No exijo voto alguno ni me encolerizo solicitando la expiación de haber sido omitida alguna ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y tierra cuando alguno, tras haber invitado a los dioses todos, me deja a mí en casa, sin admitirme a oler el humo de los sacrificios. Pues los otros dioses son tan quisquillosos, que casi es preferible, y más seguro, no hacerles caso que venerarles. Con ellos ocurre como con esas personas tan iracundas y propensas a ofender, que sería preferible tenerlas muy lejos que en la intimidad. Se dirá que nadie hace sacrificios a la Estulticia ni le levanta templos. En verdad que extraño tanta ingratitud, pero según mi bondad de ánimo, la considero como un bien, y ni siquiera deseo aquellas cosas. ¿Para qué voy a exigir el incienso, una torta, el macho cabrío o el cerdo, cuando por todas partes los hombres me rinden el culto que los teólogos proclaman como más plausible? No puedo tener envidia de Diana porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente adorada me juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la conducta y me imitan en la vida. Por cierto, que no es éste el género de culto más frecuente, ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno mediodía, que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos se esfuerzan en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino! Éste sería, sin embargo, el culto verdadero y, con mucho, el más agradable al cielo.
¿Y para qué quiero yo templos, si el mundo entero es templo mío y el más esplendido, si no me equivoco? En él no han de faltar nunca fieles dondequiera que haya hombres. No soy tan necia que desee que me erijan estatuas de piedra pintarrajeada; acaso ello perjudicaría mi culto, pues la gente es tan grosera y torpe, que adora las representaciones en lugar de los dioses mismos. Pudiera ser entonces que me sucediera a mí lo que a aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus cargos. Bien puedo creer que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como hombres existen, porque éstos llevan ante sí mi viva imagen, aunque sea a pesar suyo.
De modo que nada tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal o cual rincón del mundo les rindan culto en determinados días, como le sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; a Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en Lámpsaco, con tal que a mí me ofrezcan por todo el mundo sacrificios más valiosos.