Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudad a hombres berroqueños, acorchados[45] y salvajes sino la adulación? ¿No significa otra cosa la famosa cítara de Anfión y de Orfeo[46]? ¿Qué llamó a la concordia ciudadana a la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso algún discurso filosófico? En absoluto: fue el risible y pueril apólogo del vientre y las demás partes del cuerpo[47]. Igualmente útil fue para Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de sabio habría tenido tanto poder como aquella superchería de la cierva de Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré nada de Minos y de Numa[48], cada uno de los cuales gobernó a la estulta muchedumbre con fabulosas invenciones. Con semejantes tonterías se mueve esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.