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Hacía ya una semana que habían desembarcado en el puerto de San Sebastián, una ciudad pesquera que olía a verde y a mar, como la Inglaterra que acababan de dejar. Ya habían emprendido viaje hacia el sur, hacia Madrid, e Inés miraba el paisaje, la gente y las casas con gran curiosidad. Las verdes y suaves colinas, los bosques profundos y la lluvia la rodeaban de familiaridad. Pero a medida que el carruaje se adentraba en la vieja Castilla, el paisaje se tornó llano, infinito, moteado de altas arboledas que crecían a la vereda del camino o de los ríos y, que ya en un avanzado otoño, se habían deshecho de su amarillo pelaje. Una cosa le llamó poderosamente la atención: en los pueblos, algunas casonas grandes y blasonadas se parecían bastante a su casa en La Milagrosa. Construidas con grandes piedras amarillentas y cuadradas, dejaban al exterior ventanas alargadas y cubiertas de rejas negras.

Era mediodía cuando el cochero paró el carruaje de repente en medio del camino.

—Señor —dijo desde lo alto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel.

—Mire.

Miguel salió del carromato y miró hacia donde el cochero señalaba. Oscuras nubes cargadas de nieve avanzaban rápidamente sobre el páramo empujadas por el viento.

—Sugeriría —dijo el cochero— que nos refugiásemos en la primera fonda que encontremos.

Miguel asintió.

—Estoy de acuerdo. ¿Está muy lejos la siguiente?

—No. ¿Ve aquel cerro de allí? Detrás está Valdelillas. Un pueblo con una buena fonda y mejor vino.

—Pues démonos prisa.

Para cuando el coche llegó a la fonda, los primeros copos de nieve comenzaban a caer. El seco frío helaba los huesos, pero una gran chimenea encendida les dio una agradable bienvenida.

—Hay una habitación libre —dijo Miguel después de hablar con el dueño—. Podéis dormir vosotras dos. Yo pasaré la noche aquí, en el comedor, con el cochero.

—Pero, cariño… —protestó Inés apenada porque Miguel durmiese en el suelo.

—Inés —dijo dulcemente Miguel—, tienes mala cara. Estás agotada por el viaje y necesitas descansar. Sube con Hilde y échate un poco.

Inés miró sonriente a Miguel. Le dijo con la mirada que le quería y subió las escaleras hasta la habitación que le indicaba una mujer de grandes ojos pardos.

Unos golpes en la puerta despertaron a Inés. La habitación estaba en penumbra, tan sólo iluminada por la leve claridad que el avanzado atardecer proporcionaba.

«Me he quedado dormida sin darme cuenta», pensó. Se levantó, abrió y se encontró con la cocinera llevando una bandeja con dos cuencos humeantes.

—Han preparado un poco de caldo caliente —dijo Hilde, sonriendo—, y he pensado que, tal vez, te apetezca un poco para combatir el frío.

Inés sonrió.

—Muchas gracias —dijo, cogiendo los cuencos.

Hilde cerró la puerta e Inés dejó los cuencos sobre la mesa. Se sentaron con las manos rodeando el barro, notando en las palmas el intenso calor que desprendían, y miraron por la ventana. Ya había anochecido, y sólo se podía ver el suelo blanco alrededor de los faroles que alumbraban la entrada a la fonda. Aunque, si se fijaban, algo más podía verse en la ventana. Su propio reflejo. El de dos mujeres, dos amigas, una joven y otra ya en la madurez, ambas emprendiendo una nueva etapa en la vida pero que apenas habían hablado de ello desde que se reencontraron en aquella pensión.

Ahora estaban a solas en la habitación, algo que no ocurría desde que salieron, así que Inés aprovechó la ocasión.

—Hilde —dijo Inés con una cariñosa sonrisa—, todavía no me has explicado por qué vienes con nosotros a Madrid.

Hilde apartó la vista de la ventana y miró en silencio a Inés.

—Y algunas cosas más que sigo sin entender —siguió Inés—, como tu relación con Miguel.

Hilde bajó la cabeza. Sabía que este momento llegaría antes o después, pero era tan doloroso el recuerdo…

—Sea lo que sea me lo puedes contar —insistió Inés—. Me siento… un poco engañada. Hay muchas cosas que ocurren a mi alrededor que no entiendo.

La cocinera la miró y sus azules ojos se humedecieron. Inés le cogió la mano y la señora Galloway sonrió, haciendo que pequeñas arrugas enmarcaran su emocionada mirada. Suspiró hondo y miró por la ventana rebuscando en su pasado con cuidado de no hacerse daño, como quien busca entre cristales rotos.

—Yo era joven —comenzó a decir Hilde—. Muy joven. Dieciséis años sólo. No sabía lo que era la vida, y del amor sólo conocía lo que oía a las criadas más mayores. Servía en la cocina del viejo lord Dasser como aprendiz, aunque ya me dejaban ir sola al mercado para elegir el género. Siempre he tenido buen ojo para eso —dijo, intentando sonreír y guiñando un ojo.

Tomó un sorbo de caldo, suspiró, se miró las manos sobre el regazo y siguió su relato.

