ERASMO Y SU OBRA

por Pedro Voltes

He aquí una nueva traducción española del Morias Enkómion, de Erasmo de Rotterdam. ¿Qué novedad trae a la dilatadísima estela que en la lengua castellana ha dejado la obra más conocida de Erasmo? En nuestra opinión, la fidelidad; una fidelidad ciega y tenaz al texto que no se ha permitido la menor amplificación, intensificación o glosa del pensamiento erasmiano. Otras traducciones hay de esta obra donde el intérprete se ha concedido el honor de colaborar con el autor, introduciendo por su cuenta exclamaciones, rodeos, desarrollos, incisos y, también, mutilaciones que, si en cualquier traducción hubieran sido delictuosas, más lo son en la de un texto de diáfana claridad y de vigor expresivo incontestables. Merced a estas aportaciones del traductor, el texto de Erasmo cobraba en ocasiones ligereza y colorido de panfleto. Nos tememos, pues, que el lector de nuestra nueva versión, si se habituó antes a otras existentes, encuentre menos vivaz el habla de Erasmo. Una ligera ojeada al original, si quiere tomarse la molestia de la comprobación, le advertirá de que Erasmo, a fuer de humanista solidísimo y de hombre de estudio de pies a cabeza, hizo gala en su escribir de una riqueza de matices, de una cautela en las afirmaciones, de una majestad en la construcción de los períodos, de una justeza en la adjudicación de los calificativos, que repugnan ser traducidas en tono de libelo contemporáneo.

Como una apoteosis del intelectual fue la carrera de Erasmo, una de las figuras de la historia literaria que han ganado más honra y provecho con la pluma. Merced a ella remontó la adversa corriente del nacimiento natural (1467) a la que le había lanzado su padre, el eclesiástico Geradio de Prael, y de la tutela hostil de un encargado que, cuando quedó huérfano, le obligó a ingresar contra su voluntad en el monasterio de Steyn. Debatiéndose penosamente contra estas adversidades, empezó a bracear en aguas más libres al entrar de secretario del obispo de Cambrai (1492).

Pasó luego a la Sorbona y a ganar con la pluma el primer dinero escribiendo elogios y poemas para la nobleza parisiense. La fama de su ingenio y de su monumental erudición clásica le empezaron a situar a partir de estos años en el brillante mundo supranacional del humanismo: Turín, Cambridge, Roma, Oxford, Lovaina y tantas otras metrópolis de la cultura europea le fueron conociendo y dándole gloria y anchura económica.

Los escritos de Erasmo, orientados en la triple dirección de estudios filológicos y gramaticales, traducciones y ediciones de los autores clásicos y análisis, glosas y ediciones de los textos sagrados, se fueron sucediendo rápida y copiosamente como fruto que eran de una mano infatigable y animosa. En el famoso retrato de Erasmo por Holbein el Joven (Louvre), el escritor moderno, sumergido en un mundo difícil, agitado y huraño, admira, sobre todo, dos cosas: lo recoleto y lo sosegado de este gabinete que se adivina aislado del exterior por una cortina suntuosa, y esta mano pequeña, fina, serena, posada sobre el papel con dulce firmeza, que va trazando menudos y pulcros rasgos con tanta seguridad y tantos arrestos, que parece incansable e incoercible, como libre de freno y de fatiga parece el rodar de la rueca en Las hilanderas de Velázquez. El silencio del gabinete y la animosa finura de la mano explican perfectamente lo extenso y abundante de la obra de Erasmo.

Pero también significa este sosiego, aislado de la vida por la cortina, que nuestro autor, intelectual puro, es una de aquellas figuras a las que la tipología médica moderna ha definido como más aficionada a pensar con imágenes literarias que con las percepciones de la realidad. Y de esta suerte, Erasmo, personificación del hombre de letras, se alinea en la hilera de intelectuales amargos, desencantados, propicios a mirar los tapices por el envés, añorosos de una edad heroica que inventaron ellos mismos, recelosos ante el hombre, despreciadores de la plebe, enemigos de la mujer, despectivos ante la naturaleza abierta, que han ido constituyendo una constante literaria encarnada en una época en Luciano, en Baltasar Gracián en otra y, en suma, en escritores innumerables que hacen muecas a la realidad de la calle desde su escritorio. Guillermo Díaz-Plaja habló, a este propósito, de la cobardía de Erasmo, la cual no sólo es timidez y turbación ante las consecuencias que desatan en el mundo los escritos compuestos con pluma suave, sino que es también reparo que impide asomarse al aire y pulsar lo que de veras pide el mundo al intelectual.

En su importante ensayo Erasme et Luther (PUF, París, 1962), Jean Boisset hace hincapié en el aislamiento del mundo real que su estancia de cinco años en el monasterio de Steyn indujo en Erasmo, desde que entró en él en 1487, cuando tenía veinte años. Allí compuso su Contemptu mundi (Desprecio del mundo), donde, a la vez que denuesta las vanidades del siglo, da a entender la repulsión que le inspira la vida monacal. Boisset dice ingeniosamente que Erasmo parece por entonces más bien un estudiante que haga vida de monje que un monje que estudie, y Pierre Mesnard y otros ensayistas han subrayado el talante libresco, especulativo, de Erasmo y su rechazo del compromiso devoto propio de la vida conventual. Aun así, profesó en la orden agustina en 1493.

