El campus era un oasis de vívido color verde, al pie de las colinas de tono castaño en setiembre. Casi todos los edificios eran nuevos y muy modernos, con verjas caladas de cemento y plantas semitropicales. Un muchacho descalzo, sentado bajo una palmera al lado del camino, se tomó su tiempo para mostrarme dónde se hallaba el edificio de la administración.
Dejé el coche en el aparcamiento situado detrás del edificio, en medio de una confusión de medios de transporte, los cuales exhibían carteles universitarios. Entre ellos había un Thunderbird de color negro, nuevecito. Transcurrían las últimas horas del viernes y estaba a punto de comenzar el largo fin de semana estudiantil. La garita de cristal destinada a información, frente a la entrada del edificio, se encontraba vacía. Los pasillos estaban desiertos.
Encontré la oficina del decano sin mucha dificultad. La antecámara, de paredes con paneles, estaba amueblada con muebles prefabricados daneses. Una secretaria rubia, sentada ante su máquina de escribir, custodiaba la puerta interior, cerrada. La chica tenía un rostro pálido y delgado, ojos azules fatigados, que habían trabajado demasiado tiempo bajo la luz fluorescente, y una voz cargada de sospechas.
—¿En qué puedo ayudarle, señor?
—Quisiera ver al decano.
—El decano Bradshaw está muy ocupado. Quizá pueda atenderle yo.
—Quizá. Deseo entrevistarme con una de las alumnas. Su nombre es Dolly McGee, o Dolly Kincaid.
—¿Qué? —dijo con un ligero jadeo de irritación.
—Su nombre de soltera es McGee y el de casada es Kincaid. No sé cuál de los dos está utilizando.
—¿Es usted su padre? —preguntó con delicadeza.
—No, no soy su padre. Pero tengo buenas razones para insistir en verla.
La muchacha me miró, como si yo fuera el jefe convicto de una banda de tratantes de blancas.
—Seguimos la política de no dar a nadie informes acerca de los estudiantes, excepto a los padres.
—¿Y si se trata de los maridos?
—¿Es usted su marido?
—Le represento. Creo que lo mejor es que me permita hablar del asunto con el decano.
—No puedo hacerlo —anunció en tono terminante—. El decano Bradshaw está en una conferencia con los jefes de departamento. ¿Para qué quiere hablar con la señorita McGee?
—Se trata de un asunto privado.
—Ya veo.
Habíamos llegado a un callejón sin salida. Con la secreta esperanza de obligarla a sonreír, dije:
—Seguimos la política de no dar informes.
Pareció que se sentía ofendida y volvió a su máquina de escribir. Me limité a seguir esperando. Detrás de la puerta, las voces se elevaban y caían. «Presupuesto» era la palabra que se escuchaba con más frecuencia. Tras un largo silencio, la secretaria dijo:
—Creo que usted podría dirigirse a la decana Sutherland, si es que está en su despacho. La señorita Sutherland es la decana de mujeres. Su oficina está al otro lado del vestíbulo.
La puerta estaba abierta. La mujer que estaba dentro pertenecía a ese tipo higiénico y sin edad, que parece viejo a los veinte y joven a los cuarenta. Llevaba el pelo castaño anudado en un moño, en la parte posterior del cuello. Su única concesión a la coquetería era una delgada línea de lápiz de labios, de color rosado, que acentuaba su boca recta.
A pesar de todo, era una mujer atractiva. Su cara estaba cincelada con finura. La parte delantera de su blusa se curvaba sobre el escritorio como una vela al viento.
—Entre —ordenó con una severidad a la que me estaba acostumbrando—. ¿Qué espera?
Sus ojos hermosos me habían hipnotizado. Contemplarlos era como mirar el hermoso corazón de un iceberg, todo hielo verde y luz cegadora y fría.
—Siéntese —agregó—. ¿Cuál es su problema?
Le comuniqué quién era y por qué estaba allí.
