No sé si con estas cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a ciertos obispos alemanes que, renunciando por completo al culto, bendiciones y ceremonias, viven como verdaderos sátrapas, creyendo que es una cobardía indigna de un obispo entregar el alma a Dios como no sea en un campo de batalla. Y la masa de los sacerdotes cree pecaminoso desdecir de la santidad de sus prelados, y así, ¡vive Dios!, con cuan belicoso ardor los vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas, dardos, piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista tan aguda tienen para extraer de los viejos escritos algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza de que deben pagar algo más que el diezmo! Pero, mientras tanto, no les viene a la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca de la obligación que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del cielo. Pero a fuer de gente de buena condición, creen cumplir perfectamente con sus deberes rezongando las oraciones de cualquier modo, y hay que preguntarse, ¡por Hércules!, si Dios los oye o los entiende, ya que ellos mismos casi ni oyen ni comprenden, a pesar de que las braman a voz en cuello.
Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que es que todos vigilan la cosecha de sus ingresos y no ignoran ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga, la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si fuera una pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la administración en sus vicarios y éstos en los suyos, de la misma manera los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas. El pueblo las encomienda a los que llama eclesiásticos, como si él nada tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los votos bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su obligación sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los frailes menos observantes sobre los que lo son más; todos ellos, a la vez, sobre las Órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, los únicos entre quienes se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas aparece.
De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas.
Conste que no está en mi ánimo el escudriñar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, para que no crea alguien que en vez de estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni suponga nadie que censuro a los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los infames.
Lo que llevo tratado en pocas palabras tiene por objeto demostrar que ningún hombre puede vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y no le concedo protección.