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MADRID

Otoño de 1667

Inés, sentada en un banco del jardín de su casa, disfrutaba de los tardíos calores que proporciona el veranillo de septiembre, antes de que el frío se eche sobre la ciudad. Acunaba distraídamente la pequeña mecedora en la que dormía su bebé, una niña de ojos claros y pelo negro que había llegado al mundo hacía poco más de un mes. Agnes la habían llamado, como su madre.

—He preparado un zumo de naranja con agua fría —dijo la señora Galloway, sentándose a su lado—. ¿Te traigo un poco?

Inés la miró agradecida. Hilde la había cuidado durante los últimos meses del embarazo, había estado con ella en el parto y ahora, la mimaba como si fuera su hija.

—Gracias, Hilde —dijo Inés—. Luego tomaré un poco.

—Son unas naranjas excelentes —dijo la cocinera—. Llenas de zumo, con la cáscara fina. Valdrían una fortuna en Londres.

Inés sonrió. Hacía tiempo que no se acordaba de aquello. No había pasado ni un año pero le parecía una eternidad. Como un sueño lejano. Otra vida vivida.

—Le dejaremos un poco a Miguel —dijo Hilde—. Seguro que llega sediento.

—¡Y hambriento! —rio Inés.

Unos golpes en el portón de entrada interrumpieron la conversación de las dos amigas. El mayordomo abrió y al instante volvió con una carta.

—Es para usted, señora —dijo el criado.

—Gracias —dijo Inés, cogiéndola—. ¿De quién será? —preguntó a Hilde extrañada.

—No sé, niña, pero ábrela y lo veremos.

Inés rompió el lacre del sello, la desplegó y comenzó a leer.

—¡Dios Mío! —exclamó. Y una lágrima le corrió por la mejilla al tiempo que elevaba al cielo una plegaria de agradecimiento.

A los cinco días un carruaje se paraba frente a la casa de los señores de Buroaga. Inés, que llevaba todo el día pendiente de cada coche que atravesaba la calle, bajó las escaleras corriendo con el corazón palpitándole y la emoción agarrada al pecho. Abajo la esperaba Miguel.

—¿Será…? —preguntó Inés sin atreverse a terminar la frase.

—Lo es —respondió Miguel, sonriendo.

—Hilde, la niña… —dijo Inés nerviosa.

—Yo me encargo —respondió la cocinera.

Un mozo abrió el portón de carruajes y el coche entró en un pequeño patio empedrado. Inés esperó a que el coche se parara y Miguel le sujetó la mano. Ella le miró y él volvió a sonreír intentando calmarla. La puerta se abrió y un hombre salió del carruaje.

—Capitán Alonso… —dijo Inés.

—Señora, encantado de volverla a ver. Ha pasado un año pero usted sigue igual de hermosa.

—¿Está…? ¿Encontró usted…? —comenzó a preguntar Inés.

—No fue fácil, pero con los contactos adecuados…

El capitán Alonso se giró hacia el carruaje, adentró el brazo y lo sacó sujetando delicadamente una temblorosa, escuálida y anciana mano de piel oscura. Al instante, el viejo rostro de una mujer asomó por la portezuela. Alonso la ayudó a bajar con cuidado, despacio, mientras el delgado cuerpo temblaba.

—Manini… —susurró Inés, llorando.

Manini elevó la cabeza.

—Mi niña Inés —dijo mientras sus ojos azulados se humedecían—, déjame que te toque para saber que no estoy soñando.

Inés se acercó a ella y se dio cuenta de que no la veía. Las cataratas cubrían completamente sus ojos. Cogió su mano y se la puso en la cara.

—Has cambiado —dijo Manini, palpándole el rostro—. Te has convertido en una mujer.

—Manini —dijo Inés abrazada a ella sin poder parar de llorar—. Mi vieja Manini.

Fin