hendidura, como expulsada por la presión de los ruidos de adentro. La abrí del todo.

—¡Salga de aquí! —ordenó Alex.

Ambos estaban en un sofá-cama, en la reducida salita. Alex rodeaba con sus brazos a la chica, pero la escena no era doméstica. Al parecer, ella luchaba con el muchacho, en un desesperado intento de liberarse de su abrazo. Parecía la imagen de un manicomio, donde las enfermeras prefieren sostener entre sus brazos a sus pacientes violentos, a veces por espacio de horas, antes que inmovilizarlos con la camisa de fuerza.

La blusa de Dolly se veía desgarrada, de modo que uno de sus pechos estaba casi al descubierto. Volvió la cabeza desgreñada y pude observar su rostro. Su color era gris y en él se pintaba una expresión de aturdimiento que no cambió cuando me dijo:

—¡Váyase!

—Creo que será mejor que me quede —observé, dirigiéndome a ambos.

Cerré la puerta y atravesé la habitación. El ritmo del llanto de Dolly se estaba apaciguando. En realidad, no era llanto. Sus ojos permanecían secos y fijos, en medio de su carne gris. La muchacha escondió la cara en el pecho de su marido.

El rostro de Alex era de un blanco fosforescente.

—¿Qué ha pasado, Alex?

—En realidad, no lo sé. Estaba esperándola. Llegó hace unos pocos minutos. No logré averiguar nada que tuviera sentido. Se halla espantosamente trastornada por algo.

—Sufre un shock —observé, al tiempo que pensaba que Alex se encontraba muy cerca de lo mismo—. ¿Tuvo un accidente?

—Una cosa parecida.

Su voz se arrastraba en un murmullo. Su mirada se volvía hacia adentro, como si buscara a tientas la fuerza necesaria para controlar aquel nuevo problema.

—¿Está herida, Alex?

—No lo creo. Llegó corriendo por la carretera y trató de huir otra vez. Cuando intenté detenerla, libró una verdadera batalla para impedírmelo.

Como si quisiera demostrar sus condiciones de guerrero, Dolly liberó sus manos y comenzó a golpear el pecho de su marido. Sus dedos tintos en sangre dejaron marcas rojas en la camisa de Alex.

—Dejen que me vaya —rogó—. Deseo morir. Lo merezco.

—Está herida, Alex.

Sacudió la cabeza en gesto de negación

—Es la sangre de otra persona. Una amiga de Dolly fue asesinada.

—Y yo tengo la culpa —afirmó Dolly, con una voz sin matices.

Alex aferró con fuerza las muñecas de su mujer. La virilidad brillaba en su rostro.

—¡Tranquilízate, Dolly! Estás diciendo tonterías.

—¿Sí? Ella yace en un charco de sangre y soy yo quien la puso allí.

—¿De quién habla? —pregunté a Alex.

—De alguien llamada Helen. Jamás escuché su nombre.

—Yo sí.

La muchacha comenzó a hablar en un monótono murmullo, con tanta velocidad e imprecisión que apenas podía seguirla. Era un demonio. Lo mismo que su padre antes que ella y el padre de Helen, ambas estaban unidas por los lazos del asesinato, los cuales las hacían hermanas en la sangre, y ella había traicionado a su hermana y provocado su muerte.

—¿Qué le hizo a Helen?

—Tenía que haberme mantenido alejada de ella. Todos aquellos a quienes me acerco mueren.

—No digas locuras —amonestó Alex con suavidad—. Tú nunca has hecho daño a nadie.

—¿Qué sabes acerca de mí?

—Todo cuanto necesito saber. Te quiero.

—No digas eso. Al oírlo, siento tentaciones de suicidarme.

Erguida en el círculo que formaban los brazos de su marido, se contempló las manos ensangrentadas y volvió a llorar con su terrible llanto sin lágrimas.

—Soy una criminal.

Alex me miró con sus ojos azul oscuro, casi negros.

—¿Encuentra algún sentido en todo esto?

—No mucho.

—Usted no cree en realidad que mató a esa Helen.

Hablábamos por encima de Dolly, como si fuera sorda o loca, y ella captaba la situación.

—Ni siquiera sabemos que alguien haya sido asesinado —dije—. Su mujer sufre un peso de algún tipo de culpa, pero puede ser que pertenezca a otro. Esta noche descubrí algo acerca de los antecedentes de su mujer, o pienso que lo hice.

Me senté en el gastado sofá-cama de color castaño, junto a ellos.

