Un mecánico, acostado de espaldas, salió de debajo del extremo delantero de un sedán Jaguar. Cuando se puso de pie, advertí que se trataba de un rollizo mediterráneo, que llevaba el nombre «Mario» bordado en su mono. Asintió con entusiasmo, cuando le pregunté acerca del viejo Rolls y de la anciana dama.
—Es la señora Bradshaw. Me ocupo de su Rolls desde hace doce años, época en que lo compró. Hoy anda tan bien como el primer día.
Observó sus manos manchadas de grasa con cierta satisfacción, como un cirujano que recuerda una serie de operaciones difíciles, pero exitosas.
—Algunas de las muchachas que contrata para que lo conduzca no saben tratar un buen coche.
—¿Conoce a la chica que lo conduce ahora?
—No sé su nombre. La señora Bradshaw cambia de chófer continuamente. Las obtiene, sobre todo, en la universidad. Su hijo es decano y no permite que la vieja dama conduzca. La pobre está estropeada a causa del reumatismo y supongo que en alguna ocasión debe de haber sufrido un accidente.
Corté las complicadas explicaciones de Mario y le mostré la fotografía.
—¿Es ésta la joven?
—Sí. Estuvo aquí con la señora Bradshaw el otro día. Es nueva. Como ya le dije, la señora Bradshaw cambia con frecuencia su personal. Le gusta hacer su voluntad y estas muchachas universitarias no son muy buenas para recibir órdenes. Yo mismo siempre choco con la señora…
—¿Dónde vive? —interrumpió Alex.
Su voz sonaba ansiosa y Mario se sintió ligeramente contagiado por la expectativa.
—¿Qué desea de ella? —quiso saber.
—No me interesa la anciana. La joven es mi mujer.
—¿Han reñido?
—No lo sé. Tengo que hablarle.
Mario levantó la vista y miró el techo de hierro acanalado del garaje.
—Mi mujer se divorció de mí hace un par de años. Desde entonces he empezado a engordar. Un hombre no tiene los mismos motivos.
—¿Dónde vive la señora Bradshaw? —pregunté.
—Foothill Drive, no lejos de aquí. Tome la primera calle que cruza hacia la derecha y siga por ella. Puede buscar el número en la guía de teléfonos, allí sobre el escritorio. Está a nombre de su hijo, Roy Bradshaw.
Le di las gracias. Se acostó y se deslizó debajo del Jaguar. La guía se hallaba debajo del teléfono, encima del gastado escritorio que ocupaba un rincón. Encontré lo que buscaba: Roy Bradshaw, Foothill Drive 311.
—Podríamos telefonear desde aquí —sugirió Alex.
—Siempre es mejor hacer las cosas personalmente.
A pesar de las casas de huéspedes y de las humeantes fábricas que proliferaban en la zona, Pacific Point había mantenido su identidad. Foothill Drive estaba bordeada de árboles y mostraba un aspecto polvoriento e inmutable. Allí vivían antiguas familias establecidas años atrás, más allá de paredes estucadas que habían resistido a los terremotos o de setos que sobrevivían a generaciones de jardineros.
Los altos cipreses del 311 ocultaban la casa por entero. Atravesé la puerta de hierro, que se encontraba abierta, con Alex pisándome los talones. Pasamos por delante de una pequeña portería blanca, con puerta y postigos verdes, continuamos por una curva y surgió la blanca casa colonial.
Una mujer, con un ancho sombrero de paja atado por debajo de la barbilla, estaba inclinada sobre las flores que proliferaban frente a la vivienda. En sus manos enguantadas tenía un par de tijeras. Cuando detuvimos los motores de los coches, el chasquido de los cortes llenó el silencio.
La mujer se enderezó con pesadez y se acercó a nosotros. Mechones de pelo gris asomaban por debajo de su sombrero. Era una vieja dama, con polvorientas zapatillas de tenis, de formas indeterminadas bajo una amplia bata azul, que llevaba con grave autoridad, como si quisiera recordar que una vez había sido poderosa o elegante. La arquitectura de su rostro se había derrumbado bajo el peso de la carne y de los años. Sin embargo, sus ojos aún eran vivos y perspicaces, de un negro intenso,
—¿La señora Bradshaw? —preguntó Alex con ansiedad.
—Soy yo. ¿Qué desean, caballeros? Estoy muy ocupada, como pueden ver.
Alzó las tijeras y agregó:
—Nunca confío a nadie la tarea de cortar mis rosas. No obstante, las pobres mueren.
En su voz asomaba la pena.
—Su aspecto es muy hermoso —comenté para animarla—. El señor Kincaid y yo sentimos molestarla. Pero él ha perdido de vista a su mujer y tenemos razones para pensar que está trabajando aquí.
—¿Aquí? No tengo criados, excepto mi pareja de españoles. Mi hijo —añadió con un matiz de orgullo— me mantiene sujeta a un presupuesto muy estricto.
—¿No tiene una muchacha que conduce su coche?
La anciana sonrió.
—Me había olvidado de ella por completo. En efecto, trabaja para mí medio día. ¿Cómo se llama? ¿Molly? ¿Dolly? Nunca puedo recordar los nombres de las chicas.
—Dolly —repuse, al tiempo que le mostraba la fotografía—. ¿Es ésta?
Se quitó uno de los guantes de jardinero para coger la cartulina. Su mano se veía nudosa a causa de la artritis.
