Volviendo a tratar de los hombres, Pitágoras antepone por muchos conceptos los ignorantes a los doctos y famosos. El célebre Grilo fue bastante más avisado que el prudente Ulises porque prefirió continuar gruñendo en la pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras lamentables. No me parece que Homero, padre de las fábulas, disienta de esta opinión, puesto que llama a todos los mortales frecuentísimamente desdichados y desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de sabio, le califica a menudo de infeliz, lo que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A qué obedece tal cosa sino a que aquel farsante y embaucador no hacía nada sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se apartaba a más no poder de la pauta de la naturaleza?
Así pues, como entre los mortales aquellos que se afanan por la sabiduría se alejan de la felicidad —mostrándose en ello mismo doblemente estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan el género de la vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de los gigantes, con las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la naturaleza—, de la misma manera están más libres de desdichas aquellos que se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los brutos y no se fatigan con nada que supere a la condición humana.
Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas[63] de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar. Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama estúpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos estos que, en mi opinión, son hermosísimos? Confesaré que a primera vista la cosa parece quizá estúpida y absurda, pero, sin embargo, no puede ser más verdadera. En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les desazona la hostilidad de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan, no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu ánimo de noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade a esto que ellos no sólo se regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la tristeza de la vida humana.
De donde resulta que mientras los demás hombres están unidos por afectos varios, éstos, por aquella razón, son aceptados por todos como de los suyos, en pie de igualdad, y se les busca, se les regala, festeja, abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera sin sanción todo cuanto dicen o hacen. Hasta tal punto nadie desea hacerles daño, que las mismas fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su natural inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en el mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio de ellos.