CAPÍTULO I

Las pesadas cortinas estampadas de rojo, que cubrían las grandes ventanas de la sala del tribunal, se hallaban corridas a medias. Una luz amarillenta se colaba por las aberturas y empañaba el brillo de las lámparas eléctricas que pendían del elevado techo. El rayo luminoso jugaba al azar con los distintos detalles de la habitación: el vaso de vidrio del refrigerador del agua, apoyado en la pared de paneles, opuesta a la tribuna del jurado; los dedos de uñas carmesíes de la mecanógrafa de la corte, que corrían sobre el teclado de su máquina de escribir; los ojos saturados de experiencia de la señora Perrine, que me observaban con atención por encima de la mesa de la defensa.

Eran casi las doce del segundo y último día del juicio. Yo era el último testigo de la defensa. El abogado de la acusada acababa de interrogarme. El fiscal renunció a formular un segundo interrogatorio y varios de los miembros del jurado le miraron con el ceño fruncido, con expresión de asombro. El juez me anunció que podía retirarme.

Desde mi lugar en el estrado de los testigos había advertido al joven sentado en la primera fila de espectadores. No se trataba de uno de los curiosos habituales, amas de casa y jubilados que buscan llenar una mañana vacía escuchando los problemas de los demás. El muchacho tenía sus propias preocupaciones. La melancólica mirada de sus ojos azules no se apartaba de mi rostro y, de pronto, experimenté la incómoda sensación de que me estaba esperando para hacerme partícipe de sus problemas.

En el momento en que me dirigía hacia la salida, se levantó y me interceptó el paso en la puerta.

—Señor Archer —pidió—, ¿me permitiría hablar unas pocas palabras con usted?

—Muy bien.

El alguacil abrió la puerta y nos urgió:

—Salgan, caballeros. La corte está todavía en sesión.

Nos dirigimos hacia el pasillo. El joven miró con expresión enfurruñada la puerta que se cerraba automáticamente.

—No me gusta que me empujen de un lado al otro —dijo.

—No hay motivo para describir esto como usted lo hace. ¿Qué le está royendo por dentro, amigo?

No debí haberle formulado la pregunta. Debí subir a mi automóvil a toda prisa y regresar a Los Ángeles. Pero tenía un aspecto americano, limpio y osado, y tal velo de dolor en los ojos que me conmoví.

—Me acaban de echar de la oficina del sheriff y esto ha sido la culminación de dos negativas más por parte de las autoridades locales. No estoy acostumbrado a esta clase de tratamiento.

—No lo hacen con intención de ofenderle.

—Usted tiene una buena dosis de experiencia como detective, ¿verdad? Lo supongo por lo que dijo en el estrado de los testigos. A propósito, realizó una labor maravillosa con respecto a la señora Perrine. Estoy seguro de que el jurado la absolverá.

—Veremos. Nunca haga apuestas sobre la actitud de un jurado.

Su alabanza provocó mis recelos porque, con toda probabilidad, significaba que deseaba de mí algo más sustancial. El juicio en el que acababa de participar marcaba el final de un largo caso, carente de interés, y yo proyectaba una excursión de pesca a La Paz.

—¿Es eso todo cuanto quería decirme?

—Tengo muchas cosas que decir, si es que usted está dispuesto a escucharme. Bueno, se trata del asunto de mi mujer. Me abandonó.

—Por lo general no me ocupo de divorcios, si eso es lo que anda rondando por su cabeza.

—¿Divorcio?

Sin emitir un solo sonido, realizó los movimientos que acompañan a la risa, una risa vacía.

—Estuve casado sólo un día, menos de un día. Todos, incluso mí padre, insisten en decirme que debo obtener una anulación. Pero yo no deseo ni una anulación ni un divorcio. Lo único que quiero es que vuelva.

—¿Dónde está su mujer ahora?

—No lo sé.

Encendió un cigarrillo con manos poco firmes.

—Dolly me abandonó en mitad de nuestra luna de miel de fin de semana, al día siguiente de nuestra boda. Puede haberse metido en algo malo.

—O puede haber decidido que no deseaba estar casada, en general, o casada con usted. Ocurre con frecuencia.

—Es lo mismo que me dice la policía: ocurre con frecuencia. ¡Como si eso sirviera de consuelo! De todos modos, sé que no se trata de eso. Dolly me amaba y yo la amaba… la amo.

Dijo estas palabras con mucha intensidad, con toda la fuerza de su naturaleza respaldando la expresión. No conocía su naturaleza, pero allí había sensibilidad y sentimiento, más de lo que el muchacho era capaz de manejar con soltura.

