39

El día se había levantado con una espesa niebla que cubría la ciudad. Se colaba por las calles, callejuelas y pasadizos empapando silenciosamente cada rincón de la urbe y los huesos de sus habitantes.

Un carruaje aguardaba que la cancela de Ardkinglas Hall fuese abierta. Dentro, el conde de Avon esperaba impaciente, mordiéndose las esquinas de las uñas con la vista perdida en las finas gotas que se pegaban al cristal. Por fin, la cancela se abrió y el carruaje recorrió los desnudos jardines. Un mayordomo abrió la puerta principal a la vez que un lacayo abría la portezuela del coche.

—El señor le espera en su despacho —dijo el mayordomo con una reverencia.

El conde de Avon entró con la misma familiaridad con que hubiese entrado en su propia casa.

—Paul… —dijo lord Dasser, acercándose con la mano extendida.

—William…

—Por favor, ponte cómodo.

—¿Y Morgan? —preguntó el conde mientras se sentaba en una butaca.

—Aún no ha llegado. Espero que no tarde mucho —respondió lord Dasser mientras hacía sonar una campanilla—. ¿Has traído… eso, Paul?

—Aquí está —dijo el conde, palpándose el pecho de la casaca.

—Espero que le valga.

Unos golpes en la puerta y la cabeza de una de las camareras asomó pidiendo permiso para entrar.

—Adelante —dijo lord Dasser.

La chica entró y se dirigió al armario en donde se guardaban los licores.

—¿Paul?

—Coñac —dijo el conde.

La chica miró a lord Dasser y éste inclinó levemente la cabeza indicando que él también tomaría el licor francés. La joven sirvió las grandes copas y las acercó a cada uno de los hombres. Luego abrió una caja de madera y mostró unas pequeñas bolsas de tela que contenían tabaco picado.

—Sírvete. Directamente desde La Habana —dijo lord Dasser, cogiendo uno de los saquitos.

Los dos hombres sacaron de sus casacas sus pipas de fumar, las rellenaron y las prendieron con unas grandes bocanadas de humo que llenaron la habitación de embriagador olor.

La camarera se alejó de los hombres y esperó de pie, discretamente, en un rincón de la habitación, por si sus servicios eran de nuevo requeridos.

—Espero que Morgan no nos haga esperar demasiado —dijo el conde.

—Espero —repitió lord Dasser.

—Perdón, señor —dijo Abbie, llamando a la puerta.

—Pasa.

La muchacha pasó y sostuvo la puerta mientras dos camareras empujaban sendos carros con bandejas.

—Señor, si me permite, le traigo unas lonchas de jamón asado, queso, huevos revueltos y salchichas pequeñas; pan caliente, mantequilla dulce y salada con uvas. También pastas de naranja, café y bizcocho de manzana. ¿Desea algo más?

—Excelente, Abbie. Que sólo nos sirva una camarera —dijo lord Dasser.

Abbie miró a una de ellas, una muchacha callada y discreta, y todos los demás salieron de la habitación.

Los dos hombres se quedaron en silencio, saboreando sus pipas y mirando la niebla en el jardín. Los dos estaban nerviosos pues se jugaban mucho, incluso sus propias cabezas si a Morgan se le ocurría poner el plan a descubierto. Pero ninguno de los dos quería pensar en ello.

La campana que anunciaba que alguien estaba en la cancela de la entrada sonó levemente. Los dos hombres se miraron, pero ninguno habló. Un carruaje se acercó a la puerta principal y, al poco tiempo, oyeron el sonido de unos pasos acercándose por el pasillo.

—Señor —dijo el mayordomo, asomándose a la puerta—: el capitán Morgan.

Henry Morgan entró en la habitación vistiendo uno de sus peculiares trajes excesivamente recargados, un sombrero de plumas y un bolso de cuero.

—¡Amigo Morgan! —exclamó lord Dasser, tendiéndole la mano.

—Capitán… —saludó el conde de Avon con una afable sonrisa.

—Señores… —dijo Morgan con el semblante serio. Tanta hipocresía le revolvía el estómago. Nunca había sido amigo de esos hombres ni lo sería. Si estaba allí, era por negocios exclusivamente.

—¿Una copa? —preguntó lord Dasser.

—Gracias.

La camarera se acercó y sirvió otra copa de coñac.

—Puede retirarse —dijo lord Dasser.

La camarera hizo una reverencia y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

—¿Qué hay de lo mío? —preguntó Morgan.

El conde de Avon metió la mano en el interior de su casaca, sacó un sobre y se lo entregó al capitán. Éste lo abrió y extrajo un documento: era un decreto por el cual el actual gobernador de Jamaica era destituido de su cargo y se otorgaba al capitán Henry Morgan el gobierno de la isla, así como el derecho a representar a la Corona en aquel territorio. Abajo, al pie del documento, una firma. La de su majestad el rey Carlos II de Inglaterra.