—Creo que es ella. Pero no me dijo nada acerca de que estuviera casada. De haberlo sabido no la habría contratado. Esto trae muchos inconvenientes. Me gusta que mis paseos se hagan según un horario.
Alex interrumpió su charla:
—¿Dónde está ahora?
—No podría decirlo. Ya ha realizado su trabajo del día para mí. Quizá haya regresado a la universidad o tal vez esté en la portería. Permito a mis chicas que utilicen la pequeña casa. Algunas veces abusan de tal privilegio, pero ésta al parecer no lo ha hecho.
Miró a Alex con una aguda mirada sombría y continuó:
—Espero que no empiece, ahora que usted ha regresado.
—Espero que ella no haya…
Le detuvo en seco.
—Vaya a la portería y mire si está allí.
Me volví hacia la señora Bradshaw y le pregunté:
—¿Cuánto tiempo hace que está con usted?
—Alrededor de dos semanas. El semestre comenzó hacia esa fecha.
—¿Va a la universidad?
—Sí. Consigo a todas mis muchachas allí, excepto cuando dispongo de un chófer permanente, como cuando mi hijo se fue al extranjero el verano pasado. Me disgustaría perder a Dolly. Es más capaz que la mayor parte de ellas. De todos modos, si se va, supongo que siempre habrá otras. Cuando usted haya vivido tantos años como yo, se dará cuenta de que los jóvenes abandonan a los viejos…
Se volvió hacia sus rosas, de un rojo y amarillo resplandecientes a la luz del sol. Parecía estar buscando alguna manera de terminar la frase inconclusa. No se le ocurrió nada. Le pregunté:
—¿Qué apellido utiliza?
—Temo no recordarlo. Siempre las llamo por su nombre de pila. Mi hijo podrá decírselo.
—¿Está aquí?
—Roy está en la universidad. Es el decano.
—¿La universidad está lejos?
—Puede verla desde donde está.
Su mano artrítica se aferró a mi codo y me hizo volverme con gentileza. A través de una abertura entre los árboles logré divisar la cúpula metálica de un pequeño observatorio. La vieja dama me habló al oído, en tono de chisme:
—¿Qué ocurrió entre su joven amigo y su mujer?
—Vinieron aquí en su luna de miel y ella se alejó del muchacho. Alex está tratando de encontrarla.
—¡Qué conducta más extraña! —comentó—. Jamás habría actuado de esa forma durante mi luna de miel. Sentía mucho respeto por mi marido. Pero las chicas de hoy son muy distintas, ¿no es cierto? La lealtad y el respeto no significan nada para ellas. ¿Está usted casado, joven?
—Lo he estado.
—Ya veo. ¿Es el padre del muchacho?
—No. Me llamo Archer. Soy un detective privado.
—¿En serio? ¿Qué le parece todo esto?
Señaló vagamente con las tijeras en dirección a la portería.
—Nada, por el momento. Ella puede haberle abandonado por un impulso infantil. O por razones más oscuras y profundas. Todo cuanto puedo hacer, es preguntar a la chica. A propósito, señora Bradshaw, ¿alguna vez la oyó mencionar a un hombre llamado Begley?
—¿Begley?
—Es un individuo corpulento, con una barba gris y corta. La visitó en Surf House, el mismo día en que ella abandonó a su marido. Existe alguna posibilidad de que sea su padre.
La anciana se humedeció los labios agrietados con la punta de la lengua.
—No habló de él. Por lo general, no animo a las chicas a que descarguen sus preocupaciones sobre mí. Tal vez debería hacerlo.
—¿Qué clase de humor ha manifestado Dolly en los últimos días?
—Es difícil decirlo. La chica es siempre la misma. Tranquila. Medita sus propios pensamientos.
Alex apareció por la curva, caminando con rapidez. Su cara mostraba una expresión brillante.
—Es ella, sin lugar a dudas. Encontré sus cosas en el armario.
—Usted no estaba autorizado para entrar allí —dijo la señora Bradshaw.
—Es la casa de ella, ¿no es así?
—Ocurre que es mía.
—Pero ella la utiliza, ¿verdad?
—Ella, sí. Usted no.
Una disputa con la patrona de Dolly era lo último que le convenía a Alex. Me interpuse entre ambos, hice que el muchacho se marchara y le libré de un problema por segunda vez.
—Desaparezca —le ordené cuando estuvo en su coche—. No se inmiscuya en mis procedimientos.
—Pero tengo derecho a verla.
—Ya la verá. Diríjase al Mariner’s Rest Motel y pida una habitación para los dos. Está en la zona entre este lugar y Surf House…
—Ya lo sé —me interrumpió—. Pero ¿qué pasa con Dolly?
—Voy a ir a la universidad para hablar con ella. La traeré conmigo de vuelta, siempre que esté dispuesta a hacerlo.
—¿Por qué no puedo ir yo también a la universidad? —inquirió como un chiquillo mimado.
—Porque no deseo que vaya. Dolly posee una vida que le pertenece. A usted puede no gustarle, pero no tiene derecho a irrumpir en ella y hacerla naufragar. Se verán en el motel.
Se alejó con rapidez, muy encolerizado, haciendo derrapar al coche. La señora Bradshaw se hallaba de nuevo entre sus rosas. Le pedí permiso, con la mayor educación, para examinar las pertenencias de Dolly. Me respondió que tendría que pedírselo a la muchacha.