CAPÍTULO III

Aparcamos los coches al extremo de la calle de acceso y persuadí a Alex de que se quedara en el automóvil, fuera del alcance de la vista. Shearwater Beach resultó ser un barrio caro habitado por gente dudosa, donde varias docenas de casas se alineaban en hilera. Los reflejos azules y cambiantes del mar brillaban a través de los estrechos espacios entre ellas. Más allá de los techos puntiagudos, por encima del agua, una golondrina trazaba círculos centelleantes, en busca de peces.

El número diecisiete necesitaba pintura y se apoyaba en los pilares como un hombre en sus muletas. Llamé a la puerta descascarada y gris. Con lentitud, como si el cuerpo a que pertenecían fuera arrastrado, inseguros pasos se aproximaron al otro lado. El hombre barbudo la abrió.

Era un individuo de unos cincuenta años, que llevaba una camisa negra de cuello abierto de la cual emergía la cabeza como una piedra batida por el tiempo. La luz del sol le arrancaba de los ojos reflejos de mica. Los dedos con los que se apoyaba en el borde de la puerta estaban corroídos y casi en carne viva. Vio que los observaba y, entonces, los cerró en un puño.

—Estoy buscando a una muchacha extraviada, señor Begley.

Había decidido ir al grano.

—Puede haber sido víctima de un juego sucio —continué— y, si murió, usted debe de haber sido una de las últimas personas que la vieron viva.

Se frotó la mejilla con el puño apretado. Su rostro exhibía señales de viejas luchas: tenues parches hinchados en torno de los ojos, una delgada cicatriz, dividida en marcas irregulares como una regla en miniatura. Viejas luchas y la promesa de otras futuras.

—Usted debe de estar loco. No conozco a ninguna muchacha.

—Me conoces a mí —exclamó una mujer a sus espaldas.

Apareció por encima de su hombro y se recostó contra él, a la espera de que alguien la secundara en su autoelogio. Tendría más o menos la edad de Begley o incluso más. Su cuerpo era toda una reivindicación, con sus pantaloncitos cortos y la escotada blusa. Su pelo, áspero y rizado a causa de sucesivos teñidos y decoloraciones, se erguía sobre su cabeza como una peluca amarilla. En medio de las profundas sombras artificiales de color azul, los ojos tenían el tono de la ginebra.

—Mucho me temo que usted se equivoque —me dijo, con un cultivado acento del litoral del este que decayó en seguida—. Juro por todo lo que es sagrado que Chuck no tiene nada que ver con ninguna chica. Ha estado ocupado en exceso con esta vieja.

Rodeó con su brazo blanco y gordezuelo el cuello del hombre y preguntó:

—¿No es cierto, querido?

Begley se mostraba inmovilizado entre la mujer y yo. Le mostré la fotografía satinada que tomó Fargo a la pareja en luna de miel.

—Usted conoce a esta muchacha, ¿verdad? Su apellido de casada es Kincaid.

—En mi vida he oído hablar de ella.

—Algunos testigos dicen algo distinto. Afirman que usted fue a visitarla a Surf House, un domingo, hace semanas. Usted descubrió su fotografía en un periódico y le pidió una copia al fotógrafo del hotel.

La mujer oprimió el brazo en torno al cuello de Begley, más como rival que lucha que como una enamorada.

—¿Quién es ella, Chuck? —quiso saber.

—No tengo la menor idea —sin embargo, continuó murmurando para sí mismo—: De modo que eso ha comenzado otra vez.

—¿Qué es lo que ha comenzado otra vez?

La mujer me estaba robando las líneas de mi parte del guión.

—Por favor, ¿quiere tener la bondad de dejarme hablar a solas con el señor Begley?

—Él no tiene secretos para mí.

Contempló al hombre con orgullo y un cierto matiz de sumisa ansiedad.

—¿Los tienes acaso? ¿No vamos a casarnos, querido?

—¿No puedes dejar de llamarme querido? ¿Sólo durante cinco minutos? Por favor.

Ella se alejó de Begley, dispuesta a romper en llanto, las comisuras de sus labios caídas, lo que otorgaba a su cara el aspecto lúgubre de la de un payaso.

—Por favor, vete adentro. Deja que hable con este hombre.

—Esta casa es mía. Tengo derecho a saber qué es lo que ocurre en mi propia casa.

—Por supuesto que lo tienes, Madge, pero yo poseo los privilegios del usurpador. Vete y bebe un poco de café.

—¿Estás en dificultades?

—No, por supuesto que no —afirmó, pero en su voz sonaba la resignación—. Pon los pies en polvorosa, ¿eh? Sé buena chica.

