Los primeros copos de nieve hicieron su aparición esa misma mañana. Pequeños, suaves y tímidos, tan débiles que desaparecían apenas tocaban el suelo. Lord Dasser, desde la ventanilla de su coche, observaba orgulloso la rapidez con la que su ciudad se estaba recuperando del incendio. Calles de nuevo trazado, anchas, rectas y modernas, a semejanza de las avenidas parisinas, cruzaban el viejo centro de Londres de punta a punta y lo comunicaban con los barrios que crecían sin cesar en las afueras. El carruaje se paró frente a The Swan, la nueva casa de café que sustituía al desaparecido Lloyd’s. Dos mayordomos esperaban de pie para recibir a los clientes.
—Bienvenido, señor —saludó uno de los mayordomos—. La sala de la primera planta está preparada.
—Bien —dijo lord Dasser—. ¿Han llegado los demás?
—No, señor. Es usted el primero. ¿Me permite su capa?
—No, gracias —respondió lord Dasser, subiendo apresurado las escaleras.
—Señor —dijo el mayordomo—. ¿Aviso a la camarera para que suba a servirle?
—No, no. Que nadie nos moleste.
Los mayordomos le vieron llegar al primer piso, entrar en la sala que tenían reservada y cerrar la puerta tras él. Los dos criados se miraron extrañados por las prisas, pero guardaron un discreto silencio.
Lord Dasser echó el pestillo de la puerta y se quitó la capa. La chimenea estaba encendida y hacía bastante calor en la habitación. Se metió la mano en el interior de la casaca y sacó una hoja de papel enrollada, la miró un instante y la volvió a guardar junto a su pecho. Miró a su alrededor. Varias bandejas tapadas descansaban sobre una larga mesa. Las destapó y comprobó con agrado que contenían pequeños pastelitos de carne, pescado, verduras o huevos. Una sopera guardaba un caldo que parecía de carne, y en otra sopera había ponche caliente. Cogió una taza y se sirvió él mismo un poco del cremoso líquido.
«Generoso de coñac», pensó con agrado, y se sentó a esperar.
El pomo de la puerta sonó al girar, pero el pestillo no cedía.
—William —dijo una voz desde fuera—. Soy Paul.
Lord Dasser se levantó y abrió a su todavía amigo.
—¿Por qué te has encerrado? —preguntó el conde de Avon al entrar en la sala.
—Me siento más seguro —dijo lord Dasser, dándose unos golpecitos en la casaca—. Tal vez deberíamos haber hecho esto en mi despacho.
—No creo —dijo el conde—. Allí hubiese sido más peligroso. Si el comandante descubriese dónde guardamos los mapas…
—No te fías de él —repuso lord Dasser.
—Tanto como tú —respondió el conde, husmeando en la mesa de la comida—. Un militar de su graduación que traiciona a su país y a su Rey por dinero…
—Muchos lo hacen, tú lo sabes, y no sólo españoles. La nacionalidad no tiene nada que ver con la deserción —comentó lord Dasser.
—Pero sí los sueldos miserables.
—Bueno, tan escaso no debía de andar cuando negoció tan bien su recompensa.
—Eso es verdad. Aunque, por otra parte, él arriesga mucho. No creo que pueda volver a España después de esto —dijo el conde, sirviéndose un poco de ponche.
—Con lo que le hemos dado y lo que ganará en el futuro, podrá vivir donde quiera.
—Creo que es un precio justo —dijo el conde—. Hizo un buen trabajo.
—Para nosotros, claro, pero lo que es para su patria… —comentó lord Dasser con sorna.
Los dos hombres se quedaron callados unos minutos; reflexionando sobre el precio de la lealtad.
—¿Dónde le conociste? —preguntó el conde.
—Lejos.
—Imagino.
—Lleva años informándome de las salidas y entradas de los barcos españoles y sus mercancías.
—¡Años! —exclamó el conde—. ¡Y aún no te fías de él!