En este último punto, y en otros no menos decisivos, existe una llamativa simetría entre la biografía de Erasmo y la de Lutero, también fraile agustino. Ambos personajes vivieron semejantes y enfrentados, tal como una mano es igual a la otra pero contrapuesta. Como es bien sabido, el aspecto más tenso y conflictivo de la vida de Erasmo consistió en plantearse qué actitud adoptar ante la reforma luterana y la reacción de la Iglesia. Está claro que Erasmo, a la par que Lutero, conocía y reprobaba los vicios de ésta y deseaba una revisión purificadora del catolicismo, y también que mientras Lutero aceptó a la postre romper con la Iglesia y acaudillar una revolución espiritual, Erasmo se abstuvo rotundamente de todo enfrentamiento con el Papa. «Si la Iglesia necesita actualmente un remedio, dentro de su corrompida moral —escribía en 1520 al arzobispo Campeggio, de Bolonia— no es a hombres como yo a quienes toca emprender semejante tarea», y, en los mismos días, le señalaba al reformador Capiton, de Estrasburgo: «Los teólogos consideran que Lutero no puede ser vencido más que con mi ayuda y la imploran. ¡Lejos de mí esta locura!».

Semejante anhelo de neutralidad fracasó dolorosamente: cuando Lutero comenzó a ser condenado por sucesivas instituciones, Erasmo lo fue a menudo junto con él. Más aún: a Erasmo se le censuró en repetidas ocasiones su ambigüedad, su inconsecuencia, su habilidad para escabullirse de toda postura concreta. Llevó esta huidiza apetencia de libertad hasta el punto de rechazar el capelo cardenalicio que le ofreció el Papa en los últimos años de su vida. Murió en Basilea en 1536.

Boisset, en su estudio citado, recapitula: «Erasmo, el humanista, y Lutero, el reformador, tienen inquietudes distintas. El primero profesa un concepto muy sereno de las cosas; el segundo, muy dramático. Esta oposición no proviene sólo de sus caracteres sino del mismo fondo de su idea de la enseñanza bíblica sobre la humanidad y sobre Dios…». Erasmo y Lutero vivieron y practicaron la misma religión cristiana. Los dos vieron sus desviaciones de hecho y quisieron liberarla de costumbres supersticiosas y restituirla al núcleo de la piedad. Los dos, en cierto sentido, operaron una «reforma», pero Erasmo operó una reforma «de la religión» y Lutero una reforma de la «religión cristiana». Por lo demás, no podemos pasar más allá en semejante discurso: baste con la indicación del problema y de cuánto significó para la trayectoria de Erasmo.

Desde España, sería ahora tentador ahondar en la repercusión de la obra de Erasmo en nuestra cultura, si el tema no fuera de enorme extensión. Con todo, recordaremos que Marcel Bataillon lo dejó ya exhaustivamente expuesto en su memorable obra Erasme et l’Espagne. Recherches sur la vie intellectuelle du XVIe siècle, publicada en 1937, donde queda claro que son erasmianos buena parte de los rasgos característicos de la vida espiritual y de la literatura del Siglo de Oro. Ayudó a este influjo la estima en que le tenían Felipe el Hermoso, en cuyo honor compuso Erasmo un panegírico, y su hijo, el emperador Carlos, que le nombró consejero suyo y deseaba traerle consigo a España en 1518, cuando vino a reinar en esta monarquía. Erasmo inició las primeras etapas del viaje, pero luego optó por quedarse en Lovaina.

En la vasta obra de Erasmo pudieron encontrar refuerzos tanto diversos grupos iluministas españoles, que acabarían exterminados por la Inquisición; los latinistas de la estela de Nebrija; los biblistas deseosos de purificar las versiones defectuosas de las Sagradas Escrituras —como fray Luis de León—; los defensores de los derechos de la Corona, enfrentados a veces con Roma, como los hermanos Valdés; los místicos anhelosos de la unión directa con Cristo y, por tanto, adeptos a la exaltación cristológica de Erasmo y a su repudio de rutinas y formalidades devotas; y, en suma, los escritores en general que sacaron provecho de la revalorización que éste hizo de los refranes y las creencias populares con rechazo de las pompas intelectuales y cortesanas, la técnica del diálogo vivaz, el estilo coloquial de exposición y el uso frecuente de la ironía y de la exageración humorística. El Lazarillo de Tormes y la obra del propio Cervantes se cuentan entre los más altos ejemplos de utilización española de recursos y actitudes de Erasmo.

La prohibición de todas sus obras por la Inquisición española, exceptuando las de contenido gramatical, constituye un hito en nuestra historia cultural tanto o más relevante que la restricción de estudiar y profesar en el extranjero que dispuso Felipe II, y produjo un desgarramiento en la conciencia española que se vio obligada a escoger entre humanismo puro y ortodoxia, alternativa precursora y preparadora de otros muchos dilemas que irían agobiando a nuestros intelectuales en los siglos siguientes.

Maritain ha expresado que el problema básico de la cristiandad no consiste en acertar la verdad, sino en el amor caritativo. Por el contrario, Erasmo, obsesionado por el atinar, el ver claro, el ser sensato, desoyó las razones del corazón para reclinarse a escuchar el canto de la inteligencia pura. Era la suya una época de pasión, de ardor, de desenfreno de los impulsos cordiales, de desatamiento de entusiasmos, y nuestro intelectual se encontró espantado y desbordado por el remolino del siglo. El mundo, ávido de mensajes vivos y tangibles, se había apresurado a traducir a lo palpable el arabesco intelectual del Encomio de la Estulticia y muchas mentes hervorosas habían orientado esta versión hacia los caminos de la Reforma e incluso del tumulto.

Entremos ya en la traducción que ofrecemos con mano modesta. La hemos realizado sobre la edición de Kan (La Haya, 1898), a la que pertenecen algunas de las notas que aclaran el texto, y ha sido totalmente revisada en 1998, tras ampliar también este prólogo y las notas.

PEDRO VOLTES