Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga ni tocar esta hierba pestilente, no sea que, como gente tan sumamente severa e iracunda, caigan en turba sobre mí con mil conclusiones forzándome a una palinodia y, caso de que no accediese, me declaren enseguida hereje. Con este rayo suelen atemorizar a todo el que no se les somete. No hay, ciertamente, otros protegidos míos que de peor gana reconozcan mis favores, a pesar de serme deudores de grandes beneficios, pues se lisonjean con su amor propio como si habitaran en el tercer cielo, desde cuya altura consideran a los demás mortales como ganado despreciable y digno de lástima que se arrastra sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales, conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderlos ni las mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el hacha de dos filos de Ténedos[100]; hasta tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de vocablos prodigiosos. Además son capaces de explicar a su capricho los misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la posteridad; cómo concibió la Virgen a Cristo, en qué medida y cuánto tiempo lo llevó en su seno; y de qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin alojamiento.
Pero esto ya es harto manido. Hay otras cuestiones más dignas de los grandes teólogos, los iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando las plantean, los llenan de agitación: «¿Existe el verdadero instante de la generación divina?»; «¿Existen varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es admisible la proposición que dice: “Pater Deus odit Filium”?»; «¿Habría podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de guijarro?»; «Y, una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar, hacer milagros y ser crucificada?»; «Si Pedro hubiese consagrado durante el tiempo que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?»; «Y, en este mismo tiempo, ¿se habría podido llamar hombre a Cristo?»; «¿Se comerá y se beberá después de la resurrección de la carne?». ¡Como si se precaviesen ya contra la sed y el hambre!
Hay innumerables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las relaciones, las formalidades, las quididades, las ecceidades, que se escapan de la vista y que sólo podrían distinguir ojos como los de Linceo, cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no existen siquiera. Añadamos aún unas sentencias tan paradójicas, que comparadas con ellas, los oráculos de los estoicos llamados «paradojas» parecen cosa grosera y propia de charlatanes callejeros. Por ejemplo: «Es un delito menos grave matar mil hombres que coser en domingo el zapato de un pobre»; «Es preferible dejar que perezca el mundo con todos sus atalajes, como suele decirse, a decir una sola mentirijilla».
Estas sutilezas sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con tantos sistemas escolásticos, de suerte que es más fácil salir del Laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, occamistas, escotistas[101], y aún no he dicho sino unas cuantas sectas, sólo las principales. En todas ellas es tan profunda la doctrina y tanta la dificultad, que tengo para mí que los Apóstoles mismos precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy.
San Pablo pudo ser un admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco magistral al definirla diciendo solamente que «La Fe es el fundamento de las cosas que se esperan y la convicción de las que no se ven»[102]. Así como practicó la caridad de modo admirable, acreditó ser poco dialéctico en la división y en la definición que hace de ella en el capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios. En la definición y explicación de todo lo que he dicho, no es posible que alcanzasen a la agudeza de los escotistas las respuestas de los Apóstoles, que sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera interrogado acerca de los términos «a quo» y «ad quem», o sobre la transustanciación, o de cómo el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de Cristo, cuando está en el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía, o en qué momento preciso se verifica la transustanciación, ya que las palabras en cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian sucesivamente. Conocieron a la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado tan filosóficamente como nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue preservada del pecado original? Pedro recibió las llaves y las recibió de Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé si entendió y, desde luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre puede llevar las llaves de la ciencia careciendo en absoluto de ciencia. Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni hay mención alguna en ellos de su carácter deleble e indeleble. Adoraban a Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio: «Dios es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar»[103], pero no consta que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo modo una mala imagen de Cristo pintada con carbón en una pared, a condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y una aureola con tres señales sobre el occipucio. ¿Quién podrá darse cuenta de ello sin haber pasado por lo menos treinta y seis años estudiando la física y la metafísica de Aristóteles y Escoto?
Del mismo modo los Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero nunca establecen distinción entre la gracia «gratis data» y la gracia gratificante. Exhortaron a hacer buenas obras, pero no discernieron la obra operante y la obra operada. No cesaron de inculcar la caridad, pero no separaron la infusa de la adquirida, ni explicaron si era accidente o sustancia, cosa creada o increada. Aborrecieron el pecado, pero me apuesto la cabeza a que no supieron definir científicamente qué cosa sea lo que llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les ilustró el espíritu de los escotistas.
No puedo inclinarme a creer que san Pablo, según cuya erudición puede estimarse la de todos los demás, hubiera condenado las cuestiones, controversias, genealogías y, como él mismo las llama, logomaquias[104], si hubiese estado versado en tales argucias, sobre todo si se mira que las disputas y luchas de aquel tiempo eran rústicas y groseras en comparación con las sutilezas más que crisípeas[105] de nuestros maestros.
