Al día siguiente, el campo amaneció blanco y el cielo limpio y azul. El sol reflejaba sus rayos en el hielo haciendo brillar miles de reflejos que dañaban la vista. Inés, después de desayunar, se puso la capa y salió a admirar el espectáculo. Con la vista perdida en el horizonte y notando el frío acariciándole la cara, pensaba en Hilde. Tantos años conviviendo y nunca, ni un solo día, se había parado a conocer de veras a esa mujer. No pensó en que tendría un pasado, una vida, un amor… y una hija. Era una historia triste, que por desgracia, se repetía con frecuencia.
«Demasiada frecuencia», pensó con desasosiego.
Una lágrima cayó solitaria por su mejilla y se llevó la mano al vientre. Desde hacía una semana sospechaba que podía estar embarazada, pero no se atrevía a decírselo a Miguel. No sabía si él era el padre o tal vez James. Y el miedo la atenazaba. Tanto que no podía ni pensar en cómo sería su vida si Miguel la abandonaba ahora. Si la repudiaba, si les repudiaba a los dos: a ella y a su hijo.
«Seguramente moriría», pensó angustiada.
Unos pasos crujieron sobre la nieve a sus espaldas. Ni siquiera se dio la vuelta. Sabía que era Miguel.
—Un paisaje increíble, ¿verdad? —dijo el joven cuando llegó a su lado.
Pero Inés no contestó. Un nudo en la garganta le impedía hablar. Miguel notó que algo pasaba. Desde la noche anterior, Inés no había dicho apenas nada, y sus alegres y brillantes ojos estaban perdidos, envueltos en preocupación.
—Inés, ¿qué ocurre?
Ella siguió mirando las montañas que se recortaban a lo lejos, en el horizonte.
—¿Inés? —insistió Miguel.
La muchacha suspiró y pensó que si tenía que decirlo, ése era tan mal momento como cualquier otro. El labio inferior le tembló ligeramente. Notaba a Miguel a su lado, expectante, pero no se atrevía a mirarle de frente.
—Yo… —comenzó a decir. Cerró los ojos y obligó a su garganta a pronunciar las temidas palabras—, creo que… estoy embarazada.
Un silencio se hizo entre los dos, frío, tenso. Inés sabía lo que estaba pasando en ese momento por la cabeza de Miguel. Sabía que estaba echando cuentas, y esas cuentas le llevaban a toparse con la realidad de que el padre podía ser él… o el otro. Miguel comenzó a andar. Avanzaba en silencio sobre la nieve dejando sus huellas marcadas a su espalda y a Inés destrozada mirando cómo se alejaba.
—Miguel —susurró Inés. Un susurro ahogado por el llanto que oprimía dolorosamente la garganta. Su mundo se derrumbaba de nuevo, pero esta vez no se sentía con fuerzas para rehacerlo.
Los crujidos en la nieve cesaron. Inés miró al frente y vio a Miguel parado, inmóvil, mirando al horizonte sin verlo. Dos águilas volaban en círculos sobre el congelado páramo. Pasó un segundo, una eternidad. Miguel se volvió y avanzó hacia la mujer mirándola a los ojos. Se detuvo enfrente de ella con la respiración agitada, tan agitada como su alma, y la besó con pasión. La boca, las mejillas, el cuello, hasta hundir su cara en su pelo mientras Inés lloraba de felicidad.
—Te quiero —dijo Miguel con los ojos enrojecidos—. Más de lo que he querido a nadie.
—Yo… —comenzó a decir Inés, pero la mano del hombre le tañó la boca con dulzura.
—Ese niño es mío —dijo, mirándola fijamente a los ojos—. Mío —repitió.
Esa misma tarde Miguel fue en busca del párroco del pueblo, y al día siguiente, Inés y Miguel se casaron en una pequeña y gélida iglesia, teniendo como testigos a la señora Galloway, que no entendía ni una palabra de lo que el cura decía, y al cochero, que pensaba en que eso era lo más raro que le había pasado en todos sus años de profesión.