45

Lord Dasser fue el primero en llegar al puerto. Allí tenía que reunirse con el comandante Pineda para supervisar conjuntamente los avances en los preparativos de los barcos. El coche llegó puntual frente al Sunrise, la fragata que iba a liderar la expedición. El cochero abrió la puerta y lord Dasser bajó del carruaje. Con la vista buscó al español entre la marinería que faenaba en el barco. Subían mercancía, preparaban velas, comprobaban cuerdas y examinaban el casco. Un pellizco de emoción recorrió las tripas de lord Dasser. Siempre, desde que era pequeño, le había gustado observar la preparación de un barco a los pocos días de partir. Eran promesas de aventura y riesgo que casi nunca se había atrevido a afrontar. Pero ahí estaban, frente a él, en forma de grandes barcos, esperando a tener el honor de enseñar a su dueño nuevas tierras.

—Buenos días, señor —dijo uno de sus capitanes, caminando hacia él.

—Buenos días, capitán Ashley —respondió lord Dasser—. ¿Cómo van los preparativos de su barco?

—Como habíamos previsto. En un par de semanas el Black Swan estará listo para zarpar y, por lo que he oído, los demás también van con buen ritmo.

—Estupendo.

—Hemos tenido un pequeño problema con el suministro de parte de las herramientas, pero ya está resuelto.

—¿Qué problema? —preguntó lord Dasser, frunciendo el ceño.

—Retrasos, señor. Como siempre. Se las encargamos a varios herreros y uno de ellos nos falló. Pero le repito que ya me encargué de solucionarlo.

—Bien —dijo lord Dasser satisfecho—. Entonces, capitán Ashley, imagino que ya habrá recibido órdenes del capitán Pineda sobre cómo efectuar la partida.

—¿Del capitán Pineda? —preguntó Ashley extrañado—. Pues no, no he recibido ninguna orden suya. De hecho estaba esperando recibirlas de usted en persona, como decía la nota.

—¿Qué nota? —preguntó lord Dasser contrariado por no saber de qué le estaban hablando.

—La nota que el capitán Pineda ha hecho llegar a todos los capitanes de su flota, señor.

Lord Dasser miró a los ojos del hombre que tenía enfrente y leyó en ellos el desconcierto.

—Aquí mismo la tengo, señor. Si me hace el honor de acompañarme a mi camarote…

Los dos hombres subieron la pasarela del Black Swan, atravesaron la cubierta y entraron en el camarote. El capitán abrió uno de los cajones del escritorio, sacó un sobre y se lo entregó a lord Dasser, quien lo leyó con la avidez que da la sospecha.

—¿Dónde está? —preguntó lord Dasser furioso—. ¿Dónde está el capitán Pineda?

—No sé, señor. Hace días que no le veo.

—¿Días?

—Sí, señor. Desde que nos entregó esta carta.

Lord Dasser cerró el puño estrujando el papel y salió rápidamente del camarote. Bajó la pasarela, atravesó la centena de metros que le separaban del Sunrise y subió al barco insignia de la flota con la mente azorada por la ira.

—¡Pineda! —gritó—. ¡Pineda!

Toda la marinería, hasta ahora atareada con la faena, se volvió hacia el hombre que llamaba a gritos a su capitán.

—¿Dónde demonios está el capitán Pineda? —siguió gritando lord Dasser.

Pero nadie respondía. En parte por que no lo sabían, y en parte porque nadie se atrevía a hablar al patrón.

—Tú —dijo lord Dasser, señalando a un carpintero—. ¿Y el capitán?

—No… no lo sé, mi señor —respondió el pobre hombre encogido.

Lord Dasser le miró y luego miró alrededor suyo. Todos tenían la misma expresión de sorpresa y temor. Estaba claro que esos infelices no sabían nada.

—¡Estúpidos! —gritó.

Bajó la pasarela sintiéndose engañado, humillado, dolido y muy furioso.

—¡A casa del conde de Avon! —gritó al cochero mientras se subía al coche.

—¿Cómo que nos han engañado? —preguntó atónito el conde de Avon—. Te ruego que te expliques, William.

—Que nos han engañado, timado, traicionado o lo que sea, no lo sé —gritó lord Dasser enfurecido—. Pineda ha huido. Nadie en el puerto le ha visto en la última semana.

—Lo mismo le ha ocurrido algo, no sé… —replicó el Conde.

—Tengo una nota que entregó a los capitanes diciendo que esperasen órdenes mías. Sin duda para que no le echasen en falta y no avisasen.

—Le habíamos dado ya casi todo el dinero, ¿verdad? —preguntó el conde.

—¡Maldito ladrón! —exclamó lord Dasser.

El conde de Avon miró por la ventana pensativo, en silencio. Estaba lloviendo. Una lluvia fina y tupida, vaporizada.