—Nunca se sabe… —dijo lord Dasser.
Unos pasos subieron las escaleras de madera y se acercaron a la puerta. Los dos hombres se miraron.
—Sólo has traído uno de ellos, ¿no? El que acordamos —dijo el conde.
—Sí.
—Bien.
Unos golpes sonaron en la madera y lord Dasser abrió el pestillo.
—Comandante Pineda, adelante.
—Señores —saludó el segundo de a bordo del Córdoba.
—¿Qué tal su viaje? —preguntó el conde.
—Largo —respondió escuetamente el español mientras se quitaba su capa. Vestía enteramente de negro, guantes de cuero, toledana al cinto y sombrero de ala.
—Empecemos con el asunto que nos trae aquí —dijo lord Dasser.
El comandante hizo un gesto afirmativo aprobando las palabras y los tres hombres se sentaron alrededor de una pequeña mesa.
—En primer lugar —comenzó lord Dasser—, tengo el gusto de poder nombrarle capitán de mi flota. Aquí tengo los documentos que lo acreditan.
Lord Dasser le entregó unas hojas lacradas. Pineda las abrió, leyó el texto y asintió satisfecho, pensando que qué menos que ese nombramiento cuando iba a capitanear varios barcos.
—Espero que esté satisfecho —dijo el conde de Avon sonriente, regodeándose en su generosidad.
—Ahora —continuó lord Dasser—, ya podemos ir directos a lo verdaderamente importante.
Pineda asintió mientras guardaba los documentos.
Lord Dasser sacó del interior de su casaca el mapa enrollado y lo extendió sobre la acristalada superficie.
—Ésta es la primera zona en la que vamos a enfocar nuestros intereses.
El capitán Pineda lo observó con detenimiento, admirándolo como quien admira un objeto sagrado, sorprendido de la belleza, la riqueza y la precisión del documento.
—Es la costa del sur de Cuba —dijo Pineda.
—Veo que la conoce —observó el conde.
—En un mes partirá usted hacia allí —le explicó lord Dasser—. Nuestra intención es tomar las haciendas tabaqueras de la zona y hacernos con el control del mercado de tabaco que se cultiva en esta parte de la isla.
El capitán Pineda asintió. Sabía de la enorme importancia que había adquirido el comercio de tabaco y no le extrañaba que un hombre ambicioso como lord Dasser quisiera hacerse un hueco mayor en él. Se comentaba que tenía haciendas tabaqueras en la colonia de Virginia, por lo que ese hombre ya sabía los ingentes beneficios que estaba dando su venta en Europa. Igual que también era consciente de que la planta de tabaco de mejor calidad, la que demandaban las clases más pudientes, se cultivaba en Cuba, más concretamente en el sur de la isla.
—¿De cuantos barcos dispondré? —preguntó el capitán.
—Estamos preparando siete fragatas de setenta y dos cañones. Cada una llevará a bordo un total de quinientos treinta y nueve hombres, incluidos los veintinueve oficiales de marina y mayores.
—¿De dónde saldrán?
—Partirán desde aquí, de uno en uno a lo largo de dos semanas, como navíos comerciales, pero en las bodegas, en lugar de transportar tejido, llevarán los cañones y el armamento necesarios para el ataque.
—¿Y los controles de aduana? —preguntó el capitán.
—Eso es asunto nuestro —contestó lord Dasser—. Usted céntrese en lo suyo.
Pineda asintió.
—Se reunirán en Jamaica —siguió el conde— y desde allí irán a Cuba. Usted irá en el Sunrise, el primero que partirá.
—Bien —dijo el capitán, mirando el mapa.
Hombre de pocas palabras, normalmente no hablaba demasiado, pero en esta ocasión se explayaba menos que de costumbre. Algo en el trazado de la costa no le encajaba, pero no sabía bien decir qué.
