CAPÍTULO XXXIII

Sin embargo, entre estas mismas ciencias son especialmente apreciadas aquellas que se aproximan más al sentido común, es decir, a la Estulticia. Los teólogos se mueren de hambre, se hielan los físicos, los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El médico es el único que «vale tanto como muchos hombres»[60], y en esta misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más, incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que la retórica.

Después de éstos ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé decir si hasta ocupan el primero, de cuya profesión los filósofos —y no quiero dar opinión sobre ella— suelen reírse unánimemente llamándola asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos asnos regula todos los negocios grandes y pequeños. Éstos aumentan sus latifundios, mientras los teólogos, después de haber extraído de sus escritorios[61] la divinidad entera, han de comer altramuces y librar constante guerra contra chinches y piojos.

De esta suerte, así como son más dichosas las ciencias que tienen mayor afinidad con la estulticia, también es con mucho más feliz la gente que ha podido abstenerse del trato con ciencia alguna y no ha seguido a otro guía que a la naturaleza, que no muestra deficiencia sino cuando los mortales, por acaso, queremos franquear sus límites. La naturaleza odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente lo que no ha sido violado por ninguna ciencia.