Sus últimas palabras parecieron ablandarla. Se retrasó un rato, dando vueltas inútiles, y por fin desapareció en dirección al vestíbulo. Begley cerró la puerta y se apoyó en ella.

—Ahora, dígame la verdad —ordené.

—Muy bien. Fui a verla al hotel. Un impulso estúpido. Pero eso no me convierte en un asesino.

—Nadie lo ha sugerido, excepto usted.

—Pensé que le evitaría la molestia de decirlo.

Extendió los brazos, como para una crucifixión inminente, y añadió:

—Sospecho que usted representa a la ley local.

—Estoy trabajando para ella —repuse, lleno de esperanza—. Mi nombre es Archer. Usted no me ha explicado por qué fue a visitar a la señora Kincaid. ¿Hasta qué punto la conoce?

—No la conozco en absoluto.

Bajó los brazos extendidos en gesto de énfasis. Las zonas sensibles alrededor de su boca estaban escondidas por la barba, de modo que no pude distinguir si había alguna reacción. Sus ojos grises no revelaban nada.

—Pensé que la conocía, pero me equivoqué.

—¿Qué quiere decir?

—Creí que podría ser mi hija. La fotografía del periódico se parecía bastante a ella. Mi error fue natural. No he visto a mi hija desde hace mucho tiempo.

—¿Cómo se llama su hija?

El hombre vaciló. Al cabo de un instante, dijo:

—Mary, Mary Begley. Estuve fuera del país, en el otro extremo del mundo.

Hizo que el lugar sonara tan remoto como la luna.

—Su hija debió ser pequeña cuando la dejó.

—Sí. Diez u once.

—Y usted debía quererla mucho, para pedir una copia fotográfica sólo por el parecido.

—La quería mucho.

—¿Por qué, entonces, no fue a buscar la fotografía?

Cayó en un largo silencio. Experimenté la sensación de algo imponente en el hombre, la silenciosa e intocable calidad de un animal envejecido.

—Temía que Madge se pusiera celosa —contestó—. Sucede que vivo del dinero de Madge.

Sospeché que aprovechaba la declaración desnuda para endosarme una mentira. Pero ello podía provenir de una fuente más profunda. Algunos hombres pasan la vida buscando maneras de castigarse a sí mismos por el delito de haber nacido, y Begley poseía todos los estigmas del propenso a las tribulaciones. Al final preguntó:

—¿Qué cree que le pudo haber ocurrido a la señora Kincaid?

Su pregunta era fría y formal, como si no tuviera ningún interés en la respuesta.

—Esperaba que usted tuviera alguna idea al respecto. No ha aparecido desde hace casi tres semanas. El asunto no me gusta nada. Es verdad que las chicas desaparecen continuamente, pero no durante su luna de miel, no cuando aman a sus maridos.

—Ella quiere al suyo, ¿verdad?

—Él lo cree así. ¿Cómo se sentía cuando usted la vio? ¿Se mostraba deprimida?

—No lo diría. Pareció sorprendida al verme.

—¿Porque no le veía desde mucho tiempo atrás?

Me lanzó una mirada despectiva, y respondió:

—No se moleste tratando de atraparme. Ya le he dicho que no es mi hija. No me conocía.

—¿De qué habló con ella?

—Casi no hablamos.

Tras una pausa, agregó:

—Tal vez le hiciera algunas preguntas.

—¿Como cuáles?

—Quién era su padre. Quién era su madre De dónde venía. Me dijo que de Los Ángeles. Su nombre de soltera es Dolly no me acuerdo qué. Sus padres murieron. Eso es todo.

—Le llevó bastante tiempo obtener esas pocas cosas de la muchacha.

—Estuve con ella de cinco a diez minutos, quizá un cuarto de hora.

—El recepcionista me informó que fue una hora.

—Cometió un error.

—Puede ser que el equivocado sea usted, señor Begley. En algunas ocasiones, el tiempo pasa con rapidez.

Se aferró a esta dudosa excusa.

—Es probable que permaneciera allí más de lo que me pareció. Ahora recuerdo que la chica quería que me quedara para presentarme a su marido.

Sus ojos se conservaban firmes, pero habían adquirido leve velo de falsedad.

—El muchacho no llegó de modo que me fui.

—¿Sugirió usted que se vieran otra vez?

—No. Ella no se interesó demasiado en mi historia.

—¿Se la contó?

—Le hablé de mi hija, por supuesto, tal como le dije antes.

—No entiendo mucho el asunto. Usted afirma que ha estado fuera del país durante diez años. ¿Dónde?

—La mayor parte del tiempo en Nueva Caledonia. Allí trabajé en una mina de cromo. La clausuraron la primavera pasada y nos embarcaron con destino a casa.

