CAPÍTULO VI

En el aparcamiento situado detrás del edificio, la profesora Helen Haggerty estaba sentada ante el volante de su nuevo Thunderbird descapotable de color negro. Había bajado la capota y aparcado su coche junto al mío, como si hubiera querido señalar el contraste. El sol de las últimas horas de la tarde, próximo al ocaso, se arrastraba oblicuo al pie de las colinas y ponía un brillo pálido en su pelo, ojos y dientes.

—¡Hola, otra vez!

—¡Hola, otra vez! —repuse—. ¿Me estaba esperando?

—Sólo si es zurdo.

—Soy ambidextro.

—Tiene que serlo. Me acaba de jugar una mala pasada.

—¿Yo?

—Sé quién es.

Señaló un periódico doblado, que hallaba en el asiento de cuero junto al suyo. El título visible decía «La señora Perrine, absuelta». Helen Haggerty dijo:

—Me parece muy excitante. Según los periódicos, a usted le corresponde el mérito. Pero no resulta demasiado clara la forma en que lo hizo.

—Me limité a decir la verdad y es evidente que los jurados me creyeron. En el momento en que se cometió el robo aquí, en Pacific Point, yo tenía a la señora Perrine bajo severa vigilancia en Oakland.

—¿Para qué? ¿Otro robo?

—No sería decente decirlo.

Helen hizo una mueca de pena burlesca, la cual sentaba demasiado bien a las líneas de su rostro.

—Todos los hechos interesantes son confidenciales. Pero ocurre que yo soy digna de confianza. En efecto, mi padre es policía. De modo que puede contarme todo lo relacionado con la señora Perrine.

—No me es posible hacerlo.

—Tengo una idea mejor —sugirió, con una sonrisa brillante y artificial—. ¿Por qué no me acompaña a casa para tomar un trago?

—Lo siento. Tengo mucho trabajo.

—¿Trabajo de detective?

—Llámelo así, si gusta.

—¡Vamos!

Con un movimiento sutil, su cuerpo se unió a la invitación.

—Trabajar siempre y no divertirse nunca hacen de Jack un muchacho aburrido. Usted no quiere ser un muchacho aburrido y hacer que me sienta rechazada. Por otra parte, hay cosas sobre las que debemos hablar.

—El caso Perrine se ha cerrado. Nada podría interesarme menos.

—Es el caso de Dorothy Smith el que me ronda por la cabeza. ¿No es para eso que ha venido al campus?

—¿Quién se lo dijo?

—El rumor. Las universidades cuentan con el servicio de rumores más eficiente del mundo, si se exceptúa a las penitenciarías.

—¿Está usted familiarizada con ellas?

—No de una manera íntima. Pero no le mentí cuando le dije que mi padre es policía.

Una expresión gris y dolorosa cubrió su cara. Helen la escondió con otra sonrisa.

—Tenemos cosas en común —agregó—. ¿Por qué no viene conmigo?

—Muy bien. La seguiré en mi coche. De este modo no tendrá que traerme de regreso.

—Maravilloso.

Conducía a tanta velocidad como actuaba, con un nerviosismo espasmódico y una despreocupación absoluta de las normas de tráfico. Por fortuna, en el campus casi no había automóviles ni gente. Disminuidos por el efecto de las colinas y de sus propias largas sombras, los edificios parecían un estudio cinematográfico que hubiera cesado en sus actividades durante la noche.

Helen vivía detrás de Foothill Drive, en una casa situada en la ladera de la colina y hecha de aluminio, cristal y acero esmaltado de negro. El techo más próximo flotaba entre los robles achaparrados, unos cuatrocientos metros hacia abajo en la cuesta. Si uno se quedaba de pie en la sala, al lado de la chimenea central, podía contemplar las montañas azules que se erguían a un costado, y al otro el gris océano que se perdía en el horizonte.

La niebla que se había levantado no lejos de la costa avanzaba hacia tierra.

—¿Le gusta mi pequeño nido de águilas?

—Mucho.

—Pero no es realmente mío, ¡ah! Por el momento, me limito a pagar el alquiler, aunque no pierdo las esperanzas. Siéntese. ¿Qué desea beber? Para mí prepararé un cordial.

—De acuerdo.

Sobre el suelo de mosaico pulido casi no había muebles. Recorrí a largos pasos la enorme habitación y me detuve junto a uno de los grandes ventanales para mirar afuera. Una paloma salvaje yacía en el patio, con su cuello iridiscente quebrado. La tenue imagen dibujada en el polvo mostraba el lugar en que había tropezado con el cristal.

Me senté en una silla de cuerda trenzada que, con toda probabilidad, pertenecía al patio. Helen Haggerty trajo las bebidas y se acomodó en una de lona, donde la luz del sol acariciaba su pelo y brillaba en sus morenas y tersas piernas.

—En realidad, por ahora vivo como en un campamento —explicó—. Aún no he ordenado que me traigan los muebles, porque no sé si quiero verlos otra vez a mi alrededor. Puedo dejarlos en depósito y comenzar de nuevo. Al diablo con la historia. ¿Cree usted que es una buena idea, Curveball Lefty Lew?