—¿No me has oído, Paul? —gritó lord Dasser fuera de sí—. Nos estafan y te quedas impasible.

El conde de Avon se giró y miró a los ojos a su amigo. Un instante de odio le cruzó la mirada.

—No me quedo impasible —dijo el conde—. Sólo trato de averiguar el motivo por el cual nos ha traicionado, en lugar de ponerme histérico como tú.

Lord Dasser le devolvió la mirada de odio, pero enseguida comprendió que el conde tenía razón. No era propio de él ese comportamiento. Apretó los labios y se sentó en uno de los sillones del despacho con la mirada perdida en sus pensamientos.

—De todas formas —dijo el conde de repente—. ¿Qué más da?

Lord Dasser miró a su amigo sin comprender a qué se refería.

—Si al español se lo han llevado los demonios —siguió el conde—, allá se pudra en el infierno. Nosotros tenemos los mapas y sólo hay que encontrar otro capitán que le sustituya. Y consideremos el dinero que le hemos dado como pago por la información.

Lord Dasser reflexionó sobre las palabras de su amigo.

—No sé, Paul —dijo visiblemente más calmado—. No creo que sea tan sencillo.

—¿Por qué no? Hay cientos de capitanes expertos en el mar Caribe, y casi todos ellos mal pagados.

Lord Dasser se levantó del sillón, fue a la licorera y se sirvió una copa de coñac. Movió el líquido lentamente, lo olió y lo saboreó.

—¿Por qué iba a huir Pineda? —preguntó a su amigo—. De acuerdo que llevaba una bolsa bien llena de monedas, pero era una miseria comparado con lo que podría haber conseguido.

El conde de Avon miró a lord Dasser y se quedó callado. Realmente, algo no olía bien en ese asunto.

—La semana pasada —dijo lord Dasser—. Pineda me hizo una visita bastante extraña. Quería ver no sé qué del mapa, asegurarse de unas coordenadas, creo que dijo.

—¿Qué era exactamente, William? —preguntó el conde—. Intenta recordarlo.

Los pensamientos de lord Dasser volaban dentro de su cabeza, rápidos y lentos, directos y confusos, intentando entrelazar una causa con aquella conversación. De repente una idea fugaz hizo que se le erizase el espinazo.

—¡Maldita sea!

—¿El qué?

—Ann Peterson —susurró lord Dasser.

La puerta sonó varias veces. Alguien la golpeaba con exigencia. James se extrañó de la premura y se apresuró a abrir.

—¡Lord Dasser! —exclamó el doctor sorprendido.

—Vengo a ver a Ann —dijo lord Dasser, entrando en la casa sin esperar a ser invitado.

—¿Ann? —repitió el doctor—. Ann… no está. De hecho, al verle pensé que tendría noticias suyas.

—¿Noticias?, ¿qué noticias? Déjese de tonterías y dígale que se presente ante mí inmediatamente —dijo lord Dasser despectivo, mientras entraba en el comedor.

James miró al hombre que observaba su casa sin disimulo y se dio cuenta de que no sabía que Ann había desaparecido.

—Señor —dijo el doctor—, mi esposa… Llevo unas semanas sin saber de ella.

Lord Dasser miró al doctor a la cara por primera vez desde que había llegado y sintió la profunda tristeza de su mirada. Sin duda no mentía.

—¿Ha desaparecido? —preguntó lord Dasser.

James asintió.

—¿Le ha abandonado? ¿Se ha fugado?

—No, no, no —dijo James, moviendo exageradamente la cabeza—. No, por Dios. Ann nunca haría algo así, aunque casi lo preferiría porque de esa forma sabría que está bien. Algo ha tenido que pasarle. Salió una mañana hacia el mercado, como siempre, y no volvió. Toda su ropa está aquí; sus joyas, su perfume, sus zapatos. Todo. Incluso dejó unas judías en remojo. Eso indica que pensaba volver.

Un ruido vino de la cocina, unos pasos se acercaron y una mujer apareció por la puerta llevando una bandeja con unas tazas humeantes y unas galletas.

—Me he tomado la confianza de preparar un poco de té —dijo la viuda Nell con una discreta sonrisa.

—Gracias, Nell —respondió James.

—De nada, doctor. Pero hágame el favor de comer algo, a ver si con su pena va a enfermar.

—¿Usted era amiga de Ann? —preguntó lord Dasser.

La viuda Nell sonrió dulcemente.

—No, amigas íntimas no éramos —contestó—, pero siempre le tuve mucho aprecio, desde el primer día que se vino a vivir al barrio.

—Entonces, ¿no sabe qué le ha podido pasar? —preguntó lord Dasser.

La viuda Nell movió la cabeza de un lado a otro.