—No me ha dicho su nombre.

—Perdón. Me llamo Kincaid. Alex Kincaid.

—¿Qué hace para ganarse la vida?

—No he hecho mucho en los últimos días, desde que Dolly… desde que sucedió esto. En teoría, trabajo para la Channel Oil Corporation. Mi padre está a cargo de la oficina en Long Beach. Usted debe haber oído hablar de él. ¿Frederick Kincaid?

No le conocía. El alguacil abrió la puerta de la sala y la mantuvo abierta. La corte pasaba a un cuarto intermedio para el almuerzo. Pasaron los miembros del jurado. Sus movimientos eran solemnes, parte del ritual de un juicio. Alex Kincaid los observó como si se dispusieran a juzgarle a él.

—No podemos hablar aquí —sugirió—. Permítame que le invite a almorzar.

—Almorzaremos juntos, pero a la inglesa.

No quería deberle nada, por lo menos hasta que escuchara su historia.

Había un restaurante al otro lado de la calle. El comedor principal estaba lleno de humo y del murmullo de las conversaciones. Las mesas, cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos, estaban ocupadas en su mayor parte por gente del tribunal, abogados, hombres del sheriff y agentes. Aunque Pacific Point se halla a ochenta kilómetros de mi distrito, reconocí a diez o doce de ellos.

Alex y yo nos dirigimos al bar y encontramos dos taburetes en un rincón oscuro. El muchacho pidió un whisky doble. Le imité. Se lo bebió como si se tratara de una medicina e intentó pedir una segunda ronda al momento.

—Va muy rápido, usted. Frene.

—¿Me está diciendo lo que tengo que hacer? —preguntó con voz clara y desagradable.

—Quiero escuchar su historia y trato de que esté en condiciones de contármela.

—¿Cree que soy un alcohólico o algo por el estilo?

—Creo que es un manojo de nervios, y si se vierte alcohol sobre un manojo de nervios, por lo general los resultados son desastrosos. Mientras escucha mis consejos no haría mal en abandonar su actitud belicosa. Alguien podría pegarle y dejarle maltrecho.

Alex se tranquilizó al instante y permaneció con la cabeza gacha. Su cara tenía una palidez casi fluorescente y un ligero estremecimiento recorría su cuerpo.

—Admito que estoy alterado. No sabía que tales cosas ocurrieran a la gente.

—Es hora de que me cuente lo que pasó. ¿Por qué no comienza por el principio?

—¿Quiere decir cuando ella se fue del hotel?

—Muy bien, empiece por el hotel.

—Nos alojamos en el Surf House, aquí, en Pacific Point. En realidad, yo no estaba en condiciones de permitírmelo, pero Dolly deseaba vivir la experiencia de estar allí… Nunca lo había hecho. Pensé que un fin de semana de tres días no me arruinaría. Era el fin de semana del Día del Trabajo. Como yo había hecho ya mis vacaciones, nos casamos el sábado para disponer por lo menos de tres días de luna de miel.

—¿Dónde se casaron?

—Nos casó un juez, en Long Beach.

—Suena como una de esas bodas realizadas bajo la inspiración del momento.

—Supongo que lo fue, en un cierto sentido. No hacía mucho que nos conocíamos. Para decir la verdad, Dolly sugirió que nos casáramos en seguida. No quiero que piense que yo no estaba ansioso de hacerlo. Lo estaba también. Pero mis padres opinaban que era mejor que esperáramos un poco más, hasta que lográramos encontrar una casa, amueblarla y todo el resto. Les habría gustado una boda en la iglesia, pero Dolly insistió en que la ceremonia la realizara un juez.

—¿Y los padres de Dolly?

—Han muerto. No tiene parientes vivos.

Volvió la cabeza con lentitud y sus ojos se encontraron con los míos. Luego agregó:

—Al menos, es lo que afirma.

—Aparentemente, usted alimenta dudas al respecto.

—En realidad, no. Sólo que ella pareció trastornada cuando le pregunté acerca de sus padres. Como es natural, deseaba conocerlos, pero Dolly interpretó mis requerimientos como si yo me propusiera escudriñar su vida. Por fin me dijo que todos los miembros de su familia habían muerto en un accidente automovilístico.

—¿Dónde?

—No lo sé. Ahora que lo pienso un poco, no sé demasiado sobre mi esposa, excepto que es una muchacha maravillosa.

Agregó las últimas palabras con un suspiro de lealtad, ligeramente aromatizado de whisky.

—Es hermosa, inteligente y buena, y estoy seguro de que me ama.

