40

Ya habían pasado varias semanas desde que Inés y Miguel se hicieron amantes. Como cada día, Inés se levantó temprano, preparó una olla de sopa mientras se arreglaba y salió a la calle. A la vuelta compraría un guiso ya hecho para que James no notase su ausencia de la casa. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, y su conciencia católica la culpaba condenándola al más oscuro de los infiernos, pero no podía remediarlo. Se sentía feliz. Miguel la hacía sentirse viva, más viva que nunca. Le amaba con su alma, su corazón y su cuerpo. Cuando estaba con él, su piel, su olor, su calor le empujaban hacia sus brazos, lo único real dentro de la mentira de su vida. No podía renunciar a eso. No podía volver a la miseria del llanto por más sufrimiento que le esperase en la otra vida. Así lo había aceptado.

—Inés —dijo Miguel, abrazándola en la cama—. Voy a ir a hablar con James.

—¿Qué? —dijo Inés, levantándose de un salto—. ¿Para qué?

—Mañana mismo —dijo Miguel, incorporándose—. Quiero casarme contigo, quiero que seas mi mujer, que tengamos hijos, verte por la mañana, por la tarde y por la noche sin tener que escondernos de nadie. Y quiero que vengas conmigo a Madrid.

Inés sintió que la emoción le subía por la garganta al oír esas palabras.

—No hay nada en el mundo que desee con más fuerzas que el convertirme en tu esposa, pero es imposible.

—No hay nada imposible… si se quiere de verdad —dijo Miguel, entonando el final de la frase con intención.

—¿Insinúas que no te amo? —preguntó Inés ofendida.

Miguel la miró sin decir nada y a Inés se le rompió el alma.

—¿Miguel? —sollozó.

—Pues si me amases tanto como yo a ti, desearías dejar a tu marido.

—Y lo deseo, pero no puedo. Ya lo hemos hablado.

—Pero no lo entiendo —dijo Miguel furioso.

—Sería muy humillante para él si se enterara de… de esto. No se lo merece. Siempre se ha portado bien conmigo y…

—… y le amas —dijo Miguel con rabia.

—¡No! No como a ti. Pero sí le tengo cariño y no quiero hacerle daño. Me sentiría peor.

—¿Peor? Y si tanto te importa no hacerle daño, ¿por qué te vienes conmigo a la cama todos los días?

Inés se quedó petrificada, inmóvil, con el agudo dolor que producen las palabras cuando atraviesan el corazón. Con la vista nublada por las lágrimas buscó su vestido en el suelo, lo cogió y empezó a ponérselo mientras Miguel la miraba arrepintiéndose de lo que había dicho. En silencio la vio salir por la puerta, oyó sus pasos bajando la escalera y aspiró su soledad entre las sábanas mientras lloraba por ella.

Inés llegó a su casa sintiéndose sucia, traidora, mentirosa y desgraciada, muy desgraciada.

«¿Cómo he podido caer tan bajo? —se preguntaba—. ¿Cómo he podido volver a confiar en él?»

Se quitó la ropa, se frotó la piel con una toalla de colonia, se lavó la cara y se puso un vestido limpio. Bajó a la cocina y puso unos huevos a cocer.

«Dios, cuánto me odio a mí misma», pensó.

Esa noche, cuando James se arrimó a ella en la cama buscando con su mano la abertura del camisón de su esposa, Inés no puso las objeciones de las últimas semanas. No dijo nada.

Ni siquiera se movió. Como una buena esposa dejó hacer su labor a su marido mientras ella pensaba en que este sacrificio purgaría parte de sus culpas.

Esa misma noche, al otro lado de la ciudad, en el puerto, un hombre vestido de negro y con mirada austera observaba Londres desde la cubierta de un barco. Acababa de atracar en el bullicioso puerto de la ciudad, pero su mente estaba lejos de allí, a miles de millas de distancia. Hacía poco más de una semana que había dejado su país para siempre. Antes o después descubrirían su alta traición y pondrían precio a su cabeza. Y desde ese momento, nunca más podría regresar.

El hombre suspiró.

«Lo más difícil ya está hecho», pensó.

Con el estómago revuelto se acordó de los cuerpos destrozados de los marineros, masacrados por la metralla de los cañones que él mismo había boicoteado. No importaba. Había elegido un camino y ahora estaba recorriéndolo. Una senda llena de riquezas. Con un solo trabajo había conseguido más dinero que en toda su vida al servicio de Su Majestad Católica.