Al día siguiente Inés se levantó antes que James. Quería prepararle un buen desayuno, disponer su traje y que encontrase agua caliente en su palangana, en un intento de borrar las sombras de culpabilidad que le habían acechado toda la noche.
Cuando el doctor se levantó, se encontró sobre la mesa un plato de huevos revueltos con panceta, unas salchichas, pan caliente y una jarra de cerveza tibia.
—Ann, ¿cuánto llevas despierta? —preguntó James complacido por el desayuno.
Inés sonrió al ver su expresión.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el doctor, sentándose.
—Bien —contestó Inés—. Ya no me duele la garganta y creo que no tengo fiebre.
—Alabado sea Dios —dijo James, aliviado—. Pero sigue poniéndote la pomada unos días más para prevenir.
—Como tú digas, James.
El doctor la miró mientras ponía las cacerolas y los platos sucios del día anterior en una cesta. Luego vendría la criada a recogerlos para llevárselos a lavar.
«Cómo puedo ser tan tonto —pensó—. Ann es una mujer respetable. Seguro que si le confesase mis dudas, se ofendería, y con razón».
Inés, en ese momento, miró a su marido y vio que la estaba observando. Un escalofrío la recorrió la espalda. «Dios mío, lo sabe», pensó mientras una sonrisa nerviosa se dibujaba en su cara. James la vio sonreír.
«Qué dulce es —pensó—. No es raro que los hombres se fijen en ella. Menos mal que es seria y cabal».
Inés se lavó las manos y se las secó con un trapo.
—Voy… —empezó a decir—, voy a ir al mercado. ¿Qué quieres comer hoy?
James levantó los hombros.
—No sé —contestó—. Lo que te parezca.
—Bien —dijo Inés, pensando en que eso le daba libertad para comprar cualquier comida hecha después de ver a Miguel—. Pues voy a irme ya. Cuanto más temprano, mejor género hay.
Pasada una media hora, Inés salió de su casa con el cesto de ir al mercado en el brazo como cualquier otro día, pero esa vez, sin ella saberlo, iba a ser la última que lo haría. La última que vería su casa, la última que vería su calle y la última que vería a James.
Llevaba un rato caminando cuando la invadió una sensación extraña, como si alguien la estuviese siguiendo. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero no reconocía a nadie. Tal vez fuese James. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su marido sospechaba.
«Sí, lo sabe, es evidente», se repetía mientras su angustia aumentaba.
Al doblar una esquina se metió en la primera tienda que encontró esperando a que alguien, quien fuera que la estuviese siguiendo, pasara de largo. Era una zapatería. El salado olor a cuero y a tinte flotaba en el aire. Una oscura ventana daba a la calle e Inés se acercó a ella.
—¿Desea algo, señora? —preguntó el artesano, extrañado porque esa mujer que acababa de entrar en su tienda se interesase más por lo que pasaba fuera de ella que por su género.
—No, gracias, sólo… Bueno… ya salgo —contestó mientras seguía escrutando cada rostro que pasaba por la calle.
—Aquí se viene a encargar zapatos —alegó enfadado el zapatero.
—Sí, sí… claro —se excusó Inés, haciendo ademán de salir pero dilatando el momento.
El zapatero se levantó y abrió la puerta.
—Señora, si no me va a comprar nada, le ruego que se vaya —dijo echándola.
Inés bajó la cabeza y salió a la calle sintiendo un gran alivio por respirar aire fresco de nuevo. Miró alrededor suyo y, más calmada, pensó que serían invenciones suyas.
Cuando llegó a la fonda de Miguel se peinó con la mano, se pellizcó los mofletes y se mordió los labios para que enrojeciesen. Esta vez no se había atrevido a salir maquillada de casa delante de su marido. Llamó a la puerta de la habitación con el deseo de ver a su amante otra vez. Necesitaba verle más que nunca. Quería terminar de contarle lo del español que se encontró y sus dudas de que James la hubiese descubierto. Pero nadie le abrió. Volvió a llamar. La puerta siguió cerrada. Su corazón empezó a latir más fuerte y las palmas de las manos empezaron a sudarle. El temor de haber sido abandonada de nuevo la inundó. Esa sensación, el dolor que sintió aquel día en el invernadero, no se le habían podido quitar del alma, y en el fondo temía que, algún día, antes o después, volviese a ocurrir. Con el miedo a flor de piel volvió a golpear la puerta, pero tampoco hubo respuesta.