—Llámeme cualquier cosa, no me importa. Tendría que conocer la historia.

—¡Ah! Nunca la conocerá.

Me miró con firmeza por espacio de un minuto y tomó un trago de su bebida.

—Podría llamarme Helen.

—Muy bien, Helen.

—Usted hace que parezca tan formal… No soy una persona formal y tampoco lo es usted. ¿Por qué deberíamos serlo el uno con el otro?

—Para empezar, usted vive en una casa de cristal —repliqué con una sonrisa—. Supongo que no hace mucho tiempo que la ocupa.

—Un mes. Menos de un mes. Sin embargo, me parece mucho más. Usted es el primer hombre interesante que he conocido desde que llegué a este lugar.

Esquivé el cumplido y pregunté:

—¿Dónde vivía antes?

—Aquí y allí. Allí y aquí. Nosotros, los profesores, somos algo así como nómadas. Esto no se adapta a mi temperamento. Me gustaría establecerme en un lugar de manera permanente. Estoy envejeciendo.

—No lo parece.

—Es usted galante. Soy vieja para ser mujer, quiero decir. Los hombres nunca envejecen.

Ahora que me tenía en el terreno en que deseaba, no pretendía acorralarme con tanta insistencia, pero continuaba su labor de seducción. Yo hubiera preferido que cesara en sus manejos, porque me gustaba. Terminé mi bebida. Me trajo una segunda, con la celeridad y eficiencia de una camarera. Yo no lograba liberarme del pensamiento lúgubre de que cada uno de nosotros se encontraba allí con el propósito de utilizar al otro.

Con el segundo trago, me permitió admirar su cuerpo. Era suave y moreno, hasta donde pude comprobar. Se acomodó en la silla y levantó una cadera, a fin de que yo pudiera percibir la curva. El sol, en sus últimos destellos dorados antes de entrar en el ocaso, tomó posesión del cuarto.

—¿Quiere que corra las cortinas? —preguntó.

—No se preocupe por mí. Pronto caerá la tarde. Me iba a hablar usted acerca de Dolly Kincaid, alias Dorothy Smith.

—¿Iba a hacerlo?

—Usted trajo el tema a colación. Tengo entendido que es la consejera académica de la muchacha.

—Y he aquí la causa por la cual se interesa por mí, n’est-ce pas?

Su tono era de burla.

—Usted me interesó antes de que supiera nada sobre su relación con Dolly.

—¿En serio?

—En serio. Aquí estoy para demostrarlo.

—Está aquí porque yo le seduje con las palabras mágicas «Dorothy Smith». De todos modos, ¿qué tiene que hacer ella en este campus?

En su voz se advertían los celos respecto de la muchacha.

—Alimenté la esperanza de que usted conociera la respuesta.

—¿Ah, sí?

—Dolly cuenta historias llenas de conflictos, con toda probabilidad derivadas de novelas románticas…

—No pienso así —objetó Helen—. Es una chica romántica, muy bien, una de esas románticas idealistas que siempre están un paso o dos por detrás del subconsciente. Conozco el problema, porque fui una de ellas. Sin embargo, estoy segura de que Dolly está viviendo una dificultad real… una dificultad aterradora.

—¿Cuál es su historia, según su opinión?

—No se trata de una historia, sino de una miserable verdad. Ya llegaremos a ella más adelante, si usted es un buen muchacho.

Se retorció como una odalisca, en medio de la luz agonizante, y cruzó sus piernas satinadas.

—¿Hasta qué punto es audaz, señor Lew? —preguntó.

—Los hombres no hablan de su propia audacia.

—Está usted atiborrado de máximas de segunda categoría —dijo con cierta malicia—. Quiero una respuesta seria.

—Podría probarme.

—Podría. Tengo necesidad… quiero decir… necesito a un hombre.

—¿Se trata de una declaración, de una propuesta comercial o está pensando en una tercera posibilidad?

—Usted es el hombre que tengo en la mente. ¿Qué diría si le asegurara que alguien va a asesinarme este fin de semana?

—Le aconsejaría que se marchara de aquí durante ese lapso de tiempo.

Se inclinó de lado hacia mí. Su pecho se hundió.

—¿Se ocuparía de mí?

—He contraído un compromiso con anterioridad.

—Si usted se refiere al pequeño Alex Kincaid, estoy en condiciones de pagarle más que él, para no mencionar los beneficios al margen.

Dijo las últimas palabras contra su voluntad.

—Los rumores universitarios trabajan horas extras. ¿O es Dolly la fuente de su información?

—Es una de ellas. Podría contarle cosas acerca de esa chica que le pondrían los pelos de punta.

—Hágalo. Siempre me ha gustado el pelo erizado.

—¿Por qué habría de hacerlo? Usted no me ofrece un quid pro quo. Ni siquiera me toma en serio. A propósito, no estoy habituada a que me desprecien.

