CAPÍTULO LVI

¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo. Solamente en una cosa son modestos: se contentan con cubrirse de oro, de pedrería, de púrpura y las demás insignias de la virtud y la sabiduría, dejando a los otros poner en práctica estas cualidades. Son felices pudiendo llamar al rey «señor», saludar debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad», «Majestad», o «Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad aduladora, pues éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero si nos fijamos de más cerca en su manera de vivir, no son sino unos verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y… ya sabéis lo que falta del verso[115], puesto que Eco os lo podrá repetir mejor que yo. Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; enseguida desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se entretienen con los dados, el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas, sus cómicos, las mujeres galantes, las chocarrerías y los chistes y de cuando en cuando toman un tentempié. Llega luego la cena y tras ella la libaciones, y, ¡por Jove, que no son pocas! Y de esta manera, libres del menor cansancio de la vida, pasan las horas, los días, los meses, los años y los siglos. Yo misma, al contemplar en ciertas ocasiones a estos vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando entre esos fanfarrones veo que cada una de sus ninfas se cree más próxima a los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso a codazos, para situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos cuyo engreimiento crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello, ostentando no sólo opulencia, sino vigor físico.