—¿Y ahora está buscando a su hija?

—Por cierto que me gustaría encontrarla.

—¿Para que integre el cortejo en su boda?

Deseaba comprobar cómo reaccionaba ante un fino pinchazo. Me respondió con el más absoluto silencio.

—¿Qué le ocurrió a su mujer?

—Murió.

Sus ojos habían perdido la firmeza cuando añadió:

—¡Vaya! ¿Es necesario volver sobre estas cosas? Perder a los que se ama es bastante malo de por sí, para que encima la gente se meta en el asunto y se lo eche a uno en pleno rostro.

No podía decir si su autoconmiseración era falsa. La autoconmiseración siempre lo es en alguna medida.

—Es muy triste que haya perdido a su familia —argumenté—. Pero ¿qué esperaba después de alejarse del país por espacio de diez años?

—No fue por mi culpa. ¿A usted le habría gustado que lo embarcaran con engaños y sin posibilidades de regresar?

—¿Es ésa su historia? No resulta muy agradable.

—Mi historia es mucho más horrible que eso, pero no la comentaremos. De todos modos, usted no me creería. Nadie me cree.

—No perdería nada con intentarlo.

—Me llevaría el día entero. Usted tiene cosas mejores que hacer que charlar conmigo.

—Dígame una.

—Usted me dijo que una joven se ha perdido. Vaya a buscarla.

—Tenía la esperanza de que usted me ayudara. Todavía la tengo, señor Begley.

Bajó la vista y se miró los pies. Iba en zapatillas.

—Ya le he dicho que no sé nada sobre ella. Nunca debí de haber ido al hotel. Está bien, cometí un error. Usted no puede colgar a un hombre por una insignificante falta de tacto.

—Usted ha mencionado una vez el asesinato y otra vez la ejecución. Me pregunto por qué.

—Era sólo una manera de hablar.

Pero la confianza se estaba filtrando a través de los orificios producidos por mis pinchazos. Begley dijo, levantando la voz:

—¿Cree que yo la maté?

—No. Sospecho otra cosa. Algo ocurrió entre la chica y usted, o se dijo algo, que podría explicar el motivo por el cual ella se marchó en forma tan repentina. Medite acerca de lo que le digo, ¿quiere?

Con lentitud, quizá de modo involuntario, alzó la cabeza y miró al sol. Por debajo de su barba el cuello era pálido y flaco. Me produjo la impresión de que llevara una máscara como la que se ponían los actores griegos, la cual le ocultaba por completo a mis ojos.

—No. Nada dijimos en ese sentido.

—¿Hubo algún disgusto entre ustedes?

—No.

—¿Por qué le permitió subir a su habitación?

—Creo que estaba interesada en mi historia. Le había hablado por teléfono y contado que se parecía a mi hija. Fue sólo un impulso tonto. Tan pronto como la vi, supe que no era la que buscaba.

—¿Hizo algún arreglo para verla otra vez?

—No. Por cierto que me habría gustado.

—¿La esperó fuera del hotel, o se puso de acuerdo con ella para reunirse en la terminal del autobús?

—No hice nada parecido. ¿Por qué trata de crucificarme? ¿Qué es lo que desea?

—Nada más que la verdad. No me sentiré satisfecho hasta que no la obtenga de usted.

Contestó con un repentino estallido de furia:

—Ha logrado tanto como…

Comenzó a lamentar su arranque antes de que se apagara y se tragó el resto de la frase. Me volvió la espalda y se marchó al interior de la casa, después de pegar un portazo. Aguardé unos instantes y decidí dejar las cosas así. Recorrí el camino arenoso de acceso en dirección a nuestros coches.

La mujer rubia, Madge Gerhardi, estaba sentada al lado de Alex, en su rojo Porsche. El muchacho me miró con ojos brillantes.

—La señora Gerhardi la ha visto. Es Dolly.

—¿Con Begley?

—No, no con él.

Ella abrió la puerta del automóvil y bajó a tierra.

—Fue en el garaje que se especializa en coches extranjeros. Tengo un MG y lo había dejado allí para unas reparaciones. Vi a la muchacha con una anciana. Salían juntas en un viejo Rolls de color castaño. La chica hacía de chófer.

—¿Está segura de su identificación? —le pregunté al tiempo que le mostraba la foto otra vez.

Asintió con un enfático movimiento de cabeza.

—Segura, a menos que exista una gemela. Reparé en ella porque es muy hermosa.

—¿Sabe quién es la anciana?

—No, pero el hombre del garaje tiene que conocerla.

Nos dio la dirección y se dispuso a partir.

—Es mejor que vuelva a casa —dijo—. Chuck debe de estar preguntándose dónde estoy.