Mientras almorzábamos, le prometí ayudarle a encontrar a su mujer. Esto y el pastel de pollo le calmaron. No podía recordar cuándo había comido por última vez y lo hacía con voracidad.
Luego nos dirigimos al Surf House, cada uno en su coche. Se hallaba situado a orillas del mar, en el límite de la ciudad. Era un hotel en cuyos jardines españoles se alzaban cabañas de cien dólares al día. Las terrazas frente al edificio principal descendían hacia la playa privada, en anchos peldaños verdes. Los yates y las lanchas se balanceaban en los embarcaderos. En mar abierto, más allá del curvo promontorio que daba su nombre a Pacific Point, las velas blancas se inclinaban contra un bajo muro de niebla gris.
El recepcionista, con su traje de la Ivy League, nos atendió con suma cortesía, pero no había estado trabajando allí el sábado que nos interesaba. El turno lo había hecho un sustituto de verano, un muchacho universitario, que había regresado a su universidad en el Este. El actual, lamentaba decirlo, no sabía nada acerca del barbudo visitante de la señora Kincaid.
—Me gustaría hablar con el fotógrafo del hotel. ¿Anda por ahí, hoy?
—Sí, señor. Creo que está en las inmediaciones de la piscina.
Le encontramos. Era un hombre delgado y vivaz, de cuyo cuello pendía una cámara fotográfica pesada como un albatros. En medio de los coloridos trajes de playa y de baño, sus oscuras ropas hacían que pareciera un empresario de pompas fúnebres. Estaba tomando algunas fotografías candorosas a una mujer de mediana edad, la cual vestía un bikini que no le sentaba en absoluto. Su ombligo miraba la cámara como el agujero de un calcetín.
Una vez que hubo terminado su espantoso trabajo, el hombre se volvió a Alex con una sonrisa.
—¡Hola! ¿Cómo está su mujer?
—No la he visto recientemente —contestó el muchacho con mal humor.
—¿No estaban pasando aquí su luna de miel hace un par de semanas? ¿No les tomé una fotografía?
Alex no contestó. Contemplaba a los ociosos que se hallaban junto a la piscina, como si fuera un fantasma que tratara de recordar qué sensación producía el saberse humano.
—Nos gustaría tener algunas copias de la fotografía que usted tomó —le dije—. La señora Kincaid figura en la lista de personas desaparecidas y yo soy un detective privado. Me llamo Archer.
—Fargo. Simmy Fargo.
Me dio un leve apretón de manos y me obsequió con ese tipo de mirada propio de una cámara, cuando retiene la imagen de uno para la posteridad.
—¿En qué sentido figura en la lista de personas desaparecidas? —preguntó.
—No lo sabemos. Partió de aquí en un taxi, la tarde del dos de setiembre. Desde entonces, Kincaid no ha cesado de buscarla.
—Un asunto desagradable —comentó Fargo—. Supongo que desea las fotografías para que circulen. ¿Cuántas cree que serán necesarias?
—¿Tres docenas?
Lanzó un silbido y golpeó su frente estrecha y arrugada.
—Tengo por delante una semana llena de trabajo y ya se ha puesto en marcha. Hoy es viernes. Puedo hacerlas para el lunes, pero supongo que usted las quiere para ayer, ¿verdad?
—Hoy.
—Lo siento.
Se encogió de hombros de tal modo que su cámara se balanceó contra su pecho.
—Podría ser importante, Fargo. ¿Qué diría si le pidiéramos dos docenas para dentro de dos horas?
—Me gustaría ayudarle. Pero tengo que hacer mi trabajo.
Con lentitud, casi a despecho de su voluntad, se volvió y miró a Alex.
—Le diré lo que voy a hacer. Pediré a mi mujer que me ayude y tendrán las fotografías. Lo único que les ruego es que no me dejen plantado, como hizo el otro.
—¿Qué otro? —pregunté.
—Un tipo grande y barbudo. Me pidió una copia de la misma fotografía y nunca vino a buscarla. Si usted la quiere, puedo dársela.
Alex volvió en sí de su sombrío arrobamiento. Cogió a Fargo del brazo con ambas manos y le sacudió.
—Usted le vio —dijo—. ¿Quién es?
—Pensé que quizá usted le conociera —repuso Fargo, al tiempo que se desprendía de las manos de Alex y daba un paso atrás—. En realidad, me pareció que yo también le conocía. Podría jurar que le tomé una fotografía alguna vez. Pero no logro ubicar su cara. Veo demasiadas.
—¿Le dio su nombre?
—Tuvo que hacerlo. Nunca acepto pedidos anónimos. Veré si puedo encontrarlo, ¿eh?
Le seguimos hasta el hotel y, a través de un laberinto de pasillos, llegamos a su desordenada oficina sin ventanas. Telefoneó a su mujer, luego revolvió un montón de papeles que cubrían su escritorio y sacó de entre ellos un sobre de fotografías. Dentro, entre dos hojas de papel encarrujado, había una fotografía satinada de los recién casados. En el sobre, Fargo había escrito con lápiz: «Chuck Begley, Wine Cellar».