—Capitán —dijo el conde de Avon al ver al español tan concentrado en el estudio de los dibujos—, como hombre de guerra y de mar, ¿por dónde sugiere usted que comencemos el ataque?
El capitán, sin despegar la vista del dibujo, se tomó unos instantes para contestar.
—Por aquí —dijo, señalando con el dedo sin llegar a rozar el papel—. Por el archipiélago de los Colorados. Desde aquí podemos tomar Viñales y hacernos con toda la zona.
—¡Por un archipiélago! —dijo el conde—. ¡Espléndido! Nunca se imaginarán que podemos entrar por allí.
—Sí —afirmó el Capitán—, no es una zona habitual de ataque. Veo en el mapa que hay bancos de arena y algunas zonas coralinas. El calado es en muchos casos insuficiente, pero creo que por aquí —dijo, señalando con el dedo— podemos hacer pasar los barcos. Está claro que, sin este mapa, sería como rogar a la muerte que viniese a por nosotros. Aun así, habrá que ir con cuidado.
—Por supuesto —dijo lord Dasser—. Siempre es mejor ser prudente.
—¿Están ya los barcos en el puerto? —preguntó el capitán.
—Sí —dijo lord Dasser.
—Pues si no les importa a ustedes, voy a supervisar cómo van las preparaciones.
Lord Dasser asintió conforme.
—Recibió su pago en las condiciones que acordamos, ¿verdad? —preguntó el conde.
—Así fue. Todo correcto. Si no, no estaría aquí —dijo Pineda, dirigiéndose hacia la puerta—. Señores… —Se despidió poniéndose el sombrero y cerrando tras de sí.
Cuando salió a la calle llevaba consigo una sensación rara, extraña, que le incomodaba. Miró a su alrededor. El sol se había abierto paso entre las nubes y parecía mentira que tan sólo unas horas antes hubiese estado nevando. Las calles estaban animadas. Vendedores de toda clase de artículos ofrecían sus mercancías desde las tiendas, en tenderetes o en cestos ambulantes. Una mujer estaba sentada en la puerta de la que debía ser su casa con un caldero de agua humeante en el que se cocían rosadas salchichas, y al lado, un cubo con agua fría en el que flotaban manchas de grasa. Al capitán Pineda se le llenó la boca de saliva, se palpó el bolsillo y, tras comprobar que llevaba unas monedas, se acercó a la señora.
—Una —dijo, señalando el caldero.
La mujer cogió una de las salchichas ayudada con un tridente, la metió en el cubo de agua fría para enfriarla y se la dio al español, que la agarró con dos dedos para evitar que el líquido que soltaba le manchase.
—Dos peniques —dijo la mujer, extendiendo la palma de la mano. Una mano ajada, con mil arrugas y uñas no muy limpias.
Pineda le dio el dinero y siguió su camino mientras saboreaba esa salchicha de carne de cerdo picada que en cuatro bocados había desaparecido.
De camino a su fonda paseó un rato por las bulliciosas calles de Londres, hasta que el sol volvió a esconderse tras las nubes. Pineda miró a lo alto y comprobó con desagrado que estaba empezando a llover. Tenía que arreciar el paso si no quería empaparse. Pero ya era demasiado tarde. Las gotas empezaron a caer dispersas, aisladas unas de otras, hasta que aumentaron su frecuencia y todas juntas mojaron el suelo de la calle. Pineda corría refugiándose en los laterales de las casas que poca protección daban. El agua entrándole en los ojos le obligaba a mirar al suelo sin ver apenas lo que tenía enfrente. Estaba a tan sólo dos calles de su fonda, por lo que corrió más aprisa, sin darse cuenta de que otra persona igualmente cegada por la lluvia corría por el mismo lado de la calle hacia él.
