49

El día que el carromato llegó a Madrid el sol resplandecía en lo alto sin conseguir aplacar el frío que cubría la ciudad. En la umbría de los callejones todavía podían verse los charcos helados y la escarcha sobre el barro. Inés y Hilde miraban con curiosidad las animadas calles, los carruajes, los soldados y las plazas por las que pasaban. De alguna forma, no era muy distinto a su Londres. Sólo eran los detalles los que lo hacían diferente: la arquitectura de las casas, la vestimenta de las gentes y el olor a comida que salía de las casas, una mezcla de aceite de oliva, ajo, pan y vino.

Por fin, el coche se paró frente a una gran puerta y las dos amigas bajaron ilusionadas. El portón de madera se abrió justo antes de que Miguel comenzase a golpearlo.

—¡Señor! —exclamó el criado—. ¡Qué sorpresa!

—Encárgate de pagar al cochero y de recomendarle una buena fonda para que descanse. Le queda un largo viaje de vuelta a San Sebastián.

Inés y Hilde entraron en la casa. Un amplio recibidor y al fondo un patio cuadrado, con el suelo cubierto de grava y las paredes de azulejos a media altura. Alrededor de él se distribuían en la planta baja un comedor, un despacho, la cocina y las habitaciones de los criados, y en la planta alta, varios dormitorios.

«Ésta es mi casa», pensó Inés, sintiendo un hormigueo en el estómago.

Miguel la abrazó suavemente y los dos se miraron emocionados.

—Señor —dijo una mujer corpulenta, vestida con un vestido de lana marrón y un moño en la nuca tapado con una cofia blanca.

—Marta —dijo Miguel—, acompaña a la señora Galloway al dormitorio de invitados. Se va a instalar con nosotros durante un tiempo. No sabe castellano, así que intenta hacerte entender con señas.

La señora Marta la miró, sonrió y le dijo en voz muy alta:

—Bienvenida a la casa.

La señora Galloway se quedó sorprendida ante los gritos.

—Sígame, por favor —volvió a gritar la mujer al tiempo que se daba la vuelta y comenzaba a subir las escaleras.

—Marta —dijo Miguel—. Quiero que esta tarde estén aquí los demás criados. Voy a presentarles a Inés de Buroaga, mi esposa.

La señora Marta se quedó petrificada sobre la escalera. Miró a Inés un segundo, asintió y siguió subiendo mientras pensaba en lo raro que había sido siempre su señor.

A la semana Inés ya estaba acostumbrada a su nueva vida. No le había costado mucho adaptarse a las comidas, los horarios y las costumbres, pues al fin y al cabo así se había criado en Jamaica. Tan sólo notaba que el sueño la vencía mucho antes de haber cenado, pero según la señora Galloway, eso era por el embarazo. Esa misma mañana la costurera había ido a llevarle los primeros vestidos, abiertos por la espalda para poderlos adaptar al crecimiento del vientre y de colores más oscuros que los que se llevaban en Londres, pero no por eso menos lujosos.

Cuando Hilde subió a buscarla, una criada estaba terminando de asentarle la capa.

—Abrígate bien —dijo—. Fuera hace más frío de lo que parece.

—Ya está, gracias —contestó Inés, sonriendo a la muchacha—. Si viene el señor, le dices que he salido con la señora Galloway. Estaremos aquí para la comida.

—Bien, señora —dijo la criada.

Las dos mujeres salieron a la calle cogidas del brazo, emocionada una por la aventura de recorrer esa desconocida ciudad, y la otra porque iba al encuentro con su pasado. Era una preciosa mañana de invierno. El sol lucía con fuerza y una ligera brisa helada recorría las calles.

—¿Llevas la dirección? —preguntó Inés.

—Aquí la tengo —contestó la señora Galloway, sacándose un trozo de papel del interior de la blusa.

Inés lo leyó.

—La señora Marta me nombró las calles que teníamos que recorrer hasta llegar —dijo Inés, sacando ella otro papel de un pequeño bolsito—. Aquí lo apunté anoche.

Hilde suspiró con fuerza e Inés la miró. Le acarició la mano y se la apretó al tiempo que con la mirada le decía que estaba con ella.

Hilde sonrió con los labios apretados y las ojeras marcadas. Llevaba varios días sin dormir y ni toda la tila del mundo aplacaba los nervios que le retorcían el estómago.

—Si quieres —sugirió Inés suavemente—, lo dejamos para otro día. No tenemos por qué ir hoy.