—Ahora que recuerdo —observó Fargo—, me dijo que trabajaba en Wine Cellar. Es un comercio de licores, no lejos de aquí. Cuando comprobé que Begley no reclamaba la fotografía, le llamé por teléfono. Me comunicaron que había dejado su empleo.
Fargo paseó su mirada de Alex a mí.
—¿El nombre de Begley significa algo para ustedes?
Ambos contestaron que no.
—¿Puede describirle, señor Fargo?
—Puedo describir la parte de su rostro que no estaba cubierta de algas marinas, quiero decir, la barba. Pelo gris, lo mismo que la barba, muy espeso y ondulado. Cejas y ojos grises y un tipo común de nariz recta. Observé que estaba despellejado a causa del sol. No está mal para un hombre de su edad, excepto los dientes, en pésimas condiciones. No me gustaría tenerle por enemigo. Es un individuo corpulento y de apariencia ruda.
—¿Qué altura?
—Varios centímetros más que yo. Eso hace un metro ochenta y cinco. Llevaba una camisa deportiva, de mangas cortas, y advertí los músculos de sus brazos.
—¿Cómo habla?
—Nada especial. Por cierto, no tiene el estilo de Harvard.
—¿Le dio alguna razón para justificar el deseo de poseer la fotografía?
—Me explicó que le movía un interés sentimental. La había visto en el periódico y se había acordado de alguien. Recuerdo que pensé que el hombre tuvo que haber volado como una saeta. La foto apareció el domingo por la mañana y él llegó aquí al mediodía.
—Debió ir a visitar a Dolly en seguida —dije a Alex.
Luego, volviéndome a Fargo, le pregunté:
—¿Por qué el periódico utilizó esta fotografía en particular?
—La escogieron entre una serie que les envié. La Press utiliza con frecuencia mis fotografías. En realidad, solía trabajar para ellos. No puedo decir por qué eligen unas en lugar de otras.
Alzó la fotografía hacia la luz fluorescente y, luego, me la alcanzó.
—Salió bien, y el señor y su mujer forman una pareja atractiva.
—Muchas gracias —dijo Alex, con tono sardónico.
—Le estaba haciendo un cumplido, compañero.
—Seguro.
Tomé la fotografía de manos de Fargo y arrastré a Alex fuera de la habitación antes de que se tornara demasiado pequeña para él. Un dolor sombrío le inundaba, y podía transformarse en rabia. No era sólo pena por su mujer de un día, sino también conmiseración por sí mismo. Daba la impresión de no saber si era un hombre o no.
No era lógico que yo le recriminara por tales sentimientos, pero no convenían a la clase de trabajo que estaba tratando de hacer. Cuando encontramos al Wine Cellar, situado en un motel sin pretensiones, le dejé en su pequeño automóvil deportivo.
En el interior del establecimiento hacía un fresco agradable. Yo era el único cliente en potencia y el hombre que se hallaba detrás del mostrador se acercó para saludarme.
—¿En qué puedo servirle, señor?
Llevaba un chaleco a cuadros y tenía la voz ligeramente confusa, los ojos húmedos y la cara abotargada, propios de un hombre que bebe noche y día.
—Me gustaría ver a Chuck Begley.
Me lanzó una mirada saturada de un dolor vago y su voz adquirió un matiz de queja sorda.
—Me vi obligado a despedir a Chuck. Le enviaba para hacer una entrega y, a veces, llegaba cuando se suponía que debía hacerlo, pero otras no.
—¿Cuánto tiempo hace que le despidió?
—Un par de semanas. Trabajó para mí otro tanto. No está hecho para este tipo de trabajos. Más de una vez le dije que eran algo más allá de sus posibilidades. Chuck Begley sería un hombre listo siempre que se enderezara. Usted lo sabe.
—No lo sé.
—Creí que era amigo suyo.
Le mostré mi credencial. Arrojó sobre mi cara una vaharada de menta.
—¿Begley anda huyendo?
—Podría ser. ¿Por qué?
—Cuando apareció por aquí, me pregunté por qué un hombre como él estaría dispuesto a aceptar un trabajo de recadero de media jornada. ¿Por qué le buscan?
—Lo ignoro. ¿Quiere darme su dirección?
—Puedo hacerlo.
Se frotó la nariz venosa, mientras me observaba por encima de sus dedos.
—No le vaya a decir a Begley que yo le di el dato. No me gustaría nada que me echara encima.
—No lo hará.
—Pasa una buena cantidad de tiempo en la casa de una de mis clientas. Se podría decir que es un huésped que no paga. Por cierto, no deseo causarle molestias a ella.
Tras un momento de reflexión, continuó:
—Pero si Begley anda huyendo, supongo que hago un favor si ayudo a que le pesquen. ¿No es cierto?
—Diría que sí. ¿Dónde vive ella?
—En Shearwater Beach, la cabaña número diecisiete. Se llama Madge Gerhardi. Tome la carretera hacia el sur y verá el recodo de Shearwater a una distancia de tres kilómetros. Lo único que le pido es que no le diga a ninguno de los dos que fui yo quien le envió. ¿De acuerdo?
—Muy bien.
Le dejé con sus botellas.