—Una pena, señor —dijo con el rostro compungido—. Una verdadera lástima.

—Señor —dijo James—: toda mi vida le estaría agradecido si usted me ayudase a encontrarla. Con sus contactos, estoy seguro de que las autoridades se tomarían más molestias en buscarla.

Lord Dasser se quedó pensativo unos instantes.

—Imagino que ha preguntado en los hospitales…

—Y en el mercado, y en las tiendas a donde iba…

—¿A alguna amistad?

—Fui en busca de la señora Galloway, su cocinera —dijo James.

Lord Dasser se sorprendió. No sabía que tenían amistad.

—¿Y?

—Nada —dijo el doctor—. Al parecer Hilde tuvo que marchar a su pueblo por la enfermedad de no sé quién, ¿no?

Lord Dasser levantó los hombros.

—Sí, imagino que sí. La verdad es que no lo sabía.

—Eso me dijo la otra chica, la ayudante de la señora Galloway —aclaró James.

—¿Y desde cuándo falta Ann? —preguntó lord Dasser.

—Pasado mañana hará dos jueves.

«Dos jueves —pensó lord Dasser—. Al día siguiente de la visita de Pineda. Sin duda, no es casualidad».

—Doctor James —dijo lord Dasser—, le voy a hacer una pregunta que puede que le resulte rara, pero es importante.

—Dígame.

—¿Sabe si su esposa tenía alguna amistad con un hombre español?

James levantó las cejas.

—No. No que yo sepa —contestó James sorprendido—. ¿Por qué me hace esa pregunta?

—Nada, nada, simples especulaciones —dijo lord Dasser.

—Insisto, señor.

Lord Dasser le miró a los ojos. Estaba claro que tendría que contarle cualquier cosa que explicase tan extraña pregunta.

—Bueno —respondió lord Dasser—, tengo oído que hay un asesino suelto al que llaman el Español. Ha raptado a varias mujeres por el puerto y he pensado que, tal vez…

James lo miró angustiado. Una oleada de tristeza le invadió. Bajó la cabeza e intentó dejar de pensar en algo tan terrible.

—Dios mío —dijo Nell asustada—, ¿de veras cree, señor, que…?

—Dios no lo quiera —dijo lord Dasser, levantándose—. Ya me voy. Veré qué puedo hacer para ayudarle, doctor.

—Se lo agradezco, señor —dijo James, abriéndole la puerta.

Lord Dasser salió de la casa y se apresuró a entrar en su carruaje. Seguía lloviendo y estaba empezando a anochecer.

—¡A casa! —le dijo al cochero.

—¡Lord Dasser! —gritó de repente James desde la puerta.

Lord Dasser miró por la ventana y vio al doctor corriendo hacia él.

—¡Para, Smith! —le gritó al cochero.

—¡Lord Dasser! —gritó de nuevo el doctor.

—¿Qué ocurre?

—Señor —dijo James, parándose frente a la puerta del carruaje—, he recordado algo que puede serle de utilidad para encontrar a Ann.

—Dígame, hombre, pero rápido que entra frío.

—A los pocos días de desaparecer Ann, me fijé en un hombre que merodeaba alrededor de mi casa.

—¿Cómo era? —preguntó lord Dasser.

—Vestía de negro. Moreno, con bigote.

«Pineda», pensó lord Dasser.

—¿Le dijo algo?

—Preguntó por Ann —contestó James mientras notaba la fría agua correrle por debajo de la ropa—. Me explicó que quería darle un recado.

—¿Qué recado?

—No lo sé. Cuando le dije que no estaba, que la estábamos buscando, se fue y no ha vuelto a venir.

Lord Dasser asintió. Sus sospechas eran ciertas. Ann y Pineda tenían algún tipo de relación. «Pero ¿cuál?», se preguntó.

Unos golpes en el techo indicaron al cochero que reanudase la marcha.

—¡Lord Dasser! —volvió a gritar James.

El coche volvió a pararse.

—Lord Dasser, ¿cree usted que ese hombre era el Español?

Lord Dasser hizo una teatral mueca de resignación.

—Me temo, querido doctor, que para la desgracia de todos, a Ann se la ha llevado ese cruel hombre. Mañana mismo hablaré con mis contactos de este asunto.

Y después de decir esto ordenó de nuevo al cochero que se pusiera en marcha, dejando al doctor James Andry de pie, en la embarrada calle, empapado hasta los huesos y con el corazón destrozado.

A los pocos días, un rumor corría de mercado en mercado y de esquina en esquina. Un loco, un terrible asesino andaba suelto por las calles de Londres. Violaba y asesinaba a sus víctimas cortándolas en pedacitos para que sus cuerpos no pudiesen ser encontrados. Ya había asesinado a varias mujeres y lo llamaban el Español.