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Inés llevaba varios días evitando salir de la casa con la excusa de un repentino cansancio. Por nada en el mundo quería volver a ver a Miguel. Estaba enfadada, humillada, dolida. Pero también estaba enamorada, le añoraba, le deseaba y temía que si ponía un solo pie en la calle, sus pasos, sus piernas y todo su cuerpo se rebelasen contra su voluntad y se viese de nuevo en aquella habitación. La criada se encargaba de ir al mercado y de hacer todos los recados que requiriesen ir a algún sitio.

Esa tarde, Inés estaba sentada en la cocina cortando las mangas de una nueva camisa para su marido. Había comprado la tela hacía más de un mes, pero con sus visitas a Miguel, la había abandonado en un armario, como tantas otras tareas que estaban bajo su responsabilidad en la casa. Midió la sisa, el codo y el puño. Dibujó con tiza sobre la tela y empezó a cortarla despacio, con cuidado de dejar un borde limpio, sin dentelladas. Hacía frío. Inés miró por la ventana y vio cómo el viento agitaba las ramas de los árboles. El cielo estaba oscuro presagiando tormenta. Distraída, volvió a concentrarse en la camisa sin darse cuenta de que, afuera, unos ojos estaban fijos en la ventana desde hacía más de media hora, esperando. Otro hombre se acercó, hablaron y uno de ellos empujó la cancela.

Aunque Ann estaba en el lugar más cálido de la casa, los pies se le estaban quedando congelados y estaba a punto de echarse un chal sobre las rodillas cuando el sonido de la puerta llamó su atención.

—¿James? —dijo Inés.

—Sí, querida, soy yo —dijo el doctor.

Inés oyó otros pasos. James había venido con alguien.

—Ann —dijo James, entrando en la cocina—. ¿Hay un poco de caldo? Tengo un paciente en el comedor y venimos helados.

—Sí, querido, el de la cena de ayer —respondió ella, dejando las tijeras y las piezas de tela sobre la mesa. Abrió la fresquera, sacó una pequeña cacerola y la puso en la cocina. Abrió la portezuela de hierro, echó más carbón y avivó un poco el fuego. No había pasado mucho rato cuando el líquido empezó a humear y el aroma a verduras cocidas invadió la cocina. Preparó una bandeja con dos cuencos, dos cucharas, dos servilletas y sirvió el caldo. Cogió la bandeja y se dirigió al comedor.

—Permiso —dijo Inés, empujando la puerta—. Aquí les traigo un…

Pero no pudo terminar la frase. Allí, en su comedor, en la casa de su marido, los negros ojos de Miguel la miraban fijamente.

—¡Cuidado, querida! —exclamó James, sujetando la bandeja que se estaba inclinando peligrosamente—. ¡Vas a derramarlo todo!

—Lo… lo siento. Yo… —balbuceó Inés.

—Ann, ¿estás bien? —preguntó el doctor, dejando el caldo encima de la mesa.

—Sí… no sé, me ha… dado un mareo —contestó Inés.

—Estás temblando —observó James—. Siéntate.

Inés se dejó llevar por su marido hasta el sofá mientras intentaba disimular su turbación.

—¿Estás mejor? —preguntó James.

Inés asintió con la mirada fijada en algún punto del suelo, pues no se atrevía a subir la cabeza. Temía que, al mirar a Miguel, James se diese cuenta de que le amaba.

—La naturaleza de las mujeres —dijo el doctor, mirando a su paciente— es así de frágil y de repentina.

Miguel sonrió amablemente pero permaneció en silencio.

—Bien, amigo —dijo el doctor—, así que usted me venía contando que lord Dasser le ha hablado de mí…

—Sí, sí —afirmó Miguel—. Le pregunté por un médico y me recomendó sus servicios.

—¡Hombre! —dijo el doctor—. Pero siendo amigo de lord Dasser…

—Conocido, sólo —le corrigió Miguel.

—Bueno, pues eso, conocido, podría haber ido yo a visitarle a su casa.

—No soy de aquí —dijo Miguel.

—Irlandés, ¿verdad? —inquirió James—. El acento es inconfundible.

—Sí, eso —respondió Miguel sin dejar de mirar a Inés disimuladamente.

—Pues usted dirá —dijo el doctor.

Una ola de calor le subió por el cuello a Inés. De repente temió que Miguel le dijese a su marido la verdad. Levantó la cabeza y lo miró suplicante, rogando que no revelase su amor, y a la vez, deseando que así lo hiciese.

Miguel la miró un instante y volvió la vista hacia el doctor.

—Me duele aquí —dijo, tocándose el pecho.

El doctor le escuchó el corazón y los pulmones, pero no encontró nada raro.

—¿Y cómo es ese dolor? —preguntó mientras rebuscaba en su maletín.

—Agudo —dijo Miguel, mirando a Inés—, como si me estuviesen matando.

—¿Cuándo ha empezado? —preguntó el doctor, mirándole las pupilas.

—Hace tres días. Una mañana al mediodía.

Inés intentó disimular una gota que le asomaba en el lagrimal.

—¿De repente?

—Bueno, algo de culpa tuve yo por bruto.

—¿Hizo algún esfuerzo físico?

—Sí —dijo Miguel sin poder disimular una picara sonrisa.

—Bueno —dijo el doctor—, yo creo que como ha venido se irá.

—¿Y qué hago si no se me pasa?

—Vuelva usted y le examinaré de nuevo.

—Sin duda —dijo, mirando a Inés—. Si mañana no se me ha pasado, volveré a visitar su casa.

—Bien —dijo el doctor—. La visita es medio chelín.

Miguel sacó una bolsa de su chaleco, cogió unas monedas y se las dio al doctor.

—Buenas noches —dijo, saliendo por la puerta.

—Buenas noches —respondió el doctor.

A la mañana siguiente, Inés llegó a la fonda antes que ningún otro día, furiosa por el susto de la tarde anterior y dispuesta a advertirle que no se volviese a repetir. Al entrar se encontró con la misma mirada del chiquillo de la puerta, pero estaba demasiado enfadada como para sentirse avergonzada. Subió las escaleras y esperó a que Miguel la abriese.

—Inés, ¡qué temprano! —exclamó.

Inés entró, cerró la puerta y le abofeteó.

—Nunca —dijo en voz baja—, nunca vuelvas a hacer lo de ayer.

Miguel la miró desconcertado, recorriendo con sus ojos ese rostro que tanto amaba. Le agarró la cabeza con sus grandes manos y la besó desesperadamente.

—Te amo —dijo sin dejar de besarla.