51

Era una mañana fría de enero, de cielos grises y viento. Como había prometido, Inés llegó al Real Alcázar para ayudar a identificar al español de la cacería. El carruaje se paró frente a una entrada lateral y Miguel ayudó a su esposa a bajar.

—Ya hemos llegado —dijo.

Inés miró hacia la puerta que tenía enfrente. No era muy grande, pero sí bastante alta. La flanqueaban a los lados dos filas de columnas de mármol blanco. Era la entrada para los funcionarios que servían en palacio. Dos soldados permanecían de pie frente a la puerta, inmóviles, como estatuas de piedra.

—Buenos días, caballeros —dijo Miguel.

—¡Señor! —saludaron respetuosamente los dos militares.

Inés agarró la mano de Miguel y entró con él. Estaba nerviosa. Nunca se hubiese imaginado que fuese a entrar en un palacio. Recorrieron un pequeño pasillo que desembocaba en una pequeña sala de paredes blancas en donde otros dos soldados flanqueaban otra puerta mientras otro estaba sentado en una mesa llena de papeles.

—Don Miguel de Buroaga y esposa, doña Inés de Aranda —dijo Miguel.

El hombre miró asintiendo con la cabeza al tiempo que escribía sus nombres en las hojas de un gran libro.

—Pasen —dijo.

Miguel e Inés cruzaron la puerta y entraron en una sala de paredes verdes que se abría a un patio al que asomaban una decena de puertas y una gran escalera de mármol gris. Varios hombres que charlaban apoyados en la barandilla saludaron a Miguel con un breve gesto.

—Ésos —le dijo Miguel a Inés— son tasadores de cargos de Su Majestad.

Inés miró a los hombres. No sabía en qué consistía ese trabajo, pero tampoco se lo preguntó a Miguel.

Del patio entraron en una sala en la que había hombres sentados en sillas y bancos, casi todos callados como si no se conociesen y la mayoría con papeles bajo el brazo. De esa sala pasaron a otra, y luego a un par más hasta que llegaron a una amplia estancia en la que colgaban dos grandes cuadros, uno del difunto rey Felipe IV y otro de su esposa, la reina Mariana de Austria.

—Aquí es —dijo Miguel, abriendo una puerta de color blanco.

Inés entró al tiempo que don Francisco se levantaba para saludarla.

—Bienvenida a mi humilde despacho —dijo el hombre, besándole la mano.

—Don Francisco —saludó Miguel.

El hombre hizo un gesto con la cabeza.

—Siéntese, señora. El capitán Alonso está a punto de llegar.

—Gracias —dijo Inés, sentándose en una de las sillas que rodeaban la mesa. Miró a su alrededor. Todas las paredes estaban cubiertas por decenas, centenas de libros, archivos y rollos. Desde el suelo al techo y de un lado a otro. Sólo un par de ventanas y la puerta se libraban de ser sepultadas por el papel.

—Perdone si no le puedo ofrecer un caldo caliente —dijo don Francisco, quitando unos documentos de encima de la mesa—. Estos despachos no están hechos para recibir a una dama.

Inés sonrió cortésmente.

—Buenos días —dijo el capitán Alonso, entrando por la puerta—. Hace un frío de mil demonios.

—Capitán —saludó Miguel.

—Señores —saludó el capitán—: les presento a Santiago, el dibujante que nos ayudará a saber cómo es ese mal nacido.

Por la puerta apareció tímidamente un muchacho moreno al que apenas le había salido una pelusilla como bigote y vestido con una ropa bastante más grande que él. Cargaba con una carpeta de hojas y varios lápices de carboncillo. Sin decir nada se sentó en una silla y se preparó para hacer su trabajo.

—Si me perdonan —dijo Alonso—, yo tengo un asunto de suma urgencia que tratar. Les rogaría que, cuando doña Inés haya terminado, me avisen para ver el resultado.

—No se preocupe —dijo Miguel—. Así será.

El capitán Alonso besó la mano de Inés y salió por la puerta, dejando a los dos hombres y al joven mirándola en silencio.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó nerviosa.

—Descríbele a Santiago cómo era —dijo Miguel.

—Pues no sé. Es que no sé cómo decirlo.

—Puede empezar por la cara —dijo Santiago casi susurrando—. ¿Era fina o gorda?

Al cabo de varias horas y de muchas hojas de papel emborronadas, de las manos del dibujante salió un retrato más o menos parecido al capitán Pineda.

—Gracias, Santiago, ya puede retirarse —dijo don Francisco—. Llamemos al capitán Alonso.

—Sí —dijo Miguel—. Inés, ¿te encuentras bien, querida? Estás muy pálida.

Inés miró a su esposo.

—No mucho —dijo la mujer.

Llevaba ya un rato mareada y con náuseas, pero había intentado aguantar sin que se le notara.

—Me vendría bien dar una vuelta por el patio —dijo, abanicándose con la mano.

—Si quiere —titubeó Santiago—, yo puedo acompañarla Podemos ir a las cocinas para que le preparen algo.