—¿Cómo se llama su padre? —pregunté a Dolly.

No pareció haberme escuchado.

—¿Thomas McGee?

Asintió con un brusco movimiento de cabeza, como si alguien la hubiera golpeado por detrás.

—Es un monstruo mentiroso. Hizo de mí otro monstruo.

—¿Cómo lo hizo?

La pregunta provocó el disparo de otro párrafo sin puntuación.

—La mató de un tiro —repuso, con la barbilla apoyada en su hombro— y la dejó en medio de un charco de sangre, y yo se lo dije a tía Alice, y la policía y la corte se ocuparon de él, pero ahora lo ha hecho otra vez.

—¿A Helen?

—Sí, y yo soy responsable. Fui la causa de que esto aconteciera.

Parecía hallar un horrible placer en el reconocimiento de su culpa. Su aspecto terroso y acosado, su llanto sin lágrimas, su charla atropellada y sus silencios eran otros tantos síntomas de una explosiva crisis emocional. Bajo el desnudo melodrama de sus autoacusaciones descubrí algo valioso y frágil, que corría el peligro de ser destruido para siempre.

—Será mejor que no prosiga el interrogatorio —dije—. Dudo de que esté en condiciones de percibir la diferencia entre lo falso y lo verdadero.

—¿Conque no estoy en condiciones? —exclamó con malignidad—. Todo lo que recuerdo es cierto y puedo recordarlo desde el año uno, las disputas y las palizas, y por fin él la mató de un tiro…

La interrumpí.

—¡Cállese, Dolly, o cambie de disco! Lo que usted necesita es un médico. ¿Conoce a algún médico en la ciudad?

—No. No necesito un médico. Llame a la policía. Quiero hacer una confesión.

Pensé que estaba jugando a un juego arriesgado con nosotros y su propia mente, cumpliendo una peligrosa acrobacia al borde de la realidad, y exponiéndose a una caída en las brumas permanentes.

—¿Desea confesar que es un monstruo? —pregunté.

La treta no dio resultado. Dolly repuso, como quien está seguro de lo que afirma:

—Soy un monstruo.

Lo peor de todo era lo que le estaba pasando a su físico delante de mis ojos. Las presiones caóticas a las que se veía sometida habían cambiado la forma de su boca y su mandíbula. Me observaba con unos ojos atontados y sin brillo, a través de los mechones de su pelo. Era difícil reconocer en ella a la muchacha con quien había hablado ese mismo día, en los peldaños de la biblioteca.

Me volví a Alex y le pregunté:

—¿Conoce a algún médico en la ciudad?

Sacudió la cabeza en gesto negativo. Su pelo corto estaba erizado, como si lo atravesara una corriente eléctrica procedente del contacto con su mujer. No la abandonó un solo instante.

—Podría llamar a papá, a Long Beach.

—Sería una buena idea, pero más tarde.

—¿No sería conveniente llevarla al hospital?

—No, sin un médico privado que la proteja.

—¿Protegerla de qué?

—De la policía o el manicomio. No quiero que conteste a ningún interrogatorio oficial hasta que no tenga la oportunidad de comprobar lo de Helen.

Dolly dijo en medio de lloriqueos:

—No me lleven al manicomio. Años atrás tenía un médico en la ciudad.

Estaba lo bastante sana como para sentirse asustada y lo bastante asustada como para colaborar.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Godwin. Doctor James Godwin. Es un psiquiatra. Solía atenderme cuando era una niña.

—¿Hay teléfono en esta casa?

—La señora Bradshaw me permite utilizar el suyo.

Les dejé solos y me dirigí al edificio principal. Aun a esa altura, podía sentir la niebla. Rodaba desde la cima de las montañas, inundaba la luna y se levantaba del mar.

La gran casa blanca estaba tranquila, pero había luz detrás de algunas ventanas. Pulsé el timbre. La campanilla repiqueteó débilmente detrás de la pesada puerta. La abrió una mujer alta y morena, elegante en su tosquedad, pese a las cicatrices de acné que salpicaban sus mejillas. Antes de que yo pudiera decir una palabra, me anunció que el doctor Bradshaw no se encontraba en la casa y que la señora Bradshaw se disponía a acostarse.

—Sólo deseo utilizar el teléfono. Soy un amigo de la joven que se aloja en la portería.

Me observó con una mirada dudosa. Me pregunté si, por el contagio de Dolly, había adquirido un aspecto irracional y salvaje.

—Es importante —urgí—. La joven necesita un médico.