La señora Galloway dudó unos instantes.

—No —dijo decidida—. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro.

Las dos mujeres cruzaron la Plaza Mayor, descendieron por la cuesta de San Ginés, cruzaron Arenal, subieron hasta la plaza de Santo Domingo y por fin llegaron a la calle de San Bernardo, tan ancha y larga como las nuevas calles que se estaban diseñado en Londres.

Tiendas de alimentos, artesanos y lecherías se mezclaban con vendedores ambulantes, pedigüeños y soldados de permiso. Literas de mulas, carruajes y portadores recorrían San Bernardo cruzándose en un caótico y bullicioso orden. Damas acompañadas por sus doncellas salían de los conventos de la zona mientras lavanderas cargadas de ropa se dirigían hacia el río para ganarse el pan.

—¿Tienes hambre? —dijo Inés de repente.

—No, no mucha —dijo la cocinera.

Inés se acercó a una vendedora de pestiños, compró dos y entregó uno a Hilde.

—Mira —dijo Inés ilusionada como una niña—, en mi casa comíamos esto los domingos.

La cocinera lo mordió y el dulce crujió en su boca llenándola de un aceitoso dulzor.

—Está rico, ¿verdad? —exclamó Inés.

Hilde asintió sonriendo. Le gustaba ver a su amiga, su chiquilla, con esa sonrisa que parecía eterna, los ojos chispeantes de vida y la felicidad reflejada en la cara.

Para Inés, la llegada a España, y sobre todo a Madrid, le había traído miles de recuerdos perdidos. Los sabores de su infancia, los olores, los sonidos, las palabras olvidadas, volvían a ella recordándole quién era, haciendo que se encontrase con aquella niña que dejó en Jamaica. También volvieron a ella su familia, sus hermanos y, con mucha más fuerza, su madre. Pero sin pena, sin tristeza, sin pesadillas. Estaban ahí, en su mente, acompañándola ahora que había encontrado su hogar.

—Ya hemos llegado —dijo Inés, parándose delante de una pequeña puerta de madera en forma de arco.

Hilde miró la fachada de ladrillo visto. Pequeñas ventanas enrejadas se dispersaban por la pared, todas con las contraventanas cerradas.

—Aquí está —suspiró la cocinera.

Inés la miró y sintió la profunda emoción de su amiga. La barbilla temblorosa, los ojos acuosos y su mano agarrando la de Inés con fuerza.

—Mi hija vive aquí —susurró.

—Pasemos —dijo Inés, comenzando a andar.

—¡No! —exclamó Hilde—. No puedo. Hoy no.

La mente y el corazón se debatían en su alma. Deseaba con todas sus fuerzas entrar, pero el miedo la atenazaba. No estaba preparada para verla. Sentía las piernas flojearle como si fuesen de trapo, su cuerpo sudaba a pesar del frío y por un momento pensó en que se iba a caer.

—Sentémonos un rato —dijo Hilde.

Inés la agarró del brazo y la llevó hasta un poyete al otro lado de la calle. Las dos mujeres se sentaron en silencio, sin mirarse. Allí estuvieron toda la mañana, esperando sin esperar a nadie, buscando sin conocer entre las jóvenes que entraban y salían del edificio.

—Vámonos —dijo Hilde, levantándose de repente—. Volveremos otro día.

El olor a chocolate derretido inundaba toda la casa. En la cocina, varias bandejas de plata se llenaban de bizcochitos, galletas y magdalenas mientras el oscuro y espeso líquido burbujeaba en un puchero de barro. Esa tarde irían a visitarles don Francisco y el capitán Alonso. Una nota había llegado mostrando el deseo de conocer a la nueva esposa de Miguel, pues el rumor de que el escurridizo soltero había sido por fin atrapado había corrido de boca en boca entre conocidos y amigos.

Puntuales, estaban sonando las cinco en la cercana parroquia de San Ginés cuando el mayordomo anunció su llegada.

—Don Francisco, capitán Alonso —dijo Miguel, adelantando el brazo para estrecharles la mano—, bienvenidos a mi casa.

—Miguel —dijo el capitán—, encantado de tenerle en Madrid de nuevo.

—Pasen —invitó Miguel—. En el comedor nos espera mi esposa.

Don Francisco sonrió a Miguel.

—Se me hace raro oírle decir eso —comentó—. ¿Ha sido de repente o es que se lo tenía usted muy callado?