—Señora —dijo el niño desde la escalera—, ¿busca al caballero que estaba en esa habitación?
Inés se quedó helada con ese «estaba».
—Sí… —contestó la mujer sin atreverse siquiera a respirar.
—Se fue anoche —explicó el niño.
Inés notó que las piernas le fallaban y se tuvo que agarrar al pomo de la puerta para mantenerse en pie.
—Y… ¿dijo adónde?
—No —respondió el muchacho—. Pero dejó una nota para usted.
Inés le miró y cerró los ojos suplicando a Dios que no fuese de despedida, al mismo tiempo que se repetía que ese sufrimiento era el castigo por su pecado. Mientras, el niño había ido a por el trozo de papel y lo traía entre sus dedos.
—Tome —dijo, dándole la nota.
Inés la desdobló con las manos temblando y leyó en español.
Querida Inés,
En cuanto leas esta nota acude a la calle en donde nos vimos la primera vez.
M.
Inés se llevó la mano a la boca y reprimió el llanto que estaba brotando; un llanto de frustración y dolor que se convirtió en alegría y esperanza. No la había abandonado. Se limpió las lágrimas con la manga del vestido y salió de la fonda hacia lo que antes era New Exchange.
Mientras caminaba, unos ojos oscuros la seguían a una decena de metros sin que ella se diese cuenta. Pineda llevaba toda la mañana siguiéndola, desde que salió de su casa. Ahora estaba tan cerca que podía distinguir los dibujos de flores que había bordado en su chal de lana. Si en ese momento Inés se hubiese dado la vuelta, se lo habría encontrado de cara.
Cuando Inés llegó a la esquina en donde había estado la White Chocolate House, se paró a esperar. Los albañiles trabajaban levantando un nuevo edificio sobre las cenizas de la chocolatería.
«Aquí fue», pensó recordando el día en que ese desconocido la llamó por su verdadero nombre.
Un carruaje que estaba esperando al principio de la calle se puso en marcha y se paró delante. La puerta se abrió. Dentro estaba Miguel.
—Sube —dijo con el rostro serio.
—¿Qué pasa? —preguntó Inés desconcertada mientras subía.
Miguel esperó a que se sentase, cerró la puerta, corrió la cortinilla y avisó al cochero con dos golpes en el techo para que se pusiera en marcha.
—¿Qué…?
—Nos vamos a España —anunció Miguel, mirándola a los ojos.
—¿Cómo? —preguntó Inés como si hubiese entendido mal.
—Nos vamos a España —repitió Miguel.
—Pero… —dijo Inés desconcertada— ya lo hablamos. No puedo…
—Ha ocurrido algo… —empezó a decir Miguel, pero Inés seguía protestando sin oírle.
—Además no tengo nada. Mis vestidos, mis cosas, mis…
—Escúchame atentamente, Inés —dijo Miguel agarrándola por los hombros y mirándola a los ojos—: ese hombre que te encontraste, el español, es el comandante Pineda, traidor de nuestro Rey y de los hombres de los que era responsable. Ese hombre fue a hablar con lord Dasser y estoy seguro de que hablaron de ti.
Miguel hizo una pausa para asegurarse de que Inés estaba entendiendo la gravedad de sus palabras. Luego siguió:
—Inés, si te quedas en Londres corres un gran peligro. Lo que tú hiciste, lo que lograste averiguar, fue algo muy importante. Algo por lo que los hombres matan y asesinan. Tienes que ser consciente de que si cualquiera de ellos, lord Dasser, Morgan, el conde de Avon o el comandante Pineda, averiguan que les has espiado, ninguno dudará un segundo en hacerte pagar por ello. Si te encuentran… con suerte sólo te mataran.
Inés le miró asustada. Realmente nunca había sido consciente del peligro que corría si la descubrían. Miró a Miguel a los ojos, unos ojos negros, fríos, asustados y firmes, y se dio cuenta de una realidad que había ignorado. La mujer bajó la vista y asintió conforme.