—Pero nosotros no tenemos a ninguna Dolly McGee o Dolly Kincaid en el campus.
—Debe estar utilizando un tercer apellido, entonces. Sé que estudia aquí. Trabaja como chófer de la madre del decano Bradshaw.
Le mostré la fotografía de la muchacha.
—Pero ésta es Dorothy Smith. ¿Por qué habría de inscribirse bajo un nombre falso?
—Eso es lo que su marido desearía saber.
—¿Es el que aparece en la foto con ella?
—Sí.
—Parece ser un joven agradable.
—En apariencia, ella no piensa lo mismo.
—Me pregunto por qué.
Sus ojos miraban más allá de mi persona y me sentí como si estuviera cumpliendo una penitencia.
—En realidad —prosiguió la decana—, no sé cómo pudo inscribirse bajo un nombre falso, a menos que haya presentado títulos falsos.
Se puso de pie bruscamente y dijo:
—Le ruego me disculpe un minuto, señor Archer.
Se dirigió a la habitación contigua, donde una serie de archivos se erguían como ataúdes metálicos puestos de pie, y volvió con una carpeta, que abrió cuando estuvo otra vez ante su escritorio. No había muchos papeles en ella.
—Ya veo —observó la decana, más o menos para sí misma—. Se la ha admitido de manera provisional. Aquí hay una nota que dice que la copia está en camino.
—¿Hasta cuándo sirve una admisión provisional?
—Hasta fines de setiembre.
Consultó el calendario y añadió:
—Esto le otorga nueve días para poner sus cosas en orden. No obstante, tendrá que dar alguna explicación inmediatamente. No nos agrada este tipo de engaño. Tuve la impresión de que era una muchacha íntegra.
Su boca bajó en las comisuras.
—¿La conoce personalmente, decana Sutherland?
—Me preocupo de tomar contacto con todas las alumnas nuevas. Con respecto a la señorita o señora Smith-Kincaid, puse el mayor esmero en ayudarla. En efecto, obtuvo su trabajo en la biblioteca con mi colaboración.
—¿Y su tarea de chófer con la anciana Bradshaw?
Asintió con la cabeza y dijo:
—Se enteró de que existía y la recomendé.
Echó una mirada a su reloj y agregó:
—Tal vez esté allí en este momento.
—No está. Acabo de visitar a la señora Bradshaw. A propósito, su decano vive con mucha holgura. Siempre creí que los sueldos académicos eran bajos.
—Lo son. El decano Bradshaw pertenece a una familia antigua y rica. ¿Cuál fue la reacción de su madre ante todo esto?
—Pareció tomarlo con calma. Es una anciana inteligente.
—Me alegra que le produjera esa impresión —observó, como si sus experiencias con la señora Bradshaw hubieran sido muy distintas—. Bien, creo que lo mejor sería que vaya a ver si la señora Smith-Kincaid está en la biblioteca.
—Podría ir yo y preguntar.
—Creo que no. Será mejor que yo le hable antes, para tratar de descubrir qué pasa en su cabecita.
—No deseo ser causa de preocupación para Dolly.
—Por supuesto que no, y no lo será. El problema descansa en ella misma. Usted se limitó a revelarlo, motivo por el cual le estoy agradecida.
—¿Sería posible que su gratitud —propuse con cautela— tomara la forma de un permiso para charlar con la muchacha en primer término?
—Me temo que no.
—He tenido una buena dosis de experiencia en la tarea de sacarle información a la gente.
Decir esto constituyó un error. Su boca volvió a bajar en las comisuras. Su pecho se convirtió en una amenaza.
—Yo también he tenido experiencia, por espacio de largos años, y soy una consejera adiestrada. Si usted tiene la bondad de esperarme afuera, la llamaré por teléfono a la biblioteca.
Cuando me marchaba, me lanzó una última flecha:
—Por favor, no intente interceptarla en su camino hacia aquí.