—¿Está enferma?

—Bastante.

—No debió haberla dejado sola.

—No está sola. La acompaña el marido.

—Pero ella no está casada.

—No vamos a discutir acerca del asunto. ¿Me permite llamar al doctor?

Retrocedió con disgusto y me escoltó hasta el pie de una escalera curva y, desde allí, hasta un escritorio cuyas paredes estaban cubiertas de libros. Sobre la mesa había una lámpara encendida. La mujer me señaló el teléfono, que estaba junto al velador, y se detuvo al lado de la puerta en actitud vigilante.

—¿Puedo hablar en privado, por favor? Cuando salga podrá registrarme.

Lanzó un resoplido y desapareció de la vista. Pensé llamar a la casa de Helen, pero el número de su teléfono no figuraba en la guía. El del doctor James Godwin, por fortuna, sí. Marqué su número. La voz que me respondió era tan tranquila y neutra que no fui capaz de decir si se trataba de un hombre o una mujer.

—Deseo hablar con el doctor Godwin.

—Soy yo.

Sonaba como hastiado de su identidad.

—Me llamo Lew Archer. Le hablo de parte de una joven, quien afirma haber sido su paciente. Su nombre de soltera es Dolly o Dorothy McGee. No está nada bien.

—¿Dolly? No la he visto desde hace diez u once años. ¿Qué le pasa?

—El médico es usted y creo que será mejor que la vea. Está histérica, para decirlo con suavidad, y no deja de hablar de asesinatos en forma incoherente.

El doctor gruñó. Con el otro oído pude escuchar la voz de la señora Bradshaw al pie de la escalera.

—¿Qué ocurre, María?

—Dice que esa chica, Dolly, está enferma.

—¿Quién lo dice?

—No sé. Un hombre.

—¿Por qué no me comunicó la enfermedad de la muchacha?

—Acabo de hacerlo.

El doctor Godwin hablaba con un hilo de voz que parecía de un fantasma susurrante del pasado.

—No me sorprende que las cosas hayan desembocado en esto. Cuando era una niña ocurrió una muerte violenta en su familia y estuvo muy expuesta a una perturbación. Por entonces, se hallaba en la preadolescencia y su estado era vulnerable.

Traté de interrumpir la jerga médica.

—Su padre mató a su madre, ¿verdad?

—Sí.

La palabra sonó como un suspiro.

—La pobre chica descubrió el cadáver. La obligaron a actuar como testigo en el juicio. Permitimos semejantes cosas, propias de bárbaros…

Su voz se quebró y, al cabo de un instante, preguntó en un tono diferente y más agudo:

—¿Desde dónde está hablando?

—Desde la casa de Roy Bradshaw. Dolly se encuentra en la portería, con su marido. Es en Foothill Drive…

—Conozco el lugar. Acabo de asistir a una comida con el decano Bradshaw. Tengo que hacer una llamada y, al momento, estaré con usted.

Colgué el receptor y permanecí sentado unos minutos en la silla giratoria, con almohadones de cuero, del decano Bradshaw. Los muros cubiertos de libros que me rodeaban, densos de historia, constituían una especie de aislamiento contra el mundo actual y sus desastres. Odié tener que ponerme de pie.

La señora Bradshaw me aguardaba en el vestíbulo. María había desaparecido. La anciana respiraba en forma audible, como si el sentirse excitada hubiera afectado su corazón. Oprimía su bata de color rosado contra su pecho generoso y flojo.

—¿Qué ocurre con la chica?

—Está trastornada emocionalmente.

—¿Tuvo una discusión con su marido? Es un muchacho impulsivo. No sería capaz de culparla si se ha peleado con él.

—El problema es un poco más profundo. Acabo de llamar al doctor Godwin, el psiquiatra. Dolly fue su paciente años atrás.

—¿Usted quiere decir que la muchacha es…?

Se tocó la sien llena de venas con un dedo huesudo.

Un automóvil se detuvo en la entrada de coches, lo que me evitó responder a su pregunta. Roy Bradshaw entró por la puerta principal. La niebla había rizado su pelo espeso y su cara delgada mostraba una expresión abierta y franca. Cuando nos vio juntos al pie de la escalera, su rostro se ensombreció.

—Has llegado tarde —dijo la señora Bradshaw en tono acusador—. Sales para comer y beber y me dejas aquí para que me las arregle sola. ¿Dónde has estado?