—Es lo mejor, Inés —dijo Miguel con cariño—. Has sido muy valiente, y tal vez un poco inconsciente del verdadero peligro que corrías, pero ya se acabó. Si algo te ocurriese, yo…
Inés le miró de nuevo y vio que sus ojos volvían a ser cálidos y amables. Sonrió levemente y le besó muy despacio. Luego descorrió un poco la cortina y vio las calles de Londres pasar ante ella por última vez. Cruzaron el puente de Londres y las huertas de Southwark. Al poco tiempo —menos de lo que ella hubiese querido—, el perfil de Londres se hizo lejano y la incertidumbre se le agolpó en la garganta. Con la mano de Miguel acariciando la suya, Inés se despidió de esa ciudad que la había acogido. Apenada, pensó en James. Era un buen hombre y un buen marido y no se merecía lo que le estaba haciendo. Cerró los ojos y rogó a Dios que algún día pudiese perdonarla. Luego pensó en Hilde, la buena de Hilde. No había podido despedirse de ella, y ya no la volvería a ver jamás… Entonces las lágrimas brotaron al fin, se tapó la cara con las manos y se permitió llorar. Hilde había sido como una madre para ella. Hacía mucho que perdió a la verdadera, y ahora sentía de nuevo ese horrible vacío en el pecho, esa añoranza inmensa del alma al recordar los azules y cariñosos ojos de la cocinera.
Al mismo tiempo, en un dormitorio de Ardkinglas Hall, una mujer se lavaba la cara una y otra vez intentando borrar las huellas de su llanto. Con los ojos enrojecidos e hinchados salió a la cocina, se ató el delantal y empezó a cortar cebollas para disimular su tristeza. Se acordaba de Inés, esa muchacha flaca, hambrienta y orgullosa que devoraba galletas de mantequilla en su cocina de Jamaica. Y el dolor llamó a otro dolor aún más profundo, más cruel, más descarnado. El más agudo de todos. El de una madre que entrega a su niña y con ella entrega su alma. Y se acordó de esos pequeños ojos azules que nunca la conocieron. Y las piernas le flaquearon y cayó llorando en el suelo de mármol porque no pudo aguantar más el vacío del corazón.
Por la tarde, el frío calaba los huesos. El cielo estaba cubierto por espesas nubes preñadas de nieve y el viento soplaba sobre los tejados recién construidos. Una mujer cargada con un gran hatillo bajo el brazo andaba con paso firme y decidido por la calle. Dobló la esquina y se paró frente al gran portón de una gran casa. Se atusó el pelo, respiró hondo para darse ánimos y llamó con fuerza. Un mayordomo abrió la puerta, la miró de arriba a abajo con cierto desprecio y empujó la puerta para cerrarla de nuevo. Pero el pie de la mujer la paró.
—No damos limosna, señora —dijo el mayordomo.
—No quiero limosna —dijo la mujer—. Vengo a ver a don Pablo.
El mayordomo levantó las cejas sorprendido.
—¿A quién anuncio?
—Señora Hilde Galloway.
—Un momento —dijo el mayordomo, cerrando la puerta.
La señora Galloway dejó el hatillo en el suelo. Pesaba más de lo que parecía y el brazo se le había empezado a dormir. Unos copos cayeron del cielo. Miró hacia arriba y suspiró intentando calmar sus nervios.
El mayordomo abrió de nuevo la puerta.
—Pase, por favor, y sígame.
Cruzaron un pasillo, y al fondo una puerta de dos hojas. El mayordomo la abrió y anunció a la señora Hilde Galloway.
Don Pablo estaba de pie, con las manos en la espalda, mirando el patio por la ventana. Se volvió, miró a la mujer a los ojos y esperó a que el mayordomo cerrase de nuevo. Hilde miró a su alrededor. Era una gran habitación cuyas paredes estaban casi totalmente cubiertas de libros. En el suelo reposaba una gruesa alfombra de lana con flores y una mesa cuadrada presidía la habitación rodeada de sillas y butacas. Hilde no lo sabía, pero en esa misma habitación había estado Inés el primer día que vio a Miguel.
