CAPÍTULO XXXVIII

Ya vuelvo a oír croar contra mí a «las ranas del Pórtico»[68]. «Nada más lamentable —dicen— que la locura, y la estulticia manifiesta o es pariente de la locura o, mejor dicho, es ya la locura misma. ¿Qué es la locura sino un extravío de la razón?». Pero éstos yerran absolutamente el camino. Vamos, pues, a desvanecer este silogismo, con el favor de las Musas.

No razonan torpemente, pero así como Sócrates enseña, según Platón[69], que había dos Venus, dividiendo el concepto de Venus, y, partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos dialécticos también debían haber distinguido entre una y otra locura, si es que querían pasar por cuerdos. Porque no toda locura es calamitosa. No decía otra cosa Horacio al hablar de que «soy juguete de una amable locura»[70], ni Platón hubiera colocado[71] entre las delicias más preeminentes de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los amantes, ni aquella sibila hubiese calificado de loca la empresa de Eneas[72]. Hay, pues, dos especies de locura: una es la que las crueles furias lanzan desde los infiernos, como serpientes, para encender en los pechos de los mortales el ardor de la guerra, o la insaciable sed de oro, o un amor indigno y funesto, o el parricidio, el incesto, el sacrilegio o cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma culpable y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.

Pero hay otra locura muy diferente de ésta, que mana directamente de mí y que es digna de ser deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta por cierto alegre extravío de la razón, que libera al alma de cuidados angustiosos y la perfuma con múltiples voluptuosidades. Tal extravío de la razón es el que deseaba Cicerón como magno beneficio de los dioses, según carta escrita a Ático[73], para perder la conciencia de tantos males. Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que había estado loco y se había pasado los días sentado solo en el teatro riendo, aplaudiendo, divirtiéndose, porque creía contemplar admirables tragedias, aunque de hecho no se representaba nada. Todo ello, al tiempo que se conducía correctamente en los deberes de la vida y era «agradable a los amigos, complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba porque le destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de la enfermedad a fuerza de medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo vuelto del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me habéis matado, amigos. Nada me habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a viva fuerza aquel gratísimo error de mi mente»[74].

Y harta razón tenía, puesto que eran los demás los equivocados y quienes más necesitaban del eléboro[75] por haber creído necesario disipar con drogas, como si fuese enfermedad, una locura tan feliz y agradable.

Sin embargo, no he querido con esto afirmar que se deba calificar de locura a cualquier extravío de la razón o de los sentidos, ni que esté loco el legañoso que confunda a un mulo con un asno, o aquel que admire una poesía pedestre como si fuese magistral. Pero si yerra no sólo el sentido, sino también el juicio de la razón de modo constante y más allá de lo normal, será lícito considerar a éste próximo a la locura, como lo estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno y creyese estar oyendo una música prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en ínfima cuna, que se figurase ser el rey Creso de Lidia.

Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable, según ocurre con frecuencia, reporta no mediano placer tanto a los que están poseídos por él como a aquellos que lo presencian, sin que éstos tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más extendida de lo que cree el vulgo: el loco se ríe del loco y se proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco se burle con mayores ganas del que lo está menos.