Miguel miró a su esposa y asintió.

—Está bien, Santiago —concedió Miguel—. Cuídemela tan bien como si fuese su señora madre.

—Así será —afirmó Santiago.

Inés se levantó y salió por la puerta. Pasados unos minutos, el capitán Alonso entraba en el despacho.

—Me han avisado de que ya han terminado —dijo, mirando los bocetos que había encima de la mesa.

—Éste es el definitivo. —Miguel señaló una hoja que estaba apartada de las demás. Alonso la cogió y la observó despacio, con gesto preocupado.

—Era lo que me temía —dijo con la decepción reflejada en sus ojos—: Pineda.

—Daré orden de busca y captura ahora mismo —dijo don Francisco—. Aunque me temo que este pájaro ya habrá volado muy lejos.

—No tanto —dijo Alonso.

Los dos hombres le miraron sin saber a qué se refería.

—De hecho —siguió el capitán—, lo tenemos aquí mismo. Dentro del palacio.

—¿Cómo? —preguntó don Francisco.

—Hace unos días se presentó ante mí para que le reasignase destino. Ante mis preguntas acerca de su paradero durante estos meses, me contó una tremenda historia de su madre muriéndose en no sé qué pueblo. Como tenía mis sospechas, le dije que se personase hoy con la excusa de darle el destino. Tiene que estar al llegar. Además, así doña Inés le podrá identificar sin género de duda.

El silencio se hizo entre los tres hombres.

—¡Inés! —exclamó Miguel—. Si la encuentra aquí…

—¿No está con ustedes? —preguntó alarmado el capitán Alonso, dándose cuenta en ese momento de la ausencia de la mujer.

—¡Ha bajado a las cocinas y al patio! —dijo Miguel, saliendo por la puerta.

* * *

Inés, junto al joven Santiago, paseaba tranquila mientras comía un trozo de pan que les habían dado en la cocina. El aire frío la había animado y el mendrugo le estaba calmando el estómago. Se sentía mucho mejor, incluso se empezaba a reír con las ocurrencias de su acompañante. Éste, que servía en palacio desde niño, le estaba contando los entuertos y desaciertos de las miles de anécdotas que ocurrían entre aquellas regias paredes. Le contaba de las fiestas y banquetes que se organizaban antes de la muerte del Rey, y del luto que había impuesto la Reina Regente. Contaba cómo se había aficionado al dibujo y la pintura, cómo siendo niño le lavaba los pinceles al maestro don Diego y cómo aspiraba a ser, por lo menos, la mitad de artista que él.

En ese momento, un hombre vestido de negro daba su nombre al soldado de la puerta.

—Soy el comandante Pineda —dijo mientras pensaba con fastidio que su nombramiento de capitán en Inglaterra de nada le servía aquí.

—Bien, pase —contestó el soldado.

Pineda atravesó la sala verde y salió al patio. Estaba muy concurrido pues ya era la hora del almuerzo y algunos funcionarios volvían a sus casas mientras otros regresaban de ellas. Varios grupos de hombres debatían animadamente, unas cuantas criadas lo atravesaban cargadas de cestos y una mujer y un joven paseaban charlado y riendo. Entonces fue cuando el corazón del comandante dio un vuelco. Sus ojos aguzaron la vista y la respiración se agitó. No podía dar crédito a lo que estaba viendo.

—Es… imposible —susurró paralizado.

Pero sí, era ella: la criada de lord Dasser. La mujer con la que chocó en la calle estaba a unos metros de él.

Una corriente de ira le subió del estómago al corazón y, viendo su deseo de matarla tan al alcance de la mano, desabrochó su espada. Pero la cabeza de este militar experimentado se mantuvo fría y detuvo al brazo.

«No —pensó—. No gano nada con matarla aquí. Sólo me condenaría yo mismo a la horca».

Abrió los dedos de la mano y dejó caer de nuevo la espada. Se dio la vuelta y se encaminó de nuevo hacia la salida.

—¡Comandante Pineda! —gritó un hombre, corriendo hacia él.

Inés levantó la vista para ver quién gritaba. Era el capitán Alonso. Corría atravesando el patio detrás de Miguel.

—¡Guardias! —gritó Miguel—. ¡Arresten a ese hombre!

Los guardias de la puerta miraron al hombre que venía de frente y desenvainaron sus espadas.

—¡Alto! —gritó uno—. ¡Deténgase ante la autoridad!

El comandante Pineda vio cómo los guardias avanzaban hacia él, mientras que por su costado se acercaban Alonso y otro hombre. Estaba acorralado. No tenía escapatoria posible. Entonces, la visión de Inés le iluminó el angustiado rostro. Su mano empuñó la espada, sacó el acero y se dirigió hacia la mujer.

—¡Inés! —gritó Miguel.

La mujer miró a Pineda avanzar furibundo hacia ella y a Miguel correr en su ayuda. Un brillo metálico lució delante de ella, un choque de espadas y un charco de sangre sobre los adoquines de piedra del patio.