—… hasta que apareció él. Con su elegante porte, sus ropas oscuras y sobrias, sus ojos pardos, su galantería y sus relatos del país de donde venía. El tan sólo tenía veintidós años, pero para mí era todo un hombre. Sin yo darme cuenta, empezó a galantearme de camino al mercado, luego empezó a esperarme allí, me metía en la cesta de la compra pequeñas notas con dibujos de flores… y por supuesto, me enamoró. Empezamos a vernos a escondidas, pues yo sabía que mi padre no me iba a dar permiso para relacionarme con ese desconocido. Un día empezó a preguntarme sobre lo que hacía lord Dasser. Preguntas inocentes: que a qué hora solía salir por la mañana, que adónde iba, que si el día anterior había estado reunido en su despacho con alguien… y yo le contestaba como una tonta, sin extrañarme de nada. Se convirtió en algo tan habitual que tampoco desconfié cuando me pidió que averiguase los nombres de los señores que le visitaban. Si alguna vez yo le preguntaba que para qué lo quería saber, me decía que por pura curiosidad, y a continuación me envolvía en halagos y arrumacos.

»Sin darme cuenta de la realidad, era feliz. Vivía mi exótico romance sin pensar en que podía traer consecuencias… como las que tuvo unos meses más tarde. Al principio no quise ver la realidad, pero tuve una falta, luego mareos y empecé a engordar.

Hilde hizo una pausa. Los ojos se le habían humedecido y la garganta se le había secado. Tomó otro sorbo de caldo sintiéndose observada por Inés, a la que no se atrevía a mirar pues temía que, si lo hacía, sus fuerzas la abandonarían y rompería a llorar liberando ese dolor que escondía de sí misma.

—Por supuesto, él no se casó conmigo… me enteré en ese momento de que tenía a una joven prometida esperándole en Madrid. Creí morir. Le pregunté el porqué. Por qué sus palabras de amor, por qué sus juramentos, por qué…

Las lágrimas empezaron a recorrer lentamente su pecosa piel e Inés, con un nudo en la garganta, le cogió la mano. Hilde se secó la cara, la miró y sonrió a Inés con afecto. Sabía el cariño que le profesaba.

—Aún hoy quiero creer que algo debía de sentir por mí… aunque tal vez sólo le di pena. Aunque no estaba dispuesto a casarse conmigo, sí se hizo cargo de mi situación. Fue él quien habló con mi pobre padre. Montó en cólera cuando supo que su hija se había perdido, pero el español supo calmar su ira con una bolsa llena de monedas. Antes de que se me notase la tripa mi padre habló con el viejo lord Dasser y le pidió permiso para que me dejase volver a mi pueblo poniendo como excusa la enfermedad de mi madre. Pero nunca fui allí. Realmente, nunca salí de Londres. Durante los meses de embarazo viví en una pequeña granja con huerta en las afueras, en compañía de una nodriza que nos cuidaba a mí y a un par de niños de una familia acomodada. Dos veces a la semana recibía la visita de aquel hombre y cierto es que nunca me faltó comida ni abrigo, pero nunca me dio nada más.

»Me puse de parto un día de mayo. Recuerdo las flores amarillas salpicando la hierba. Fue un parto rápido y limpio, sin complicaciones. Era una niña. Cuando su padre vino a verla, se le iluminó la cara. Inmediatamente se enamoró de esa criatura de piel transparente y fino pelo casi blanco. Empezó a venir todos los días y sus visitas se alargaban durante horas, hasta que decidió instalarse en aquella casa, en un cuarto separado del mío, para estar cerca de su hija. En esos días albergué la esperanza de que se casase conmigo. Se le veía tan cariñoso con la pequeña… —Hilde calló un momento y una sonrisa amarga cambió el curso de sus lágrimas—, pero no conmigo. Nunca volvió siquiera a abrazarme. Tan sólo era amable.

»Cuando la pequeña tenía seis o siete meses, no sé, sólo recuerdo que era otoño y hacía frío, un hombre al que yo no conocía vino a la casa preguntando por él. Estuvieron hablando todo el día. Yo no entendía lo que decían, pero por sus expresiones estaba claro que discutían. Esa noche, el padre de mi hija vino a buscarme al dormitorio, me levantó y me sentó en la mesa de la cocina, frente al fuego…

Hilde notó cómo las palabras que estaba a punto de pronunciar le empezaban a rajar el alma como se abre la piel de una herida aún tierna.

—Se la llevó. Se la llevó consigo a España. Me prometió que le daría educación y una buena posición social, lo que yo nunca podría darle. Sin su ayuda, sin su dinero, yo no tendría ni para darle de comer. Con un bebé no podría volver a servir en ninguna casa, ni me darían trabajo en ningún taller. Tampoco podría volver a mi pueblo, pues sentía demasiada vergüenza y nunca podría encontrar un marido que me mantuviese. En ese momento, creí que hacía lo mejor para ella…

Hilde guardó silencio, apretó los labios para contener el llanto y respiró hondo con los ojos cerrados. Las dos mujeres estuvieron en silencio, esperando. Una a que la herida dejase de sangrar y la otra, respetando profundamente el dolor.

—Cada año, en mayo, un paquete me llegaba a Ardkinglas Hall. Dentro, hojas y hojas de papel contándome los progresos de la niña, y de vez en cuando, dibujos de su carita a través de los que yo la veía crecer.

La señora Galloway se buscó bajo la camisa y sacó un trozo de papel cuyos pliegues habían empezado a romperse.

—Éste es el último retrato que me llegó. Tenía doce años.

Inés cogió la hoja con cuidado y sintió el amor con el que Hilde lo guardaba.

—Por eso voy a Madrid. Ella vive allí. Tengo su dirección y, aunque prometí a su padre que nunca le revelaría quién soy, tengo la esperanza de verla, leer en sus ojos y saber que es feliz. A él, a su padre, no lo volví a ver hasta hace casi un año… cuando acudió a mí en busca de ayuda… y le hablé de ti.