—No me atrevería a soñarlo siquiera, señorita Sutherland.
—Decana Sutherland, si no le importa.
Salí y me puse a leer la cartelera que estaba junto a la casilla de informaciones. Las promesas gozosas de las actividades estudiantiles, bailes, reuniones, clubes de poesía y desayunos en los que sólo se hablaba en francés, no lograron otra cosa que entristecerme. Esto fue en parte porque mis propios intentos en materia de estudios en la universidad habían culminado en un fracaso y, en parte, porque pensaba en Dolly.
Una muchacha con gafas de concha y un muchacho alto que vestía jersey de la universidad se acercaron y se apoyaron en la pared. Ella estaba explicando a su compañero algo sobre Aquiles y la tortuga. Al parecer, Aquiles quería cazar a la tortuga, pero, de acuerdo con Zenón, jamás podría lograrlo. El espacio entre ambos era divisible en un número infinito de partes. En consecuencia, Aquiles necesitaría un período infinito de tiempo para atravesarlo. Cuando lo hiciera, la tortuga habría avanzado un poco más.
El joven asintió con un movimiento de cabeza y dijo:
—Ya lo veo.
—Pero no es así —exclamó la chica—. La infinita divisibilidad del espacio es meramente teórica. No afecta al verdadero movimiento en el espacio.
—No consigo comprender la idea, Heidi.
—Por cierto que sí. Imagínate en el campo de fútbol. Estás en la línea de los veinte metros y hay una tortuga que se arrastra delante de ti hacia la línea de los treinta metros.
Dejé de escuchar. Dolly estaba subiendo los peldaños exteriores hacia la puerta de cristal. Era una muchacha de pelo negro, vestida con una falda escocesa y un pulóver. Se apoyó en la puerta por espacio de un momento, antes de abrirla. Desde que Fargo le tomó la fotografía, parecía haberse desmoronado. Su piel mostraba un tinte amarillento y no se había cepillado el pelo. Su oscura mirada incierta resbaló sobre mi persona, sin tomarla en cuenta.
Poco antes de llegar a la oficina de la decana Sutherland, se detuvo en seco y, con un movimiento repentino, giró en redondo y comenzó a andar hacia la puerta del frente. Frenó sus pasos de nuevo, entre los dos filósofos y yo, y permaneció un rato sumida en sus meditaciones. Me conmovió su belleza ligeramente huraña, lo mismo que sus ojos oscuros, velados por sus pensamientos. Dio media vuelta una vez más y recorrió el vestíbulo con andar cansado, para ir al encuentro de su destino.
La puerta del despacho se cerró tras ella. Al cabo de un minuto, me acerqué a grandes zancadas y escuché el murmullo de voces femeninas, pero nada inteligible. De pronto, los jefes de departamento salieron en grupo de la oficina del decano Bradshaw, situada al otro lado del vestíbulo. A pesar de sus gafas, su amplia frente y su calma de erudito, parecían chicos de escuela primaria a quienes el recreo había dejado en libertad.
Una mujer con el pelo cortado a navaja entró al edificio y atrajo todas las miradas. El cabello de un rubio ceniza brillaba en contraste con el profundo color tostado de la piel. Se acercó a un hombre que se hallaba en el vano de la puerta del despacho del decano.
Él pareció menos interesado en la mujer que ella en él. El aspecto del hombre era gentil y melancólico, de ese tipo que excita en las mujeres la pasión maternal. A pesar de que su pelo ondulado comenzaba a adquirir un tono gris en las sienes, parecía un colegial que, veinte años después de su graduación, levantara la vista de sus libros para descubrirse en la edad madura.
La decana Sutherland abrió la puerta de su despacho y le hizo una señal.
—¿Podría dedicarme un minuto, doctor Bradshaw? Ha ocurrido algo serio.
Estaba pálida y ceñuda, como si fuera un verdugo mal dispuesto.