—¿Para qué has venido? —preguntó secamente don Pablo.
—Para recibir lo que es mío —respondió en el mismo tono la mujer.
Don Pablo se la quedó mirando en silencio unos segundos.
—Lo imaginaba —dijo al fin.
—Se me prometió.
—Eso es cierto —dijo el hombre—. Pero ahora no puede ser.
—Sí puede ser… y será —dijo la mujer—. Yo no os busqué. Fuisteis vosotros quienes vinisteis a mí pidiendo ayuda. Vosotros me pedisteis un contacto dentro de Ardkinglas Hall, y yo os lo di… pero no gratis. El precio lo dejé muy claro.
—Tendrás lo tuyo, pero es más complicado de lo que parece y…
—Y nada —dijo la mujer enfadada—. Se puede hacer. Aquí he traído lo necesario. Sólo necesito su ayuda.
Don Pablo la miró sin decir palabra.
—No estoy pidiendo un favor —dijo la mujer—. Estoy reclamando lo que me pertenece por derecho.
El silencio volvió a presidir el ambiente.
—Ella no lo sabe —dijo don Pablo, restregándose la frente.
—Y nunca lo sabrá —sentenció Hilde—. Lo prometo.
Don Pablo respiró hondo, movió la cabeza de un lado a otro y se sentó en su escritorio. Cogió una carta, escribió algo que Hilde no entendía, lo metió en un sobre y se lo entregó a la mujer.
—Aquí tienes. Un lacayo mío te acompañará, pero tienes que darte prisa.
La señora Galloway cogió el sobre con la mano temblorosa y se lo guardó bajo la camisa, al lado del pecho.
—Gra… gracias —dijo.
—También necesitarás esto. —El hombre sacó de un cajón un saquito de terciopelo.
Hilde lo cogió y miró en su interior. Eran monedas, de distintos tamaños y distintos colores. Monedas de otro sitio, de otro lugar.
Don Pablo la miró a los ojos, esos ojos celestes ahora enrojecidos por la emoción, y recordó un tiempo pasado, cuando las arrugas no habían aparecido todavía y el alma estaba entera, sin cicatrices.
Cuando Inés y Miguel llegaron a Portsmouth, el mar los recibió con su peor cara. Un temporal de lluvia y viento azotaba la costa y mantenía los barcos amarrados a puerto, incluido el que debía llevarles a ellos hasta las costas españolas. Habían podido alojarse en una fonda cercana al puerto, un sitio limpio y agradable en el que se comía decentemente pero donde el tiempo pasaba despacio sin poder salir de la habitación. Aunque esto, lejos de ser un inconveniente, se había convertido en un aliado de los dos amantes. Allí, sin tener que rendir cuentas a ningún reloj, podían amarse deleitándose el uno en el otro, sintiéndose por fin libres para sentir ese amor prohibido. Se habían registrado como el matrimonio Peterson.
Una mañana, Miguel había salido a ver el estado del mar, pero mucho se temía Inés que ese día tampoco iban a poder partir. Aunque ya no llovía, el cielo seguía encapotado y un terrible aire golpeaba las contraventanas de la habitación. Inés se entretenía lavando la ropa y poniéndola a secar al fuego. No tenía nada que ponerse, ni una muda ni una camisa, sólo lo que llevaba encima, e intentaba mantenerlo lo más limpio posible. Debería hacerse algún vestido y un par de camisas como poco, pero no había tiempo. En cuanto el temporal amainase debían partir. Como le había dicho Miguel, ya se lo haría en España, así los tendría como la moda de allí imponía, de colores y hechuras más sobrias que los que en Inglaterra se usaban.
—Señora Peterson —dijo la voz de una niña al tiempo que golpeaba la puerta.
—¿Sí? —preguntó Inés sin abrir. Estaba medio desnuda.
—Unas personas preguntan por usted.
Inés se extrañó.
—No puede ser, se habrán confundido —contestó.
—Preguntan por Ann Peterson —repitió la niña.
Inés frunció el ceño sin imaginarse quién podría ser.