Inés llevaba mucha prisa. Tanta que no podía esperar a que la lluvia parase. Salía de aquella habitación en donde el tiempo no debería existir, pero se empeñaba en correr más aprisa. James estaría a punto de llegar, si no lo había hecho ya, y ella no había preparado la comida ni tenía una buena excusa para no haberlo hecho. Angustiada, le prometía a Dios que si le permitía llegar a tiempo, se confesaría esa misma tarde y no volvería a pecar.
Un fuerte golpe en el hombro la empujó contra la pared.
—Perdón —dijo Pineda en castellano.
—No es nada —respondió Inés en castellano también. Sin darse cuenta, el idioma en el que hablaba con su amado, su idioma natal, le había salido espontáneamente de los labios.
—¿Eres española? —preguntó Pineda sorprendido.
Inés le miró a la cara y al instante le reconoció. Sin responder siquiera esquivó la mirada y salió corriendo.
«Idiota, tonta —se recriminaba—. ¿Por qué he respondido en castellano? ¿Qué hace ese hombre aquí? ¿Me habrá reconocido? ¿Y si se lo comenta a lord Dasser?»
Cuando llegó a su casa estaba empapada y muy confusa. James, que hacía rato que había llegado, esperaba sentado en el comedor leyendo The London Gazette.
—Ann —dijo enfadado—, ¿dónde estabas?
Ann le miró asustada sin saber qué responder.
—Mira qué hora es y todavía no he comido. ¡Ni siquiera hay comida hecha!
—James, yo… —empezó a decir Ann, pero un fuerte pinchazo en el hombro hizo que se llevase la mano al brazo y se quejase de dolor.
—¿Qué te pasa? —dijo James, cambiando el tono de su voz.
—Me duele aquí —dijo Ann, quejándose.
James le desabrochó el vestido y le quitó la blusa interior. El encontronazo con Pineda le estaba tiñendo la piel de azul.
—¿Te duele al moverlo? —preguntó James.
—Un poco —respondió Ann.
—Pero ¿qué te ha pasado?
Ann le miró a los ojos y, aunque con un profundo sentimiento de culpa, vio la oportunidad de tener una excusa por su tardanza.
—Quería hacerte un pudín de jamón, pero no tenía huevos frescos, así que salí al mercado. Allí, un hombre que llevaba unas cajas se tropezó conmigo y me tiró al suelo. No sé. Me mareé y una mujeres me ayudaron a sentarme. Hasta que no me he encontrado mejor no me he atrevido a venir yo sola.
James asintió.
—¿Te golpeaste la cabeza? —dijo, mirándole las pupilas.
—No, creo que no —contestó Ann.
—Bueno. Prepara la comida y después siéntate un poco a descansar —dijo James, sentándose de nuevo a leer el periódico—. Por suerte esta tarde no tengo que volver al hospital.
Ann subió a cambiarse la empapada ropa por otra seca. Con los nervios no se había dado cuenta, pero estaba helada. Después bajó a la cocina, abrió la despensa y sacó un trozo de jamón conservado en gelatina. Lo partió en tacos y lo frió en mantequilla junto con unos trozos de pan duro y unos trozos de nabos, mientras su mente no paraba de pensar en lo que le acababa de ocurrir. Tenía que decírselo a Miguel cuanto antes.
En otro lado de la ciudad, el capitán Pineda daba vueltas en la habitación de su fonda. Se acercaba a la ventana con la mirada perdida, se sentaba en la cama y volvía a levantarse. No podía estar quieto. Había algo raro en todo esto. Algo no encajaba en el mapa. Lo repasaba mentalmente, pero no conseguía descifrar lo que le inquietaba. Y esa mujer de la calle, la española, le resultaba familiar, pero no sabía dónde la había visto. Y su forma precipitada de marcharse. Y su mirada. Extraña mirada. ¿Qué hacía una española en Londres? No era muy habitual… No, definitivamente algo no marchaba bien.
Esa noche, entre desvelos y pesadillas, su mente le descubrió un secreto. Cuando abrió los ojos se incorporó en la cama sobresaltado y cubierto de sudor, y en ese momento, recordando lo soñado, se dio cuenta de algo.