—Las dos cosas, don Francisco, las dos cosas —respondió Miguel mientras avanzaban por la galería que rodeaba el patio.

—Querida —dijo Miguel, entrando en la sala—, te presento a don Francisco Alvar, secretario de Relaciones Exteriores de Su Majestad Carlos II, amigo y maestro, y al capitán Alonso Trujillo, quien batalló ferozmente contra Morgan en Las Perdidas.

Inés se acercó a ellos con la mano tendida.

—Don Francisco, capitán —dijo Miguel sonriente—: mi esposa, doña Inés de Buroaga, hija de Alfonso de Aranda, marqués de Virrubio y conde de Aranda.

—A sus pies, señora —dijeron los dos hombres, besándole la mano.

—Bienvenidos a la casa de mi marido —saludó Inés.

Miguel hizo sonar la campanilla y la camarera trajo un carro con las bandejas de dulces y una jarra de porcelana humeante.

—¿Chocolate caliente? —preguntó Inés a sus invitados.

—Se agradece —dijo don Francisco—. Hace un frío ahí fuera…

—Muy agradecido —dijo el capitán.

La camarera llenó las cuatro tazas y salió de la habitación. Inés miró el chocolate en su taza un poco desconcertada. Oscuro, casi negro, y tan espeso que parecía un puré. Miguel, que la estaba observando, sonrió.

—Es muy diferente al de allí, ¿verdad?

—Sí —dijo Inés, sonriendo—. En Inglaterra se hace con más agua. Más claro.

—Éste es más intenso. Pruébalo. Te gustará.

Inés se acercó la taza a los labios y tomó un pequeño sorbo. Efectivamente era más fuerte, sabroso e, incluso, un poco amargo. Pero le gustaba.

—Bien, señores —comenzó Miguel—, ¿cómo van las cosas por aquí? ¿Han cambiado mucho en el tiempo que llevo fuera?

—No mucho —dijo don Francisco, retorciéndose el bigote—. Ya leí su informe de cómo doña Inés supo lo del asunto de Las Perdidas. Fue usted muy valiente, señora.

Inés le miró y sonrió un poco incómoda, pues pensaba que realmente no había hecho mucho. Solamente estar en donde le correspondía y aguzar un poco el oído.

—Miguel me dijo que todo había salido bien —comentó Inés.

—Con la ayuda de Dios —respondió el capitán—, y con la suya.

—Gracias. —Inés sintió que se ruborizaba.

—Pero díganme —retomó Miguel—, si no es mucha indiscreción, aún no entiendo algunas cosas de las que han pasado. Si lord Dasser, Morgan, el conde de Avon y el español no consiguieron su propósito…

—¿Español? —repitió el capitán Alonso—. ¿Ha dicho usted que tenía conocimiento de que había un español?

—Sí, claro —contestó Miguel—. Lo reflejé en el informe.

—¡Pero yo aún no lo he leído! —exclamó el capitán Alonso—. No se me ha informado de su existencia.

—Imagino que será —replicó Miguel—, porque lo acabo de entregar hace un par de días.

—¿Y sabe usted quién era? —preguntó Alonso, dejando la taza en la mesa—. Ya les hice partícipes de mi casi absoluta certeza de que el Córdoba fue saboteado. Pero aún no sé quién pudo ser.

—Yo no le he visto —dijo Miguel—, pero me consta que está en Londres, pues doña Inés se topó con él por la calle y eso precipitó nuestra vuelta a España.

—¿Usted le ha visto? —preguntó Alonso a Inés.

—Sí… sí —dijo Inés un poco turbada por la seriedad que había adquirido la conversación—. Le he visto dos veces.

—¿Sabe su nombre? —preguntó el capitán.

—No, no llegué a oírlo.

—¿Y podría describirle?

—Bueno… —dijo Inés, mirando al suelo intentando recordar—, tenía bigote, el pelo castaño, ojos oscuros…

—¡Estupendo! —exclamó don Francisco—. Ya hemos eliminado a la mitad de los españoles. Ahora sólo tenemos que buscar entre la otra mitad.

Inés miró al hombre y luego a Miguel, quien se dio cuenta de que el desafortunado comentario de don Francisco no había sentado bien a su esposa.

—No sé cómo describirlo mejor —dijo Inés, molesta.

—Miguel —dijo Alonso—, entonces, ¿usted dice que está ahora en Londres?

—Seguro —respondió Miguel.

El capitán se quedó pensativo haciendo y deshaciendo posibilidades.