—Un momento —dijo, palpando la camisa que colgaba frente a la chimenea. «Sigue húmeda», pensó fastidiada, así que se puso el vestido directamente encima de la piel. Al instante notó la lana picándole por todo el cuerpo.
Inés abrió y se encontró con una carita sonriente y rubia.
—Esperan abajo, en la entrada —dijo la pequeña.
Inés miró por la ventana intentando ver quiénes eran, pero por más que sacó el cuerpo sólo consiguió mojarse el pelo. Había comenzado a llover de nuevo. Inquieta, cerró la puerta tras de sí con cuidado y empezó a bajar las escaleras. No se fiaba y deseó que Miguel llegase en ese mismo momento. No había terminado de bajar cuando vio las botas de un hombre y el miedo se apoderó de ella. Dio media vuelta y volvió a subir a su habitación ante la atónita mirada de la niña.
—Espera —susurró.
Inés entró en su cuarto y al segundo volvió a salir con algo en la mano.
—Toma —le dijo a la niña.
La pequeña miró la mano de Inés y una enorme sonrisa dejó ver su desdentada boquita, en la que ya faltaban varios dientes de leche.
—¡Un caramelo! —exclamó.
—Diles a estos señores que he salido —susurró Inés—, y sin que te vean, haz llegar esta nota a mi marido. Estará en el puerto.
La niña la miró con los ojos muy abiertos, asintió y bajó las escaleras.
Inés entró en la habitación, cerró con llave y se asomó de nuevo a la ventana aun sabiendo que no iba a ver nada. Si se habían ido, lo habrían hecho bajo los soportales para no mojarse.
Un ruido en las escaleras la asustó. Con el corazón golpeándole en la sien y la vista fija en la oxidada cerradura, esperaba que el hombre español entrase en cualquier momento. Incluso creyó oír la voz de lord Dasser al otro lado de la puerta. Pero no ocurrió nada.
«Sería algún huésped», pensó.
Pero ya no se sentía segura. Buscó a su alrededor y vio una silla. La empujó contra la puerta bloqueándola, pero aun así seguía atemorizada, por lo que desplazó también una butaca y una pesada cómoda. Se sentó en la cama y esperó ansiosa a que llegase Miguel.
El tiempo parecía haberse detenido e Inés no paraba de andar por la habitación. Se asomaba a la ventana por si le veía llegar, luego se acercaba a la puerta y pegaba el oído a la madera esperando oír unos pasos acercándose o una voces susurrar, para acabar volviéndose a sentar en la cama y al rato volverse a levantar.
Por fin, unos pasos se acercaron claramente a la puerta. Inés se levantó de un salto y se quedó estática, sin atreverse ni a respirar.
—Inés —dijo Miguel, golpeando la puerta.
Inés cerró los ojos y dio gracias a Dios. Quitó los muebles de la puerta y abrió.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado.
—Han venido preguntando por mí —contestó Inés mientras comenzaba a lloriquear, aunque no sabía si de miedo o de alivio. O tal vez de ambas cosas.
En ese momento Inés vio de reojo a dos personas entrando en la habitación.
—Inés —dijo una de ellas.
La joven, con los ojos muy abiertos, miró incrédula.
—¡Hilde! —susurró, y se abrazó a su amiga sin poder parar de llorar.
—Estaba abajo —dijo Miguel.
Inés miró al hombre que la acompañaba.
—Trabajo en casa de… —empezó a decir la cocinera—, de un viejo amigo. Me ha acompañado hasta aquí.
El hombre saludó con la cabeza, un poco sorprendido.
—¿Erais vosotros? —preguntó Inés, sonriendo nerviosamente—. Me has dado un susto de muerte —le recriminó a la mujer.
—Lo siento, chiquilla —dijo Hilde, abrazándola de nuevo.
—Pero ¿qué haces aquí?
Hilde miró a Miguel y luego miró a Inés.
—Voy con vosotros —dijo con la voz quebrada—. Tengo que recuperar algo.
—¿Pero…? —balbuceó Inés sin entender lo que pasaba.
Hilde le acarició el pelo con cariño.
—Tenemos un largo viaje por delante, mi niña —dijo la cocinera—. Habrá tiempo suficiente para hablar.