—Dios mío —susurró para sí.
Al día siguiente Inés se despertó estornudando, con dolor de garganta y con un poco de fiebre, resultado de la lluvia del día anterior. Aun así se levantó, se vistió y bajó a prepararle el desayuno a James. En cuanto éste saliese hacia el hospital, saldría en busca de Miguel. Tenía que contarle cuanto antes su encuentro del día anterior. Pero sus estornudos hicieron que el doctor se fijase en ella.
—Ann, déjame que te examine —dijo James, tocándole la frente—. Tienes fiebre. No muy alta pero podría ir a más.
—James —contestó Inés—, no te preocupes. Se me pasará enseguida.
—No sé. —Obligó a su esposa a sentarse—. Abre la boca.
Inés abrió la boca y James le dirigió la cara hacia la luz de la ventana.
—Tienes la garganta irritada —dijo James, chasqueando la lengua preocupado—. Métete en la cama de nuevo. Ahora te preparo una medicina.
—Pero, James —protestó Inés—, no creo que sea para tanto.
—Nunca se sabe —dijo el doctor—. Tienes que cuidarte.
Inés, resignada, subió por las escaleras pensando en que si James no se iba pronto, luego ella tendría que darse más prisa. Ya en su dormitorio se quitó el vestido y se volvió a poner el camisón, se metió en la cama y esperó a que James subiese con la medicina. Tenía frío, producto sin duda de la fiebre, así que se arropó con la manta hasta el cuello. Sintió el calor reconfortante de la cama y sintió una ligera somnolencia.
—Ann —dijo James, entrando por la puerta con un emplaste de eucalipto—, ponte esto. Luego te sentirás mejor.
Inés abrió los ojos y se alarmó al darse cuenta de que se había quedado dormida.
—¿Qué hora es? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
—No mucho. Toma.
Inés cogió la gasa impregnada en pomada y se la puso en el pecho.
—Pero ¿qué hora es? —insistió ella, mostrando sin querer la ansiedad que sentía—. ¿Cuánto he dormido?
—Pues no sé —contestó James un poco extrañado por la actitud de su mujer—. Media hora o así, pero ¿qué más da la hora?
Inés, más tranquila, se quedó callada buscando una explicación.
—El pollo —dijo de repente—. Encargué ayer un pollo al carnicero y le dije que esta mañana temprano pasaría por él.
—Bueno, mujer, pues ya pasarás otro día —dijo James, sonriendo ante lo que a él le parecía una tontería.
—Es que me lo iba a matar de madrugada, con el fresco, y si no voy a por él, se echará a perder y aun así me lo cobrará.
—Vale, pues en ese caso iré yo mismo a por él —contestó James—. ¿En qué carnicería lo encargaste?
Inés se puso aún más nerviosa. Lo estaba liando todo y al final la iba a descubrir. El deseo de sincerarse ante su marido la empezó a quemar por dentro, susurrándole la promesa de hacer desaparecer el sufrimiento de sus mentiras y traiciones. Sabía que no debía hacerlo, que debía permanecer callada, y sólo su negativa de abrir los labios impedía que las palabras de confesión saliesen solas.
—Dime, Ann —insistió James—, ¿qué carnicería es?
—No…, no vayas, es que… —empezó a tartamudear Inés—. vas a llegar tarde al hospital.
—No voy a ir —contestó James, sonriendo—. Me quedo aquí atendiendo a mi enferma favorita.
—Si no estoy tan mala. Deberías ir.
—No insistas, Ann. Deja de marearme y dime dónde tengo que ir a por el dichoso pollo.
Ann se vio atrapada de nuevo, así que recurrió al más viejo recurso de las mujeres: empezó a llorar.
—Pero, Ann —dijo James confundido—, ¿qué pasa ahora?