El hombre se disculpó. Los dos decanos se encerraron con Dolly. La mujer del pelo corto y brillante frunció el entrecejo ante la puerta cerrada. Luego me obsequió con una mirada apreciativa, como si estuviera buscando un sustituto de Bradshaw. Tenía una boca prometedora, piernas hermosas y un aire inquieto y voraz. Sus ropas demostraban que tenía estilo.
—¿Busca a alguien? —me preguntó.
—Espero, nada más.
—¿A Lefty o a Godot? Hay una diferencia.
—A Lefty Godot. El pitcher.
—¿El pitcher de whisky?[1]
—Él prefiere bourbon.
—Lo mismo yo —observó ella—. Usted parece un antiintelectual, señor…
—Archer. ¿No he pasado el examen?
—Depende de quien lo realice.
—He estado pensando en que debería volver a la escuela. Usted hace que parezca atractiva y, además, me siento un poco fuera de lugar cuando mis amigos intelectuales hablan acerca de Jack Kerouac y Eugene Burdick o de otros grandes escritores que yo no puedo leer. En serio, si me propusiera regresar al colegio, ¿me recomendaría este lugar?
Me lanzó otra de sus miradas apreciativas.
—No a usted, señor Archer. Creo que se encontraría más a gusto en alguna universidad urbana más grande, como Berkeley o Chicago. Yo estudié en la de Chicago. Ésta representa un marcado contraste.
—¿En qué sentido?
—En innumerables sentidos. Por un lado, la cuota de afectación aquí es muy baja. Éste fue un colegio sectario y su atmósfera moral continúa siendo victoriana.
Como para demostrar que ella no era así, meneó las caderas.
—Me contaron que, cuando Dylan Thomas visitó… pero tal vez sea mejor no volver sobre estas cosas. De mortuis nil nisi bonum.
—¿Enseña latín?
—No. Sé un poco de latín y algo menos de griego. Trato de enseñar lenguas modernas. Me llamo Helen Haggerty. Como le estaba diciendo, no le recomendaría, sinceramente, Pacific Point. Los niveles educacionales mejoran cada año, pero aún existen bastantes elementos que actúan como rémora. Puede ver a algunos desde aquí.
Lanzó una mirada sardónica a la entrada, donde cuatro o cinco de sus compañeros se dedicaban a comentar la conferencia con el decano.
—El individuo con el que estaba hablando es el decano, ¿verdad?
—Sí. ¿Es él a quien desea ver?
—Entre otros.
—No se deje impresionar por su apariencia casi desagradable. Es un erudito de valía, el único doctor graduado en Harvard de todo el personal. Él podría orientarle con más eficacia que yo. Pero dígame con sinceridad, ¿habla usted seriamente cuando afirma que desea volver al colegio? ¿No me está tomando un poco el pelo?
—Tal vez un poco.
—Podría hacerlo con mayor efectividad mientras tomamos un trago. Y yo podría aprovechar la bebida, preferentemente bourbon.
—Es una oferta tentadora.
«Y en exceso repentina», pensé.
—Pero concédame una prórroga, ¿quiere? Tengo que esperar a Lefty Godot.
Me observó con más disgusto del que tenía derecho a sentir. Nos despedimos en términos bastante buenos, aunque sospechando el uno del otro.
La puerta fatal que yo estaba vigilando se abrió por fin. Dolly salió de espaldas, dando las gracias a los dos decanos efusivamente, casi con reverencias. Pero cuando giró en redondo y se dirigió a la entrada, vi que su rostro estaba pálido y yerto.
La seguí. Me sentía un poco tonto. La situación me recordaba a una chica a quien solía acompañar a su casa cuando ambos estábamos en la escuela secundaria. Nunca logré reunir bastante coraje para pedirle que me permitiera llevarle los libros. Comencé a identificar a Dolly con esa muchacha inalcanzable, de cuyo nombre me había olvidado.
