Los jurisconsultos pretenden el primer lugar entre los doctos y no hay quien esté tan satisfecho de sí como ellos, cuando, a la manera de Sísifo, ruedan su piedra sin descanso, acumulando leyes sobre leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que parezca que su ciencia es la más difícil de todas, pues entienden que cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene. Añadámosle a los dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces de Dodona[97] y capaz cualquiera de ellos de competir en charlatanería con veinte comadres escogidas. Más felices serían si además de habladores no fueran pendecieros, pues lo son hasta el punto de que por un quítame allá esas pajas[98] vienen empeñadísimamente a las manos, y, mientras están enredados en la porfía, la verdad se les escapa. Sin embargo, su amor propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que los hace invictos aunque los enfrentéis con el mismo Estentor[99].