Aunque fuesen gente modestísima y quizá algo de lo que escribieron los Apóstoles sea tosco y poco académico, los teólogos no lo condenan, sino que lo interpretan con benevolencia, tanto para tributar honor a la Antigüedad como por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules, hubiera sido poco equitativo pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de las cuales no oyeron nunca a su Maestro decirles una sola palabra. Pero si encuentran semejantes expresiones en san Crisóstomo, san Basilio, o san Jerónimo, entonces se limitan a anotar al margen: «Esto no se admite».
Los Apóstoles impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los judíos, gente esta última de naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron por medio de la vida y de los milagros más que con silogismos, pues entre aquellos a quienes se dirigían no había nadie capaz de meterse en la cabeza un solo «quodlibet» de Escoto. En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué pagano no cedería enseguida ante tan delicadas sutilezas, a no ser que fuese tan torpe que no pudiera entenderlas, tan irreverente que las silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que en esta lucha batallaran iguales contra iguales, como mago contra mago? El diestro en las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no se haría otra cosa que tejer y destejer la tela de Penélope.
En mi opinión, obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de estas copiosas cohortes de soldados que, con resultado indeciso de mucho tiempo a esta parte, mandan contra los turcos y los sarracenos, enviasen allá a los vociferadores escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los invictos albertistas, junto con toda la turba de sofistas, pues creo que se ofrecería el más cómico de los combates y una victoria nunca vista. Pues ¿quién sería tan frío que no le inflamasen sus aguijonazos? ¿Quién tan estúpido que no le excitasen sus agudezas? ¿Quién tan clarividente como que no le sumergiesen en profundísimas tinieblas?
Pero parecerá que os digo estas cosas por modo de burla. No lo extraño, puesto que entre los mismos teólogos los hay más doctos que se asquean de las que llaman frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran como una especie de sacrilegio y lo toman a suprema impiedad, que de cosas tan secretas, propias para ser adoradas antes que explicadas, se hable con lengua tan sucia, se dispute con argumentos tan profanos, propios de los paganos, se defina con tanta arrogancia y se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables palabras y opiniones.
Mientras tanto, empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y aun se aplauden; es más, ocupados de día y de noche con estos lisonjeros romances, no les queda el menor ocio para hojear siquiera una vez los Evangelios o las Epístolas de san Pablo. Al tiempo que se entretienen con estas bromas en sus escuelas, se figuran que la Iglesia universal se vendría abajo si no le proporcionasen ellos los puntales de sus silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el cielo sobre los hombros.
Ya podéis imaginaros la felicidad que les produce el moldear y remoldear a capricho, como si fuesen de cera, los pasajes más arcanos de las Escrituras, el pretender que sus conclusiones, suscritas por algunos de los de su escuela, sean tenidas por superiores a las leyes de Solón y dignas de pasar delante de los decretos pontificios; y, como si fuesen censores del mundo, el obligar a retractarse a quienquiera que no se conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e implícitas y decretar como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa», «Esta poco reverente», «Esta huele a herética», «Estotra es malsonante», de suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni san Pedro y san Pablo, ni los santos Jerónimo o Agustín, ni siquiera santo Tomás, el más aristotélico, bastan al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación de los bachilleres, pues tan grande es la sutileza de sus juicios.
¿Quién había de pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano quien supusiese equivaler estas dos frases: «Bacín, apestas» o «El bacín apesta», o también «Hacer hervir la olla» o «Hacer hervir a la olla»[106]? ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de tan grande tiniebla de errores, que sin duda, nadie habría advertido, de no salir éstos con grandes sellos de la Universidad a denunciarlos? Y ¿no son harto felices al hacerlo?
Además, describen con tanto detalle las cosas del infierno como si hubiesen pasado muchos años en aquella república. Incluso fabrican a capricho nuevos mundos, añadiendo uno vastísimo y lleno de hermosura para que las almas de los bienaventurados no echen en falta donde pasear cómodamente, celebrar banquetes o jugar a la pelota[107].
Y de tal manera estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus cabezas que imagino no había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano. No os asombréis, pues, cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables cráneos tan cuidadosamente cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo así, tal vez estallaran.
Con frecuencia yo misma suelo reírme de ellos, cuando considero que pasan por más teólogos cuanto más bárbara y suciamente hablan; balbucean con tal oscuridad, que nadie sino los tartamudos mismos pueden comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no entiende. Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras someterse a las normas de la gramática. Singular privilegio el de los teólogos si sólo a ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que compartir con muchos míseros remendones.
En fin, se creen semidioses cuando son saludados casi devotamente con las palabras de Magister noster. que representa para ellos algo esotérico, como el tetragrámmaton de los judíos. Creen así que aquella frase debe escribirse con mayúsculas, y si alguno invierte las palabras y dice: «Noster magister», esto sólo basta para arruinar de un golpe la majestad del prestigio teológico.