Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio ante aquellos que no se diferencian en nada de un ínfimo remendón, pero que se lisonjean increíblemente con la posesión de un título de nobleza vano. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con el rey Arturo; por todas partes muestran los retratos esculpidos y pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y tatarabuelos y sus antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas mudas estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos que muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al dulcísimo Amor Propio. Tampoco faltan necios que miran a esta colección de bestias como a dioses.
Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor Propio no dispusiese por doquier de prodigiosos medios para hacer felices a muchos, como en el caso de este que, más feo que un mico, se cree un Nireo[81]? Otro se cree un Euclides por saber trazar líneas con el compás; aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la de la gallina cuando la acosa su marido, se figura ser otro Hermógenes[82]. Sin embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más placentera, por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su valor, y se glorían de ello precisamente por ser suyo.
Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca[83] que, cuando tenía que contar algún cuentecillo, tenía siervos a mano para que le apuntaran las palabras y a los cuales no hubiera dudado de hacer bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad, que vivía con el único consuelo de tener en casa muchos y notablemente robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los cultivadores de las artes? A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento, sobre todo entre los actores, cantores, oradores y poetas, entre los cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran tipos de su calaña hasta el extremo de que aquél más inepto es el que se granjea más admiradores, puesto que lo peor siempre es celebrado por la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho, es esclava de la Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?