Lo dijo casi cantando, como si por medio de una expresión de deseos o un simple conjuro fuera capaz de plasmar la realidad.

—¿Cuál es su apellido de soltera?

—Dolly McGee. Su nombre es Dorothy. Trabajaba en la biblioteca de la universidad y seguía un curso de administración comer…

—¿Este verano?

—Así es.

Tragó saliva y la nuez de Adán palpitó en su garganta con desconsuelo.

—Nos conocimos sólo seis semanas antes de casarnos, seis semanas y media, para ser exacto. Pero durante ese tiempo nos vimos todos los días.

—¿Qué hacían cuando estaban juntos?

—No veo que eso importe.

—Puede que sí. Estoy tratando de trazar un bosquejo de sus hábitos personales.

—Dolly no tiene malos hábitos, si eso es lo que le interesa. Jamás me permitía beber cuando salíamos. No era aficionada a los bares ni a las películas. Era… es una chica muy seria. Dedicábamos la mayor parte del tiempo a hablar… Hablábamos y caminábamos. Creo que hemos recorrido casi toda la parte occidental de Los Ángeles.

—¿Sobre qué conversaban?

—El significado de la vida —repuso, como si fuera algo sobreentendido—. Tratábamos de elaborar un plan de vida, una serie de normas para nuestro matrimonio y nuestros hijos. Para Dolly, lo más importante eran los hijos. Deseaba educarlos de modo que llegaran a ser auténticos seres humanos. Pensaba que es más importante ser un individuo honesto que gozar de seguridad, posesiones terrenas, etc. No tengo la intención de aburrirle con estas cosas.

—No me aburre. ¿Debo entender que era sincera por completo?

—Nunca nadie lo fue más. Y quiero decir eso exactamente. Su ambición era que dejara mi trabajo y terminara mi licenciatura. No quería que aceptara dinero de mi familia. Estaba dispuesta a seguir trabajando para ayudarme, pero decidimos alterar el plan cuando decidimos casarnos.

—¿No fue un matrimonio forzado?

Me miró con dureza de piedra.

—No hubo entre nosotros nada de lo que piensa. En realidad, ni siquiera… quiero decir que no la toqué en nuestra noche de bodas. La Surf House y Pacific Point parecían alterar sus nervios, pese a que ella había insistido en que nos alojáramos allí. De modo que decidimos postergar el acto físico. Una buena cantidad de parejas lo hace en nuestros días.

—¿Cómo reacciona Dolly en materia sexual?

—Bien. Tocamos el tema con franqueza. Si usted supone que se fue porque el asunto la atemorizaba, anda equivocado. Es una chica apasionada.

—¿Por qué le abandonó, Alex?

Los ojos se le nublaron a causa del dolor, que casi no los había abandonado un instante.

—No logro imaginar el motivo. No fue nada entre ella y yo, de eso estoy seguro. El hombre barbudo debe de haber tenido algo que ver en el caso.

—¿Cómo interviene en el cuadro?

—Llegó al hotel esa tarde… el día que se marchó. Yo estaba en la playa. Había nadado un rato y luego me tendí al sol y me dormí. Creo que permanecí afuera un par de horas. Cuando regresé, Dolly se había marchado con todo el equipaje. El recepcionista me dijo que había recibido esa visita antes de dejar el hotel, un hombre con una corta barba gris, que permaneció en la habitación por espacio de una hora.

—¿Apellido?

—No mencionó ninguno.

—¿Se fue con su mujer?

—Según los informes del recepcionista, no. Él se fue primero. Entonces Dolly tomó un taxi para dirigirse a la terminal del autobús. Pero, por lo que pude averiguar, no sacó billete para ninguna parte. Tampoco lo hizo en la estación de tren ni en la línea aérea. Como no tiene coche, supongo que sigue en Pacific Point. No es factible que se haya marchado caminando por la carretera.

—Puede haber querido dar una caminata.

—No Dolly.

—¿Dónde vivía antes de que se casaran?

—En Westwood, en un apartamento amueblado. Canceló el contrato y, el sábado por la mañana, antes de la ceremonia, trasladamos su máquina de escribir y sus pertenencias a mi apartamento. Todo sigue allí y ésa es una de las cosas que me inspiran temor. Realicé una investigación minuciosa en busca de pistas, pero no dejó nada detrás de ella, nada verdaderamente personal.

—¿Cree que proyectó casarse para luego abandonarle?

—No. ¿Para qué habría de proceder así?

—Bien, se me ocurren varias posibilidades. ¿Usted posee un buen seguro, por ejemplo?

—Un monto considerable. Papá me aseguró cuando nací, pero el beneficiario es todavía él.

