CAPÍTULO VII

Conduje el automóvil colina abajo, en medio de un crepúsculo que se acentuaba, hacia el Mariner’s Rest Hotel, diciéndome en varios tonos que había hecho lo correcto. La dificultad residía en que, en el escenario que acababa de dejar, no existían actitudes correctas, sino pecados de acción o de omisión.

El muchacho de la portería, con una gorra de marino que daba la impresión de que su dueño jamás había puesto los pies en un muelle, me dijo que Alex Kincaid nos había registrado a ambos y se había marchado. Me dirigí a Surf House para comer. El reflector ubicado al frente del gran hotel me recordó a Fargo y las inútiles fotografías que le pidiera.

El hombre se encontraba en la habitación oscura, al lado de su oficina. Cuando salió, vi que llevaba gafas de sol rectangulares para defenderse de la luz. No pude observar sus ojos, pero su boca mostraba un gesto hostil. Cogió de encima de su escritorio un abultado sobre de papel manila y me lo alcanzó.

—Creí que tenía prisa por estas fotos.

—La tenía. Pero las cosas han cambiado. La hemos encontrado.

—De modo que ahora no las quiere, ¿eh? Mi mujer trabajó la mitad de la tarde en ese baño turco para hacerlas.

—Me las llevaré. Kincaid hará buen uso de ellas, aunque yo no las necesite. ¿Cuánto es?

—Veinticinco dólares, incluyendo el impuesto. En realidad, son veinticuatro dólares con noventa y seis.

Le entregué dos billetes de diez y uno de cinco, y el gesto de su boca se suavizó en tres etapas.

—¿Se han reunido otra vez?

—No lo sé todavía.

—¿Dónde la han encontrado?

—En la universidad local. Trabaja como chófer de una dama mayor, la señora Bradshaw.

—¿La que tiene el Rolls?

—Sí. ¿La conoce?

—No diría tanto. Ella y su hijo, por lo general, almuerzan en el comedor del hotel. La mujer es todo un carácter. En cierta ocasión les tomé a ambos una fotografía inocente, con la esperanza de que me pidieran algunas copias, y ella me amenazó con hacerme pedazos la cámara con su bastón. Sentí la tentación de decirle a la vieja gallina que su cara merecía ser destrozada.

—Pero no se lo dijo, ¿verdad?

—No puedo permitirme semejantes lujos.

Extendió sus manos manchadas por los productos químicos y añadió:

—Es una institución local y podría haber conseguido que me echaran.

—Tengo entendido que es rica.

—No se trata de eso solamente. Su hijo es muy importante en los círculos educativos. Parece un tipo bastante agradable, a pesar de su jerga de Harvard. Debo decirle que calmó a su madre cuando la vieja quiso despedazar mi Leica. Resulta difícil imaginarse a un individuo como éste, un tipo atractivo ya en los cuarenta, atado al cinturón del delantal de la vieja dama.

—Ocurre en las mejores familias.

—Sí, en especial en las mejores. Yo veo una cantidad apreciable de esos tristes perritos, que viven a la espera del dinero, y que cuando heredan es demasiado tarde. Al menos, Bradshaw tuvo la suficiente voluntad para hacerse una carrera por sí mismo.

Fargo echó una mirada al reloj y agregó:

—Hablando de carrera, hoy he tenido un día de doce horas de trabajo y aún me faltan dos horas más de revelado. ¿Se da cuenta?

Me dirigí hacia la cafetería del hotel. Fargo me siguió por el pasillo, a toda prisa. Los cristales oscuros y rectangulares de sus gafas proporcionaban a su rostro una calma de robot que contrastaba de manera extraña con los movimientos de sus brazos y piernas.

—Casi olvidé preguntarle si consiguió ponerse en contacto con ese Begley.

—Hablé con él largo rato. No le saqué mucho. Está viviendo con una mujer, en Shearwater Beach.

—¿Quién es la afortunada? —preguntó.

—Se llama Madge Gerhardi. ¿La conoce?

—No. Pero, en cambio, creo que sé quién es él. Si lograra echarle otro vistazo…

—Venga ahora y hágalo.