—¿Y podría usted, doña Inés, ayudarme a reconocer a ese hombre si le enseño unos retratos? Tengo ciertas sospechas de alguien.

—Con mucho gusto, capitán —dijo Inés.

—Pero dígame, capitán —insistió Miguel—. Lo que antes le iba a preguntar es: si la operación fue un éxito y los mapas están a buen recaudo… ¿por qué me consta que estos hombres se han estado reuniendo en Londres? Cuando partimos hacia aquí, lord Dasser preparaba una flota de barcos para ponerlos rumbo al mar de los Caribes. Y aunque lo parecían, no eran barcos comerciales. También lo he advertido en mi informe.

Inés miró sorprendida a su marido. Estaba claro que, cuando no estaba con ella, Miguel había seguido haciendo su trabajo.

—Ellos también tienen los mapas —dijo el capitán Alonso, sonriendo.

Miguel se lo quedó mirando esperando que explicase su respuesta. El capitán miró a don Francisco, éste asintió con la cabeza y Alonso comenzó a hablar de nuevo.

—Cuando recibimos el maravilloso encargo de comenzar este estudio, allá por el año de Nuestro Señor de 1661, por boca directa de Su Majestad don Felipe IV, también se nos ordenó que hiciésemos otro paralelo, un doble, exactamente igual, con la misma calidad y el mismo detalle, pero cambiando muchas distancias, longitudes y latitudes.

—Entonces… —dijo Miguel.

—Sus mapas son falsos.

—¡Falsos! —repitió Miguel.

—Como una moneda de madera —explicó Alonso—. Eran demasiado importantes como para arriesgarse a que alguien los robase, lo cual tenía muchas posibilidades de ocurrir. Simples pinturas es lo que se llevó Morgan dentro de un bonito estuche de oro y plata.

Miguel sonrió.

—¿Y cómo consiguió quedarse usted con los verdaderos?

—Al llegarme el aviso de que lo que tanto temíamos que ocurriese iba a suceder en breve, metí los originales en una botella vacía y los escondí debajo de la manta donde duerme mi perro, un mastín de los Pirineos. Estaba seguro de que Morgan no lo buscaría allí. Lo demás, ya lo saben ustedes —terminó el capitán.

—Buena ocurrencia, capitán —dijo Miguel—. ¿Y no se darán cuenta del engaño?

—Por supuesto que sí —dijo el capitán Alonso—. Antes o después verán la realidad. El tiempo que tarden dependerá del capitán de flota que tengan. Si es un hombre experimentado en el área del Caribe se dará cuenta en cuanto estudie las coordenadas, pero si no lo es, se darán cuenta cuando los tiburones naden alrededor de ellos —dijo, apurando su taza.

Inés miró la jarra y vio que apenas quedaba chocolate.

—Voy a la cocina a por más —dijo, levantándose.

—Espere —dijo don Francisco, dirigiéndose a Inés—. No se moleste. Nosotros ya nos tenemos que ir, y tengo que hablar con usted.

Inés le miró extrañada, miró a Miguel y se sentó de nuevo.

—Usted dirá —dijo Inés.

—Su majestad la Reina Regente ha leído atentamente todos los informes referentes a este caso —dijo don Francisco—. Al parecer, le sorprendió que una criada se arriesgase a entrar en el juego sin pedir nada a cambio.

Inés no dijo nada. Ella y Miguel sabían que tenía motivos personales más que de sobra para hacerlo.

—No lo he hecho por dinero —dijo Inés.

—Bueno —dijo don Francisco un poco escéptico—. El caso es que se me ha ordenado que me interese por cómo podría recompensarse su ayuda.

Inés le miró un poco desconcertada. No se esperaba nada de esto.

—No nos hace falta nada —dijo Miguel—. Déle las gracias a Su Majestad por el interés y dígale que Inés lo hizo por lealtad a su persona.

Don Francisco miró a Miguel y luego a Inés.

—Está bien —dijo, levantándose—. Ésa es una respuesta que sin duda satisfará a Su Majestad. Mañana mismo se la haré llegar.

—Yo también me voy —dijo el capitán Alonso, levantándose—. Ha sido un placer conocerla.

Inés pensativa, extendió la mano para que se la besaran. El mayordomo trajo las capas y los sombreros y los dos hombres se dispusieron a salir.

—Espere —dijo Inés de repente.

Los tres hombres la miraron sorprendidos.

—Me gustaría rogarle a Su Majestad un favor.