Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o Aristóteles o las tesis de Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que persuadió a los Decios[49] a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes? ¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio[50] sino la vanagloria, la más seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un candidato servil halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la adhesión de la masa, se deleite con sus aclamaciones, sea llevado en triunfo como una bandera venerable y se haga levantar una estatua de bronce en el foro? Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos otorgados a esos hombrecillos; añadid que tiranos criminales por demás sean equiparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas estas cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría con un solo Demócrito». ¿Quién lo niega?
Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de los vigorosos héroes, exaltadas hasta las nubes en los escritos de los varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los Estados, merced a ella subsisten autoridades, magistraturas, religión, consejos y tribunales, pues la vida humana no es sino una especie de juego de despropósitos.