Dolly corrió a lo largo de la alameda que dividía el campus en dos y comenzó a subir los peldaños que llevaban a la biblioteca. La alcancé y le dije:
—¿Señora Kincaid?
Se detuvo en seco, como si le hubiera disparado un balazo. La cogí del brazo de manera instintiva. Se liberó de mi mano y abrió la boca, como si se dispusiera a pedir auxilio. Pero no se oyó ningún sonido. Los otros estudiantes, que paseaban por la ancha alameda o charlaban en los peldaños, no prestaron la menor atención a ese grito en potencia.
—Me gustaría hablar con usted, señora Kincaid.
Tiró su pelo hacia atrás con tanta fuerza que uno de sus ojos se sesgó y le otorgó un aspecto eurasiático.
—¿Quién es usted? —preguntó por fin.
—Un amigo de su marido. Le ha regalado usted a su marido tres semanas muy malas.
—Lo supongo —repuso, como si pensara en ello por primera vez.
—También usted debe de haber pasado tres semanas de angustia, si es que le ama, ¿verdad?
—¿Si amo a quién? —inquirió.
Parecía ligeramente aturdida.
—A Alex.
—No lo sé. No he tenido tiempo para pensar en eso. No deseo discutir el tema, ni con usted ni con nadie. ¿Es en realidad amigo de Alex?
—Creo que estoy en condiciones de afirmarlo. Él no entiende lo que usted le está haciendo. Está muy triste.
—No cabe duda de que tengo la culpa. Desparramar la ruina es mi especialidad.
—No tiene que ser así. ¿Por qué no abandona su actitud, sea cual fuere, y hace un nuevo ensayo con Alex? En este mismo momento la está esperando en la ciudad.
—Puede esperar hasta el día del juicio final. No pienso volver a reunirme con él.
Su voz juvenil era sorprendentemente firme, casi dura. Había en sus ojos algo que no me gustaba. Eran ojos enormes, secos y fijos, ojos que habían olvidado el llanto.
—¿La dañó Alex de alguna manera?
—Él no dañaría a una mosca. Usted debe de saberlo, si es su amigo. Es un muchacho encantador e inocente, y yo no quiero herirle.
Tras una pausa, añadió con consciente dramatismo:
—Dígale que se felicite por haber escapado por un pelo.
—¿Es éste el único mensaje que tiene para su marido?
—En realidad, no es mi marido. Dígale que obtenga la anulación de nuestro matrimonio. Dígale que no estoy dispuesta a sentar cabeza y que he decidido terminar mi educación.
Hizo que esta frase sonara como un viaje solitario a la luna, un viaje sólo de ida.
Regresé al edificio de la administración. El pavimento de losas que imitaban la piedra de la alameda era plano y suave, a pesar de lo cual me sentí como si estuviera caminando hundido hasta las rodillas en cuevas de topos. La puerta del despacho de la decana Sutherland se encontraba cerrada, y cuando llamé, su «entre» sonó un tanto tardío y casi sordo.
El decano Bradshaw aún estaba allí. Parecía más que nunca un colegial sobre cuya cabeza hubiera caído una tenue helada durante la noche.
Ella estaba ruborizada y sus ojos eran dos esmeraldas verde brillante.
—Éste es el señor Archer, Brad, el detective de quien le hablé.
Me estrechó la mano de un modo decidido y desafiante.
—Es un placer conocerle. En realidad —agregó con un intento de sonrisa—, se trata de un placer relativo, dadas las circunstancias. Lamento la necesidad que le ha traído a nuestro campus.
—Alguien tiene que hacer esa clase de trabajos —observé, un poco a la defensiva—. La señora Kincaid abandonó a su marido y es preciso proporcionar al muchacho alguna explicación. ¿Se la dio ella a ustedes?
La decana Sutherland mostró su expresión ceñuda y respondió:
—Ella no volverá a reunirse con él. En su noche de bodas tropezó con algo tan espantoso…
Bradshaw levantó una mano.