—Esto no es nada personal. Ocurre que pertenezco al tipo flemático. De todos modos, usted no me necesita. Hay carreteras en tres direcciones: México, el desierto y Los Ángeles, y usted es dueña de un automóvil hermoso y veloz.

—Estoy demasiado nerviosa para conducir.

—¿Asustada?

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Tiene buen aspecto.

—Es todo lo que tengo.

Su rostro se veía más hermético y sombrío, quizá debido a que la luz del sol había empalidecido. Sólo su pelo parecía retener la luz. Más allá de las curvas de su cuerpo podía divisar las montañas que se iban cubriendo de oscuridad.

—¿Quién desea matarla, Helen?

—No lo sé con exactitud. Pero me han amenazado.

—¿Cómo?

—Por teléfono. No reconocí la voz. No podría decir si era de hombre o de mujer, o de algo intermedio.

La mujer se estremeció.

—¿Por qué la amenazan?

—Lo ignoro —repuso sin mirarme.

—Los profesores suelen ser objeto de amenazas de vez en cuando. Por lo general no se trata de nada demasiado serio. ¿Ha tenido algún problema con un cabecilla local?

—No conozco a la gente de por aquí. Excepto, por supuesto, a mis compañeros universitarios y a los alumnos.

—Puede haber un neurótico en cualquiera de sus cursos.

Sacudió la cabeza y replicó:

—No se trata de eso. Es una cosa seria.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo mis medios para averiguarlo.

—¿Es algo relacionado con Dolly Kincaid?

—Tal vez. No puedo asegurarlo. La situación es muy complicada.

—Hábleme de esa situación complicada.

—Sería necesario retroceder un largo camino —dijo—, todo el camino que conduce a Bridgeton.

—¿Bridgeton?

—La ciudad en la que nací y crecí. La ciudad donde ocurrió todo. Me alejé de ella, pero uno no puede huir del paisaje de sus sueños. Mis pesadillas todavía transcurren en las calles de Bridgeton. La voz que me amenazó por teléfono con la muerte era Bridgeton que volvía a apresarme. Era la voz de Bridgeton que hablaba desde el pasado.

Estaba como inconsciente, envuelta en las redes de una pesadilla real, pero su descripción sonaba falsa. Aún no sabía si tomarla en serio o no.

—¿Está segura de que todo lo que dice no son tonterías?

—No hago teatro —replicó—. Bridgeton será la causa de mi muerte. En realidad, siempre lo he sabido.

—Las ciudades no matan a la gente.

—Usted no conoce la orgullosa ciudad de mi nacimiento. Tiene la supremacía en ese aspecto.

—¿Dónde está situada?

—En Illinois, al sur de Chicago.

—Usted afirma que algo sucedió allí. ¿Qué quiere decir con eso?

—Todos los hechos importantes terminaron antes de que yo supiera que habían comenzado. Pero no deseo referirme al tema.

—No seré capaz de prestarle mucha ayuda si no lo hace.

—No creo que tenga la menor intención de ayudarme. Sólo busca obtener información.

Era verdad. No me preocupaba por Helen, en la forma en que ella deseaba que alguien lo hiciera. Además, no le tenía demasiada confianza. Su cuerpo elegante parecía encerrar dos personas distintas que se alternaban, una sensible y cándida, la otra dura y evasiva.

Helen se puso de pie y se acercó a la pared de cristal que daba a las montañas. Se habían tornado de color lavanda y ciruela, con sombras de un azul nocturno en sus grietas y aristas. Todo, montañas, cielo y ciudad estaba inundado de azul.

Die blaue Stunde —murmuró más o menos para sí misma—. Solía amar esta hora. En la actualidad me produce escalofríos mortales.

Me levanté y caminé para colocarme detrás de ella.

—Está revolviendo sus propias emociones, con toda deliberación —le dije.

—¡Sabe usted tanto acerca de mi persona…!

—Sé que es una mujer inteligente. Actúe como tal. Si el lugar la deprime, abandónelo, y si permanece aquí, tome precauciones. Solicite la protección policial.

—Usted es propenso a las sugestiones brillantes, sobre todo cuando no está comprendido en ellas. Pedí la protección policial ayer, después de recibir la llamada telefónica. El sheriff me envió un hombre, el cual me dijo que tales llamadas son comunes y que, por lo general, son obra de adolescentes.

—¿Puede haber sido un adolescente?

—No lo creo. Pero el agente me explicó que, a veces, disfrazan la voz. Me aconsejó que no tuviera miedo.

—Entonces, no lo tenga.

—No puedo evitarlo. Estoy muy asustada, Lew. Quédese conmigo

Se volvió y se apoyó en mi pecho, al tiempo que oprimía su cuerpo contra el mío. El único sentimiento real que me inspiró fue el de una profunda lástima. Estaba tratando de utilizarme, y se utilizaba a sí misma a fin de utilizarme a mí.

—Debo marcharme —dije—. Ya le advertí que tengo un compromiso anterior. Pero no la perderé de vista.

—¡Muchas gracias!

Se apartó con tanta violencia que tropezó con la pared de cristal como un pájaro.