—No quiero que te vayas —dijo Inés, haciendo pucheros.
—Pero, pequeña… —dijo James enternecido por la débil naturaleza femenina—, no te preocupes. Sólo será un rato.
—Es que no me encuentro bien…
—Pero ¿y el pollo?
—Puedes mandar un recadero a la señora Galloway y que lo recoja ella. Así no se desperdiciará.
—Bueno, haré eso —contestó James, sonriendo por la absurda preocupación—. Veré si está alguno de los hijos de la señora Taylor. —Y salió de la habitación.
Inés se quedó en la cama, con el corazón palpitándole contra el pecho, nerviosa, angustiada, sin saber qué hacer. Se levantó sujetándose con una mano el emplasto, se sentó en su escritorio y escribió una nota. La dobló con cuidado y se volvió a meter en la cama.
—Bien —dijo James, entrando de nuevo en el dormitorio—, dime lo que le tiene que decir el chiquillo a la señora Galloway.
—Que le dé esta nota. Ella ya sabrá qué hacer.
James desdobló la nota y leyó:
Estimada señora Galloway,
Me he levantado indispuesta y no puedo ir a por el pollo que encargué. Me gustaría rogarle que lo recoja usted esta mañana misma si puede.
Muy agradecida le mando un afectuoso abrazo.
Suya, Ann Peterson
—¿Y la carnicería? —preguntó.
—No hace falta. Compro al mismo carnicero que ella.
—Bueno, tú ahora lo que tienes que hacer es descansar —dijo James en la puerta del dormitorio—. Estaré abajo estudiando un libro que el doctor Hunt me ha prestado.
James volvió a doblar el papel, cerró la puerta y bajó por las escaleras hacia la puerta, donde un chiquillo estaba esperando la nota y la propina.
Inés se quedó sentada en la cama sintiendo el frío de la fiebre calándole el alma, los pies helados y el corazón triste por no poder ver a la persona que le daba la vida.
James estaba leyendo en el comedor el tratado de un químico llamado Robert Boyle: La química secreta.
Se había publicado unos años antes y estaba revolucionando la investigación médica. Describía cómo el cuerpo tomaba el oxígeno del aire al respirar, y establecía que, sin este importante gas, los animales e incluso los hombres morían.
Un ruido en el piso de arriba le distrajo de su estudio.
«Ann se habrá levantado», pensó.
Miró el reloj que colgaba al lado de la chimenea y se dio cuenta de que ya había pasado la hora de comer.
«Pobre Ann», pensó, y subió a verla.
—Ann, querida —dijo, entrando despacio en el dormitorio.
Pero Inés no contestaba. James se acercó a ella y comprobó que dormía plácidamente. Le tocó la frente.
«La fiebre le está bajando», pensó aliviado.
Y salió de nuevo de la habitación cerrando la puerta tras de sí, al tiempo que un hombre respiraba aliviado debajo de la cama.
Miguel se arrastró intentando ser más sigiloso. Ya había comprobado que algunos tablones del suelo sonaban demasiado. Se acercó a la puerta, pegó la oreja y oyó a James faenar en la cocina. Cogió una silla, la apostó contra la puerta y se deslizó hacia la cama en donde su amada descansaba.
—Inés —susurró a su oído—. Inés, mi amor.
Inés entreabrió los ojos, vio a su amado enfrente de ella y sonrió. Le acarició la cara y por un instante ni siquiera pensó en dónde estaba. Pero sólo fue un instante. Un brinco del corazón y su mente reconoció su dormitorio. El de su marido.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, levantándose de un salto—. Estás loco. Nos matarán a los dos.
—Shh, no si tú bajas la voz —murmuró Miguel tranquilamente.
—Vete, vete, ya nos veremos —rogó Inés angustiada—. Tienes que marcharte, por favor.
—Sólo he venido a verte. Tranquila, me iré enseguida —dijo Miguel, sujetándola suavemente por los hombros—. Hilde me ha dicho que estabas enferma y… no he podido evitarlo. Tenía que saber cómo te encontrabas.