—Un minuto, Laura. Los hechos que la chica le confió pertenecen al ámbito de las confesiones profesionales. Por cierto, no queremos que este tipo corra a repetirle las cosas al marido. La pobre niña está bastante asustada como para que añadamos esto.
—¿Asustada de su marido? —inquirí—. Me parece algo difícil de creer.
—Ella no le abrió a usted su corazón —exclamó Laura Sutherland con calor—. ¿Por qué supone que la desdichada muchacha utilizó un nombre falso? Sentía un terror mortal ante la posibilidad de que él le siguiera el rastro.
—Vamos, se está poniendo melodramática —intervino Bradshaw con tono indulgente—. El joven no puede ser tan malo.
—Usted no la escuchó, Brad. Me contó cosas, de mujer a mujer, que yo no le he dicho y que no tengo la intención de repetir.
—Quizá estuviera mintiendo —sugerí.
—¡Con toda certeza que no mentía! Conozco la verdad cuando la oigo. En cuanto a usted, voy a darle un consejo: regrese junto al marido de Dorothy, dondequiera que esté, y dígale que no ha sido capaz de encontrarla. Si procede así, ella se sentirá más segura y más feliz.
—Al parecer, está bastante segura. Con toda certeza, no es feliz. He hablado con ella, afuera, por espacio de unos minutos.
Bradshaw volvió la cabeza en mi dirección y preguntó:
—¿Qué le dijo?
—Nada sensacional. No formuló acusaciones contra Kincaid y se culpó a sí misma de la ruptura. Afirmó que desea continuar sus estudios.
—Bien.
—¿Ustedes le permitirán continuar sus estudios?
Bradshaw asintió con un movimiento de cabeza.
—Hemos decidido pasar por alto su pequeño engaño. Somos partidarios de otorgar a la gente joven una cierta cantidad de libertad, siempre que no afecte los derechos de los demás. Podrá quedarse, por lo menos por ahora, y seguir utilizando su seudónimo, si así lo prefiere.
Tras una pausa, agregó con su seco humor académico:
—Ya sabe usted, una rosa con otro nombre.
—Pronto nos enviarán sus papeles —intervino la decana Sutherland—. Según parece, ha aprobado dos años de escuela superior y un semestre de universidad.
—¿Qué se propone estudiar aquí?
—Psicología, especialmente. La profesora Haggerty afirma que está bien dotada para ello.
—¿Cómo lo sabe?
—Es la consejera académica de Dolly. En apariencia, la chica se interesa profundamente en la psicología criminal y anormal.
Por alguna extraña razón, pensé en la cabeza barbuda de Chuck Begley, con sus ojos opacos y sin vida como los de una estatua.
—Cuando ustedes hablaron con Dolly, ¿les dijo algo acerca de un hombre llamado Begley?
—¿Begley?
Se miraron el uno al otro y, luego, volvieron los ojos hacia mí. Laura preguntó:
—¿Quién es Begley?
—Es posible que sea su padre. De cualquier modo, tiene algo que ver en el hecho de que Dolly abandonara a su marido. De manera incidental, les aconsejaría que no otorgaran demasiado crédito a las perversiones asiáticas de Kincaid, o cualesquiera que sean las aberraciones de que se le acusa. Es un muchacho honesto y respeta a su mujer.
—Usted tiene derecho a sostener su opinión —dijo Laura Sutherland, con un tono de voz que indicaba que no lo tenía—. Pero, por favor, no actúe en forma precipitada. Dolly es una joven sensible y le ha ocurrido algo que la ha afectado muy profundamente. Les hará a ambos un gran servicio si se mantiene al margen.
—Estoy de acuerdo —apoyó Bradshaw con solemnidad.
—El problema es que se me paga para reunirlos. No obstante, meditaré acerca del asunto y hablaré con Alex.