—¿Su familia tiene dinero?

—No demasiado. Papá está en buena posición económica, pero trabaja para mantenerla. De todos modos, sus suposiciones no vienen al caso. Dolly es por completo honesta e incluso no se preocupa por el dinero.

—¿De qué se preocupa?

—Creí que de mí —contestó con la cabeza gacha—. Todavía lo creo. Debe de haberle ocurrido algo. Quizá le haya fallado la cabeza.

—¿Es mentalmente inestable?

Alex consideró la pregunta, lo mismo que la respuesta.

—No lo creo —dijo, por fin—. Tiene sus momentos negros. Supongo que todo el mundo los tiene. Estoy hablando de un modo absurdo.

—Continúe de la misma manera. Usted no está en condiciones de saber con certeza qué es lo que puede resultar importante. Supongo que ha tratado de investigar su paradero, ¿no es así?

—Tanto como me ha sido posible. Pero no puedo hacerlo por mí mismo, sin la colaboración de la policía. Ellos escriben lo que les cuento en un trozo de papel, lo ponen en un cajón y se limitan a mirarme con cara de lástima. Al parecer, creen que Dolly ha descubierto en mí o en nuestra noche de bodas algo vergonzoso.

—¿No habrá algo de verdad en eso?

—¡No! Nos amamos con locura. Intenté decírselo al sheriff esta mañana. Me contempló con una de esas miradas socarronas y me anunció que no podía actuar hasta que no hubiera indicaciones de delito. Le pregunté si una mujer que se había perdido no lo era, y repuso que no. Dolly es libre, tiene veintiún años, me abandonó por propia voluntad y carezco de derechos legales para obligarla a volver. Me aconsejó que gestionara una anulación. Le indiqué lo que podía hacer con su consejo y ordenó a dos de sus hombres que me echaran del despacho. Supe que el agente se hallaba en el tribunal y estaba esperando para presentar una demanda, cuando le vi a usted en el estrado de los testigos.

—¿De modo que no le ha enviado nadie?

—No, pero puedo darle referencias. Mi padre…

—Ya me ha hablado de su padre. ¿Piensa él, también, que usted debería gestionar una anulación?

Alex asintió con un movimiento de cabeza, triste y desalentado.

—Mi padre opina que estoy perdiendo el tiempo con una chica que no lo merece.

—Tal vez tenga razón.

—No puede estar más equivocado. Dolly es la única mujer a quien he amado, y la amaré siempre. Si usted no desea ayudarme, encontraré a alguien que lo haga.

Me agradó su insistencia.

—Mis honorarios son elevados. Cien al día y los gastos.

—Dispongo de bastante dinero como para pagarle, al menos, una semana.

Extrajo su billetera y la golpeó contra el mostrador con tanta violencia que el encargado del bar le miró con ojos de sospecha.

—¿Quiere un adelanto en metálico? —preguntó.

—No corre prisa —respondí—. ¿Tiene alguna fotografía de Dolly?

Sacó de la billetera un trozo doblado de periódico y me lo alcanzó con cierta repugnancia, como si se tratara de algo más valioso que el dinero. Era la reproducción de una fotografía, que había sido doblada y desdoblada muchas veces. El epígrafe decía: «Entre las parejas felices que pasan su luna de miel en Surf House figuran el señor y la señora Kincaid, de Long Beach».

Alex y su mujer me sonreían en medio de la luz macilenta. La cara de Dolly era oval y adorable, con un estilo muy personal, una cierta clase de inteligencia agazapada en los ojos y un humor agridulce en la boca.

—¿Cuándo la hicieron?

—El sábado, hace tres semanas, cuando llegamos a Surf House. Lo hacen con todos. La nuestra la publicaron en el periódico dominical de la mañana y guardé el recorte. Me alegro de haberlo hecho. Es la única fotografía que tengo de Dolly.

—Podría obtener copias.

—¿Dónde?

—Por intermedio del fotógrafo que la hizo.

—No se me había ocurrido. Veré al fotógrafo del hotel. ¿Cuántas copias?

—Dos o tres docenas. Es mejor que sobren a que falten.

—Eso costará dinero.

—Lo sé. También yo le costará bastante dinero.

—¿Está intentando convencerme de que no le encomiende el trabajo?

—No lo necesito y, además, merezco un descanso.

—Entonces, váyase al infierno.

Arrebató el recorte de mis manos, y la fotografía se rompió por la mitad. Nos miramos como enemigos, cada uno de los dos sosteniendo un trozo de la feliz pareja en su luna de miel.

Alex rompió a llorar.