—No puedo. Le diré quién creo que es, si me promete no citar mi nombre. Existe algo así como un parecido accidental y un juicio por calumnias es lo último que necesito.

—Lo prometo.

—Procure cumplir su palabra.

Inhaló aire profundamente, como un buzo que se dispone a llegar al fondo.

—Creo que es un tipo llamado Thomas McGee, que asesinó a su mujer en Indian Springs, hace alrededor de diez años. Le tomé una fotografía cuando era cronista del periódico, pero nunca la usaron. Jamás se interesan en esos casos.

—¿Está seguro de que mató a su mujer?

—Sí, fue un asunto rápido. No tengo tiempo para entrar en detalles. Por lo demás, en la actualidad son bastante confusos. La mayor parte de la gente relacionada con la justicia pensó, por entonces, que debieron haberle condenado en primer grado. Gil Stevens convenció al jurado de que lo hiciera en segundo grado, lo cual explica por qué salió en libertad tan pronto.

Al recordar la historia de Begley acerca de los diez años pasados al otro lado del mundo, al otro lado de la luna, me dije que diez años no eran un período tan breve.

La niebla era densa en Shearwater Beach. Debía haber marea alta, porque pude escuchar el rugido de la marejada que azotaba los pilotes de las casas. El olor de yodo colgaba en el aire helado.

Madge Gerhardi abrió la puerta y me miró con una expresión vaga. La pintura de sus párpados no lograba ocultar el hecho de que estaban hinchados.

—Usted es el detective, ¿verdad?

—Sí. ¿Puedo entrar?

—Entre, si así lo desea. Pero será inútil. Él se ha marchado.

Ya lo había imaginado por su aspecto de orfandad. La seguí, a través de un triste vestíbulo, hasta la habitación principal, que era alta y tenía vigas en el techo. Las arañas habían hecho su obra en los rincones, los cuales se veían borrosos y cubiertos de una membrana, como si se hubiera colado la niebla. Los muebles de bambú se estaban separando por las junturas. Vasos y botellas vacías y medio vacías, diseminados sobre la mesa y en el suelo, sugerían que se había realizado una fiesta de varios días de duración, la cual podía reanudarse de súbito si no me mostraba cauteloso.

La mujer pegó un puntapié a una botella vacía, en su camino al canapé, en el que se sumergió.

—Usted tiene la culpa de que se haya ido —se quejó—. En cuanto se marchó de aquí esta tarde, comenzó a guardar sus cosas en una maleta.

Me senté en una silla de bambú, frente a ella, y le pregunté:

—¿Le dijo Begley dónde iba?

—A mí, no. Me dijo que no debía esperar que volviera y que lo nuestro había terminado. ¿Qué necesidad tenía de asustarle? Chuck jamás hizo daño a nadie.

—Se asusta con mucha facilidad.

—Chuck es un hombre sensible. Ha padecido una buena dosis de tribulaciones. En varias oportunidades me dijo que lo único que anhelaba era un rincón tranquilo, donde pudiera escribir sobre sus experiencias. Está escribiendo una novela autobiográfica acerca de sus aventuras.

—¿Sus aventuras en Nueva Caledonia?

La mujer repuso con sorprendente candor:

—No creo que Chuck haya puesto jamás los pies en Nueva Caledonia. Obtuvo los datos sobre las minas de cromo en una vieja revista, National Geographic. Tengo la impresión de que nunca se ha alejado de este país.

—¿Dónde estuvo?

—En la penitenciaría —contestó—. Y usted lo sabe, pues de lo contrario no andaría persiguiéndole. Opino que es una vergüenza sucia y lamentable, que cuando un hombre ha pagado su deuda con la sociedad y demostrado que es capaz de rehabilitarse…

Estaba citando a Begley, expresando la rabia de Begley, pero no pudo mantenerla al recordar el final de la cita. Observó los restos esparcidos por la habitación, poseída por una súbita y oscura alarma, como si hubiera comenzado a sospechar que la rehabilitación del hombre no era completa.

—¿Le contó por qué había estado preso, señora Gerhardi?