—El banquete de antiguos alumnos. No puedes haberte olvidado. Sabes que esas comidas se alargan y me temo que he contribuido al aburrimiento general.

Vaciló, consciente de que en la escena había algo más serio que el espíritu posesivo de una anciana.

—¿Qué ocurre, madre?

—Este hombre afirma que la chica que está en la portería ha sufrido un ataque de locura. ¿Por qué tuviste que enviarme una muchacha como ésa, una paciente psiquiátrica?

—Yo no te la envié.

—¿Quién, entonces?

Traté de terminar con tales tonterías, pero ninguno de los dos me oyó. Se hallaban sumergidos en su partida de ping-pong emocional, el cual, con toda probabilidad, se prolongaba desde los días en que Roy era un niño.

—Laura Sutherland o Helen Haggerty —estaba diciendo Roy—. La profesora Haggerty es su consejera, motivo por el cual tal vez haya sido ella.

—Quienquiera que sea, quiero que le ordenes que la próxima vez se muestre más cuidadosa. Si no te preocupa mi seguridad personal…

—Me preocupa tu seguridad. Me preocupa mucho tu seguridad.

Su voz era tensa y oscilaba entre la rabia y la sumisión.

—No tenía ni la menor idea de que pasara algo semejante con esa joven.

—Es probable que no pase nada —intervine—. Ha sufrido un shock. Acabo de llamar al doctor Godwin para que la vea.

Bradshaw se volvió con lentitud hacia mí. Su rostro era extrañamente suave y vacío, como el de un niño dormido.

—Conozco al doctor Godwin —observó—. ¿Qué tipo de shock ha sufrido?

—No se advierte con claridad. Me gustaría hablar con usted en privado.

La señora Bradshaw observó, con voz temblorosa a causa de la irritación:

—Ésta es mi casa, joven.

Me lo decía a mí, pero también trataba de recordárselo a Roy, al enarbolar ante sus ojos el látigo económico. El decano acusó la herida.

—También yo vivo aquí. Tengo deberes para contigo y trato de cumplirlos en forma satisfactoria. Pero debo hacer lo propio con respecto a mis estudiantes.

—¡Tú y tus preciosos estudiantes!

En los ojos negros y agudos de la anciana brillaba un profundo desprecio.

—Muy bien —añadió—. Pueden hablar en privado. Saldré fuera de la casa.

Comenzó a andar hacia la puerta principal, mientras ceñía la bata rosada en torno de su voluminoso cuerpo, como si alguien la arrojara en medio de una tormenta. Bradshaw la siguió. Hubo idas y venidas, mimos y zalamerías, palabras tiernas y un último beso de buenas noches, del que aparté la mirada, antes de que la señora Bradshaw trepara pesadamente por la escalera, con la asistencia de su hijo.

—No debe juzgar a mi madre con dureza —observó, cuando hubo regresado—. Se está haciendo vieja y le resulta difícil adaptarse a las crisis. En realidad, es un alma generosa y llena de bondad, como tengo buenas razones para asegurar.

No quise discutir con él. La conocía mejor que yo.

—Bien, señor Archer, vayamos a mi escritorio.

—Ahorraremos tiempos si hablamos por el camino.

—¿Por el camino?

—Quiero que me lleve a la casa de Helen Haggerty, si sabe donde vive. No creo que pueda encontrarla en medio de la oscuridad.

—¿Por qué demonios haremos eso? Imagino que no tomará en serio a mi madre. Ella habla simplemente para escucharse.

—Lo sé, pero Dolly también ha dicho algo. Afirma que Helen Haggerty ha muerto. Dolly tiene sangre en las manos, lo cual es una evidencia. Lo mejor será que vayamos allá y veamos de dónde proviene la sangre.

Bradshaw tragó con fuerza.

—Sí, por supuesto —admitió—. No está lejos de aquí, sólo unos pocos minutos por el camino de herradura. Pero de noche, es probable que lleguemos más rápido en mi automóvil.

Así lo hicimos. Le pedí que se detuviera en la portería y eché una mirada adentro. Dolly yacía en el sofá-cama, con la cara girada hacia la pared. Alex la había cubierto con una manta. El muchacho estaba de pie, junto al lecho, con las manos flojas y vacías.

—El doctor Godwin se halla en camino —le comuniqué en voz baja—. Reténgale hasta que yo vuelva, ¿quiere?

Asintió con un movimiento de cabeza, aunque parecía no verme. Su mirada continuaba volcada hacia adentro y atisbaba en profundidades que sólo esa noche había comenzado a concebir.