CAPÍTULO XXIII

¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles? Y, sin embargo, ¿hay cosa más estulta que entablar lucha por no sé qué causas, de la cual ambas partes salen siempre más perjudicadas que beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de los megarenses[36].

Cuando se forman las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con ronco clamor[37], ¿de qué servirían esos sabios, exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que haya un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador[38].

Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no las lumbreras de la filosofía.