—No de manera explícita. La otra noche me leyó un trozo de su libro. El protagonista está en la penitenciaría y medita acerca del pasado y de cómo le han encarcelado por un asesinato que no ha cometido. Le pregunté si el hombre era él. No me contestó. Se encerró en uno de sus profundos y oscuros silencios.

La mujer también enmudeció. Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. El mar rompía contra los pilotes, como las gozosas e insensatas fuerzas de la disolución. Madge inquirió:

—¿Estuvo Chuck en la penitenciaría por asesinato?

—Hoy me dijeron que mató a su mujer, diez años atrás. No he confirmado el dato. ¿Puede hacerlo usted?

—Tiene que tratarse de un error.

—Así lo espero. También me informaron de que su verdadero nombre es Thomas McGee. ¿Lo utilizó alguna vez?

—No.

—Esto se relaciona con otro hecho —observé, pensando en voz alta—. La chica a la que visitó en Surf House se llamaba de la misma manera antes de casarse. Él me dijo que esa muchacha se parecía a su hija. Yo creo que es su hija. ¿Habló de ella en alguna ocasión?

—Nunca.

—¿La trajo aquí?

—No. Si se trata de su hija, jamás la habría traído aquí.

Tomó la botella vacía, a la que pegó el habitual puntapié, antes de enderezarla. Luego volvió a hundirse en el sofá, como si el esfuerzo la hubiera agotado moralmente.

—¿Cuánto tiempo Begley o McGee vivió con usted?

—Un par de semanas. Íbamos a casarnos. Resulta muy solitario vivir aquí sin un hombre.

—Puedo imaginarlo.

Madge extrajo un poco de vida de la simpatía que vibraba en mi voz.

—Ellos no se quedan conmigo —explicó—. Trato de hacer cosas agradables para ellos, pero no se quedan. Debí haberme aferrado a mi primer marido.

Sus ojos estaban lejos en el tiempo y en el espacio, cuando continuó:

—Me trataba como si fuera una reina, pero yo era joven y loca. No supe hacer nada mejor que abandonarlo.

Escuchamos el rugido del agua bajo la casa.

—¿Cree que Chuck se fue con esa muchacha que usted dice que es su hija?

—Lo dudo —respondí—. ¿Cómo se marchó, señora Gerhardi? ¿En automóvil?

—No me permitió que le llevara en mi coche. Dijo que iba a ir hasta la esquina para coger el autobús de Los Ángeles. Si le hace una señal se detiene para recogerle. Avanzó por la carretera con su maleta y se perdió de vista.

Su voz sonaba pesarosa y aliviada.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las tres.

—¿Tenía algún dinero?

—Debía tener un poco para pagar el billete del autobús. No podía ser una gran cantidad. Yo le he dado sumas reducidas. Sólo aceptaba lo estrictamente necesario y siempre en calidad de préstamo. Afirmaba que me lo devolvería todo cuando su libro autobiográfico se vendiera. Pero no me importa que me devuelva el dinero o no. Era muy agradable tenerle cerca.

—¿Realmente?

—Realmente. Chuck es un hombre dotado de inteligencia. No me preocupa qué haya hecho en el curso de su vida. La gente puede cambiar para mejor. Nunca me proporcionó un mal momento.

Tras una pausa, cayó de nuevo en una actitud de inocencia:

—Era yo quien le daba disgustos. Tengo problemas con la bebida. Chuck me acompañaba sólo para mostrarse sociable. No quería que bebiera sola.

Guiñó los ojos de color ginebra y propuso:

—¿Quiere un trago?

—No, gracias, debo marcharme.

Me puse de pie y me detuve frente a ella.

—¿Está segura de que no le comunicó dónde iba?

—A Los Ángeles, es todo lo que sé. Me prometió que me enviaría noticias, pero no las espero. Lo nuestro ha terminado.

—Si llegara a escribirle o telefonearle, ¿me lo haría saber?

Asintió con un movimiento de cabeza. Le entregué mi tarjeta y le dije dónde me alojaba. Cuando salí, la niebla cubría la carretera.