Cuando Pineda llegó a la verja de Ardkinglas Hall ya se estaba haciendo de noche. Le había llevado medio día tomar una decisión, y otro medio día enterarse de dónde vivía lord Dasser. La campana de la entrada sonó varias veces hasta que Billy llegó a ella.
—Tengo que hablar con lord Dasser —dijo el español.
El chiquillo lo observó con curiosidad. No era común ver a un hombre vestido todo de negro.
—¿A quién anuncio?
—Al capitán Pineda.
El niño abrió mucho los ojos.
«Vaya nombre más raro», pensó mientras iba hacia la casa.
Entró por la puerta de la cocina, subió las escaleras y se paró frente al despacho de lord Dasser golpeando la puerta.
—Pase —oyó.
El chiquillo asomó la cabeza.
—Perdón, señor —dijo tímidamente—. Hay un caballero que pregunta por usted. El señor… —el niño de repente se olvidó del nombre, y rojo de vergüenza empezó a tartamudear—… el señor… es que era un nombre raro… no sé.
Lord Dasser le miró duramente.
—¿Qué aspecto tenía?
—Vestía todo de negro.
Lord Dasser frunció el ceño. ¿Qué hacía Pineda allí?
—Déjale pasar —dijo pensativo—. Que le acompañe un mayordomo hasta aquí. Le recibiré en la biblioteca.
Pineda, apoyado en la verja y helado hasta los huesos, se sintió más aliviado cuando sus ojos vieron acercarse al chiquillo acompañado de otro criado.
—Pase, señor —dijo el mayordomo—. Lord Dasser le espera en la biblioteca.
Los dos hombres y el chiquillo atravesaron el jardín casi a oscuras. El sol ya se había puesto del todo y la luna se ocultaba a ratos tras las nubes.
—Capitán Pineda —dijo lord Dasser sentado en su sillón—, ¿qué ocurre?
—Lord Dasser —saludó el capitán, quitándose la capa y el sombrero.
—Siéntese, por favor.
—No, gracias —dijo Pineda con semblante muy serio—. Lo que me ha traído aquí sólo me llevará unos minutos.
—Pues usted dirá.
—Necesito ver de nuevo el mapa que me enseñó.
Lord Dasser se lo quedó mirando fijamente, intentando averiguar el porqué de esa petición a horas tan extrañas.
—¿Para qué? —preguntó.
—Necesito comprobar un dato.
Lord Dasser levantó las cejas resignado, se levantó del sillón y salió de la biblioteca. Al cabo de unos minutos volvió con una hoja enrollada.
—Aquí la tiene —dijo, extendiéndola sobre la mesa.
El capitán Pineda se acercó, sacó un compás de elipses y una barra de medida y comenzó a trabajar con cuidado. Lord Dasser, que le observaba atentamente, se dio cuenta de que el pulso le temblaba.
—¿Tiene una hoja y una pluma? —preguntó Pineda—. Necesito hacer unos cálculos.
Lord Dasser le acercó una hoja de papel, una pluma y un tintero. Unos números seguidos de iniciales comenzaron a surgir sobre el papel mientras William se preguntaba qué diablos pasaba.
Pineda se incorporó, cogió su pañuelo de la casaca y se secó el sudor que le cubría la frente. Miró a lord Dasser a los ojos y sonrió con nerviosismo.
—¿Qué está pasando? —preguntó lord Dasser enojado.
—Nada —contestó Pineda, suspirando—. No pasa nada. Pensé que el mapa tenía un error de cálculo, pero está bien. Todo es correcto.
—¿A qué se refiere? —preguntó lord Dasser sin fiarse de lo que oía.
—¿Ve este cuadrante? —preguntó el hombre, señalando la costa sur de Cuba—: Estos números son la distancia hasta la costa desde el arrecife. Y éstos indican las brazas de calado que admite. Pensé que no correspondían. Pero sí, son correctos.
—Y… ¿eso es todo?
—Eso es todo. Comprenderá mi visita a estas horas si se hace una idea de lo que significaría un error en las mediciones, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto —contestó lord Dasser sin acabar de estar muy convencido con la explicación.
—Bueno —dijo el capitán Pineda, cogiendo su capa y su sombrero—. Muchas gracias por recibirme tan tarde.
—Mi mayordomo le acompañará hasta la salida.
—Bien —dijo Pineda, yendo hacia la puerta, pero de repente se paró. Lord Dasser le vio dudar y, de repente, se volvió decidido.
—Si usted me permite, lord Dasser —añadió Pineda—, me gustaría preguntarle una cosa más.
—Dígame —dijo lord Dasser intrigado.
—No, no es nada importante. —Pineda esbozó una sonrisa nerviosa—. Es… una tontería, pero ya que estoy aquí…
Lord Dasser esperó en silencio.
—Bueno —prosiguió—, no sé si, en fin, me gustaría preguntarle por una sirvienta que vi en su finca de caza.
Lord Dasser levantó las cejas sorprendido.
—La chica morena que nos sirvió los licores… creo que venía de la cacería y nos contó no sé qué de que su esposa había tenido un percance… No lo recuerdo bien.
—Usted se refiere a Ann —dijo lord Dasser intrigado por el interés del español hacia su criada.
—¿Podría verla? —preguntó Pineda.
—Usted verá. Ya no sirve en esta casa.
—Ah, ¿no? ¿Y puedo saber dónde vive? —preguntó Pineda.
—Se casó y no sé dónde demonios vive —contestó lord Dasser, empezando a enfadarse por la pérdida de tiempo que suponía esa estúpida conversación—. ¿A qué viene este interés por una criada?
—Digamos que me resultó atractiva —respondió Pineda—. Pero si usted me dice que ya se ha casado, no tengo nada que hacer. Buenas noches, y perdone las molestias.
Pineda salió de la gran casa al jardín, en donde le esperaba Billy con un farolillo encendido y los pies helados.
Los pasos del hombre y del pequeño crujían en la tierra mientras atravesaban el jardín en dirección a la verja. Se había levantado un poco de viento, y la llama del farolillo comenzó a temblar. Pineda andaba pensativo, sumido en una terrible certeza que acababa de confirmar.
«Nos han engañado, ¡maldita sea!», exclamaba en sus adentros mientras contenía la rabia que sentía.
Cuando llegaron a la verja, Billy sacó un manojo de llaves y abrió la cancela.
—¿Cuál es tu nombre, pequeño? —preguntó el capitán Pineda de repente.
—Billy, señor —contestó el niño sorprendido de que ese señor le preguntase su nombre.
—Bien, Billy —dijo Pineda, hurgándose en un bolsillo—. Mira esta moneda, ¿te gusta?
El pequeño vio relucir una moneda de un cuarto de chelín delante suyo y los ojos se le abrieron deslumbrados.
—Será tuya si me dices una cosa.
—¿El qué, señor? —Quiero encontrar a una joven que servía aquí, Ann. ¿La conoces?
Billy asintió con la cabeza sin dejar de mirar la moneda. Era toda una fortuna para él.
—Sé que se ha casado y me gustaría mandarle un regalo de boda. ¿Podrías decirme dónde vive ahora?
—¡Claro, señor! —contestó Billy tan dispuesto como siempre.