Pero ¿por qué me esfuerzo en emplear sólo un ejemplo? En efecto, es derecho común de los teólogos que estiren como una piel las Sagradas Escrituras. En san Pablo, algunos pasajes de las Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones que no existen en su lugar original y, si hemos de dar crédito a san Jerónimo, que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol estuvo en Atenas vio por casualidad un ara votiva y violentó la inscripción para convertirla en argumento en favor de la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no conservó más que las palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al Dios desconocido». En efecto, la inscripción original decía: «A los dioses de Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros». Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los hijos de los teólogos rebuscan en uno y otro lado cuatro o cinco fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a tenor de la conveniencia, sin tener en cuenta que lo anterior o lo que sigue guarde relación con el caso y a veces hasta lo contradice, método de tan afortunada desvergüenza que muy a menudo lo emulan los jurisconsultos.
¿Y qué será lo que no les salga bien después de que aquel gran… —casi se me escapa el nombre, pero le tengo temor al proverbio griego— dio un significado a las palabras de san Lucas que se acomoda al pensamiento de Cristo como el fuego al agua? Cuando un grave peligro amenaza, en tal momento los buenos vasallos suelen más estrechamente unirse a su señor, porque saben cuánto vale la unión para luchar. Por eso Cristo quiso que los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les preguntó[133] si de alguna cosa habían carecido desde que les había enviado a anunciar el Evangelio, sin ayuda ninguna, sin calzado que defendiera sus pies de las espinas y de las piedras y sin alforjas contra el hambre; y como ellos le respondieron que nada les había faltado, dijo: «Pues ahora el que tenga un zurrón, lo abandone, y el que no lo tenga venda la túnica y compre una espada». Como quiera que la doctrina entera de Cristo no enseña otra cosa que la dulzura, la indulgencia y el desprecio de la vida, ¿a quién puede ocultarse el sentido de este pasaje? ¿Quiere, para más desarmar a sus enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas, sino también que se despojen de su túnica, a fin de que, desnudos y libres, emprendan la predicación del Evangelio sin llevar sino su espada, espada no como aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas las pasiones para no dejar en ellos más que la piedad? Pues ved ahora de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este texto: La espada supone la defensa contra las persecuciones; la alforja, una adecuada cantidad de víveres para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de que había enviado a sus predicadores equipados poco suntuosamente, se retractara de sus instrucciones. Como si olvidara cuanto les había dicho de que serían bienaventurados sufriendo injurias, afrentas y suplicios; que les prohibía que se revolvieran contra la malevolencia; que habían de ser mansos pues éstos son bienaventurados y no los feroces; como si no les hubiera señalado que debían tomar ejemplo de los lirios y de los pajaritos, Cristo no había de querer ahora que partiesen sin espada, que vendiesen la túnica para comprarla, y prefería que fuesen desnudos que desarmados. Y así como bajo el nombre de espada comprendía todo lo pertinente a rechazar la violencia, la alforja resume todo aquello que concierne a las necesidades de la vida. Luego quiere el intérprete del pensamiento divino enviar a los Apóstoles a predicar al Crucificado armados de lanzas, ballestas, hondas y bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos, quizá para que no se expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que acerca de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había mandado poco antes que estuviese en la vaina y nunca se ha oído que los Apóstoles usasen espadas y escudos contra las violencias de los gentiles, como sin duda hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se le atribuye.
Otro doctor que no quiero nombrar por respeto[134], y que no es de los últimos por su fama, al referirse a las tiendas que menciona Habacuc, «las pieles de la tierra de Madrán serán confundidas», las convierte en la piel de san Bartolomé desollado.
No hace mucho asistí a una disertación teológica, como lo hago a menudo, y uno preguntó en qué lugar de la Escritura se ordena castigar a los herejes por el fuego en vez de convencerlos por la persuasión. Un anciano grave, cuyo ceño declaraba francamente que era teólogo, respondió con gran indignación que ese pasaje era del apóstol san Pablo, el cual dijo: «Evita al hereje después de haber intentado repetidamente disuadirle de su error». Y como lo dijese reiteradamente y a grandes voces, muchos se preguntaron qué le sucedía a aquel hombre, y acabó por explicar que hay que apartar «de vita» (de la vida) al hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes encontraron el argumento completamente teológico, y algunos de los demás protestaron con vehemencia. Entonces, un abogado tremendo y autor irrefragable dijo: «Atended una cosa: está escrito que “no dejéis que viva el malvado”; y como todo hereje es malvado, resulta…», etc. Maravillados se quedaron todos los presentes del ingenio del hombre y aprobaron esta opinión hasta con su calzado[135]. A nadie se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se refiere a los brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos designaban con el nombre de «mekaschephim», pues de otro modo, sería preciso también penar con la muerte la lascivia y la ebriedad.