Inés miró a los ojos de ese hombre totalmente enamorado y se enterneció con su gesto.
—Estoy bien —contestó sonriendo—, sólo es un pequeño resfriado.
Los dos amantes se miraron y un beso cálido y suave rozó sus bocas.
—Ya me voy —dijo Miguel—. Mañana vendrá Hilde a verte y ella me dirá cómo te encuentras.
Inés volvió a besarle. Y él volvió a besarla. Era un beso que ninguno quería acabar.
Un ruido en la cocina hizo que los dos despertasen a la realidad. Era James abriendo los armarios como si buscase algo.
—Si no lo encuentra, subirá a preguntarme —dijo Inés alarmada—. Por favor, vete.
Miguel se dirigió hacia la ventana y la abrió. Pero justo en ese momento, Inés se acordó de su encuentro con el español.
—Espera —dijo Inés—. Tengo que decirte algo muy importante.
Miguel, con una pierna ya colgando de la ventana la miró sorprendido.
—¿El qué?
—Ayer me encontré con el español.
—¿Qué español? —preguntó Miguel al tiempo que las botas de James golpeaban los escalones al subir por la escalera.
—Dios mío —susurró Inés, ahogando la angustia en la garganta. Miró hacia la puerta y ésta se abrió, pero golpeó contra la silla que había puesto Miguel.
—¡Ann! —gritó James—. ¿Qué haces?
Inés miró a Miguel, pero éste ya no estaba en la ventana. Había desaparecido.
—¡Ann!
—Ya, ya voy —dijo Inés, corriendo hacia la puerta para abrirla.
—Pero ¿se puede saber qué demonios haces? —dijo James—. ¿Qué hace la ventana abierta?
—Yo… estaba tomando un poco de aire fresco —respondió Inés, intentando no tartamudear—. Tengo mucho calor.
James la miró contrariado y le tocó la frente.
—¡Estás ardiendo! ¡Y respiras con dificultad! ¿Te has vuelto loca? ¿Quieres enfermar más?
—No, claro que no —dijo Inés asustada.
—Métete ahora mismo en la cama —ordenó James, yendo hacia la ventana—. Y tápate bien. Ahora mismo te subo más pomada.
Y cerró la ventana pensando en lo tontas que son a veces las mujeres.
—Como niñas —refunfuñó.
Inés se metió en la cama y se tapó tal y como le había dicho James mientras se preguntaba dónde estaría Miguel.
James se acercó a ella y le tocó la mano.
—Estás temblando —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro, preocupado.
—Lo siento. No volverá a pasar.
James la miró y sintió ternura por ella. Arregló las sábanas y se dirigió hacia la puerta.
—Ann —dijo James, dándose la vuelta de repente—, ¿por qué habías puesto una silla atrancando la puerta?
Inés se quedó helada sin saber qué decir.
—¿Ann? —insistió.
Pero a Inés, por más que pensaba, no se le ocurrió ninguna excusa. Tenía los nervios a flor de piel, y notó que se empezaba a poner colorada. El aire le faltaba y su labio inferior comenzó a temblar levemente.
James, un poco contrariado por la actitud de su esposa, se la quedó mirando fijamente. De repente, la idea de que tuviese un amante cruzó peregrina por su mente. Miró hacia la ventana y con paso decidido fue hacia ella y la abrió. Ante la asustada mirada de Inés, James calculó la altura hasta el suelo. No era mucho, tal vez seis metros, pero lo suficiente como para que nadie pudiese saltar desde allí sin hacer ruido.
«Qué tontería estás pensando —se dijo a sí mismo—. Ann es una buena esposa. Nunca haría algo tan horrible».
Y sin decir palabra, salió de la habitación dejando a Inés en la cama, angustiada, avergonzada y convencida de que James la había descubierto.