Como acaso éstos gocen de poca autoridad entre los cristianos, apoyemos si os parece nuestras alabanzas en los testimonios de las Escrituras o, como suelen decir los doctos, fundémonos en ellas. Solicitaremos primero el permiso de los teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea. Quizá no sería discreto llamar a las Musas del Helicón por segunda vez para camino tan largo, siéndoles, además, la materia ajena. Así, como voy a hacer de teólogo y entrar en este laberinto, será tal vez mejor que el espíritu de Escoto abandone un instante la Sorbona y se traslade a mi pecho; luego este tal, más espinoso que un puerco espín y un erizo, podrá irse adonde se le antoje, aunque sea al cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de rostro y vestir traje teológico! Porque estoy temiendo que alguien al verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto, como si hubiera registrado a escondidas los papeles de nuestros maestros, aunque ello a nadie debe asombrar, pues para eso he vivido mucho tiempo con ellos en la intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que Príapo, el dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño cuando leía, a observar y retener algunas palabras griegas; y el gallo de Luciano, tras largo trato con los hombres, pudo hablar el lenguaje humano con agilidad. En fin, vamos a entrar en materia, en buena hora.
Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero: «Infinito es el número de los tontos». Siendo este número infinito, ¿no indica el común de los hombres, exceptuando un pequeñísimo número de ellos que no sé si nadie podrá ver? Jeremías lo declara de modo más explícito, cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría». Atribuye este profeta la sabiduría a Dios y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había dicho también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente Jeremías, no quieres que el hombre se pague de sabiduría? «Pues —respondería él—, porque no tiene tal sabiduría».
Volvamos al Eclesiastés. Cuando allí se exclama: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», ¿qué se entiende sino, según dijimos, que la vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia? Así se aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado y que poco ha mencionamos: «Todo está lleno de estúpidos». Y estas otras sabias palabras del Eclesiastés: «El estulto es variable como la Luna y el sabio permanece como el Sol», lo que indica que todos los hombres son estultos y sólo a Dios está reservado el nombre de sabio, porque la Luna representa la humana naturaleza, y el Sol, manantial de toda luz, a Dios.
Hay que añadir a esto que el mismo Cristo en el Evangelio dice que nadie puede ser llamado bueno más que Dios[129], y, por tanto, si, según testimonio de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el bueno es también sabio, es preciso deducir que la estulticia abraza a todos los mortales.
Afirma Salomón en el capítulo XV que «la estulticia es la alegría del estulto», o, lo que es lo mismo, manifiesta claramente que sin esta sandez nada hay grato en la existencia. A lo mismo se refiere el pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia añade dolor y en el mucho entendimiento hay mucho sufrimiento». El mismo egregio predicador manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el corazón de lo sabios reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por esto no se contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a mí. Por si en ello no me dais crédito, ved sus palabras en el capítulo primero: «Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la sabiduría, los errores y la estulticia». Fijándose en este pasaje se le ha de comprender como alabanza para la sandez, ya que el autor la puso en último lugar y el Eclesiastés dice, y ya sabéis que tal es el ceremonial de la Iglesia, que el primero por su mayor dignidad ha de ser el último, recordando fielmente el precepto evangélico.
Que la estulticia es superior a la sabiduría, el autor del Eclesiastés, sea el que fuere, lo demuestra claramente en el capítulo XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no quiero citar sin antes preguntaros, para que con vuestra respuesta me ayudéis en la introducción, como hacen en Platón los que dialogan con Sócrates. ¿Qué es lo que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares y viles? ¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio griego que dice: «Dejad el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace temerariamente, porque lo cita Aristóteles[130], el dios de nuestros maestros. ¿Hay alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle las joyas y el dinero? Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en el sitio más recóndito, y más aún en el rincón más secreto de fortísimos cofres, en tanto que lo que no vale nada lo dejáis a la vista; luego si lo que tiene valor se guarda recóndito y lo vil se deja expuesto, es evidente que la sabiduría, que él prohíbe esconder, es inferior a la estulticia, que él aconseja ocultar. Observad el testimonio de sus palabras: «Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su sabiduría»[131].
Además, las Sagradas Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y se la niegan al sabio, porque éste no considera a nadie igual a él. Así interpreto lo que el Eclesiastés dice, en su capítulo X: «El estulto, como es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son estúpidos como él». ¿Y no es pureza eximia de alma igualar a todos los hombres consigo mismo y reconocer en ellos, a pesar de que cada individuo se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso tan gran rey no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo XXX: «Yo soy el más estulto de todos los hombres». Y san Pablo, el doctor de los gentiles, escribiendo a los corintios, acepta de buen grado el título de estulto: «Hablo a lo necio —exclama— porque lo soy más que nadie», como si fuese deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
Pero salen a atajar lo que voy diciendo algunos de esos helenistas menudos que están siempre acechando como tantos teólogos de hoy y luego con sus anotaciones, como si fuesen humaredas, ofuscan a los demás, de cuyo gremio, mi querido Erasmo, a quien con frecuencia nombro para honrarle, si no es el alfa es la beta. «¡Donosa cita —exclamarán—, verdaderamente digna de la Estulticia! En nada se parece el pensamiento del Apóstol a lo que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a entender que fuese más estulto que los demás, ya que lo que dijo fue: «Ministros de Cristo son ellos y yo también», como quien tiene a honra hacer notar que en esto era lo mismo que ellos; y todavía enmendó: «Y yo más», pues sabía que no sólo era igual a los demás Apóstoles en el ministerio evangélico, sino que en algo les superaba. Para que esta afirmación que él considera verdad no ofendiese por arrogante los oídos, se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo como el menos sabio», precisamente porque sabía que es privilegio de los estultos decir la verdad sin causar ofensa.
Les dejo que discutan lo que san Pablo quiso verdaderamente decir al escribir esto. En cuanto a mí, me atengo al parecer de nuestros famosos, grandes y crasos teólogos, prestigiosísimos a ojos del vulgo, con los cuales, ¡por Jove!, prefiere la mayoría de nuestros doctos engañarse, a estar en lo cierto con los sabios trilingüistas. Ninguno de tales teólogos estima a esos helenistillas más que a unos grajos, sobre todo un insigne teólogo cuyo nombre callo prudentemente para que mis grajos no lancen contra él el epigrama griego de «El asno tocando la lira»[132]; el cual ha explicado magistral y teologalmente el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como estulto porque lo soy más que nadie», hace capítulo aparte, y además, no sin profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así. Transcribo sus propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo estulto», o sea: «Si os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo he de parecer cuando veáis que me considero superior a ellos». Y poco después, como olvidándose de ello, pasa a otra cosa.