Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo demás, ¿por qué he de callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan gran importancia quizá convendría invocar a las Musas del Helicón, a las que suelen acudir los poetas con mucha frecuencia por verdaderas bagatelas. Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin contar con la Estulticia como guía no habrá quien llegue a la excelsa sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es manifiesto, primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia, puesto que el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se gobierna por la razón y éste por las pasiones.
Por tal causa los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes, como si fuesen enfermedades; sin embargo, las pasiones no sólo hacen las veces de orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de la sabiduría, sino que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela y acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y libera, por el contrario, al sabio de toda pasión, al hacerlo no deja en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a una especie de demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más, para decirlo más claro, labra una estatua marmórea de hombre, impasible y ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place, gocen los estoicos de este sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con él en la república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo de hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de pasiones y no se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si de duro pedernal fuese o de mármol de Paros»[52]? De tal hombre nada escapa, nunca yerra, sino que como Linceo[53] todo lo descubre, nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; sólo está contento de sí mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el único rey, el único libre y, en suma, el único en todo, aunque ello no acontezca sino en su opinión; no se entretiene con amigo alguno, no es amigo de nadie; no vacilaría en echar a rodar a los dioses, y todo cuanto ve efectuarse en la vida lo condena o lo ríe como si fuese una locura. Tal es la especie de animal considerado sabio absoluto.
Decidme: Si la cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república querría a un magistrado de este género o qué ejército desearía semejante general? Más aún: ¿qué mujer desearía o soportaría tal especie de marido, o qué anfitrión a tal invitado, o qué criado a un amo de este genio? ¿Quién no preferiría a uno cualquiera de entre la cáfila de hombres más estultos que, a fuer de estulto, pudiera mandar u obedecer a los estultos; que agradara a sus semejantes, que son la mayoría; que fuera complaciente con la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados y grato comensal y, en suma, que no extrañara nada humano?
Pero este sabio me ha empezado a dar fastidio; por ello el discurso se dedicará ahora a los demás beneficios que dispenso.