Los ojos de Morgan brillaron y no pudo disimular la enorme sonrisa que se dibujó en su rostro.

—Otra carta igual está preparada para viajar hacia Jamaica informando de tu próxima llegada. Saldrá en el próximo barco, siempre y cuando tú hayas cumplido con tu parte del trabajo.

Henry soltó una carcajada al aire, igual que hacía cuando llevaba naipes ganadores, y sacó del bolso algo envuelto en un paño de lino.

—Aquí está mi parte —dijo, dejándolo sobre la mesa.

Lord Dasser y el conde se acercaron a la mesa, se miraron y, por fin, lord Dasser lo cogió con cuidado. Quitó el paño lentamente, como si fuese a derretirse con la luz. A pesar de las decenas de marcas de dedos que lo recorrían, el oro y la plata brillaban como si lo acabasen de pulir. Labrado en él, la representación al detalle de una batalla naval, tal y como lo describían los documentos robados.

—Sin duda —dijo el conde de Avon—, es el trabajo de un artesano de Sevilla o Toledo.

Morgan, esperando a que fuese abierto, se acercó intrigado por descubrir por fin qué era aquello tan valioso que guardaba en su interior. Lord Dasser, al darse cuenta del interés del corsario, le miró con una amable y fría sonrisa.

—Muy bien, señor Morgan —dijo condescendiente—. Ha realizado usted un espléndido trabajo que, sin duda, hemos sabido agradecerle con creces. Debe de estar muy incómodo con la ropa empapada, así que puede retirarse.

Morgan lo miró a los ojos, y después a los del conde. No era ya bienvenido allí. Molesto porque se quisieran deshacer de él, agradeció falsamente el interés por su persona, y salió del despacho decepcionado y malhumorado. Tan ofuscado estaba en su enfado que no se fijó en que una mujer le observaba atentamente desde detrás de una puerta.

«Que se lo lleven los diablos —pensó mientras subía en el coche de nuevo—. ¡Qué más me da a mí lo que tenga eso dentro! Ya han cumplido con su parte del trato…»En cuanto el coche se puso en marcha, Morgan sacó los documentos del bolsillo y los acarició.

—Mañana zarpamos —les dijo, deseando que llegase el día en el que tomase posesión de su cargo.

Lo que Morgan ignoraba era que el futuro tenía otros planes distintos para él. Lo que pensaba que iba a ser un mero trámite, rápido y fácil, resultó ser un laberinto de burocracia, demoras y letargos provocados por otros intereses ajenos a él. Ese año no ocuparía el sillón de gobernador, ni el año siguiente, ni al otro.

Tuvo que transcurrir mucho tiempo de asaltos, sangre y destrucción hasta que en 1680, habiendo sido nombrado caballero de manos del rey Carlos II de Inglaterra, sir Henry Morgan, el pirata más cruel y terrible que conoció el Caribe en el siglo XVII, tomara posesión del cargo que tanto ambicionaba.

Lord Dasser y el conde esperaron a que el coche desapareciese calle abajo. Por nada del mundo querían que el capitán Morgan viese lo que ese pequeño tesoro guardaba, pues si llegaba a enterarse, no dudaría un momento en matarles para obtenerlo.

—El muy ignorante —dijo lord Dasser— no tiene ni idea de lo que ha tenido en su poder.

—Ábrelo ya —dijo el conde, mordiéndose de nuevo las uñas.

Lord Dasser miró de nuevo por la ventana, y cuando se hubo asegurado de que Morgan había salido de Ardkinglas Hall, cogió el cartucho con ambas manos, apretó el cierre y éste se abrió con un pequeño crujido al tiempo que los corazones de los dos hombres palpitaban rápido y fuerte contra el pecho. En el interior del cartucho, unas hojas enrolladas y atadas con una cinta de seda azul reposaban sobre un forro de fieltro rojo.

—Aquí están —dijo el conde.

Lord Dasser las cogió con mano temblorosa y las desplegó sobre la inmaculada mesa. Entre los dos, buscaron las correspondencias entre los dibujos y unió los bordes de las hojas. Allí, ante sus incrédulos ojos, apareció lo que tanto habían ansiado tener: nada más y nada menos que un mapa de las profundidades del mar Caribe en el que se detallaban las barreras de coral, los peligrosos bancos de arena, los caminos que seguían las corrientes, la dirección del batir de las olas o los pasillos marítimos por los que llegar a las costas más recónditas. Dividido en cuadrantes, se reflejaba con gran lujo de detalles cada dato. Cubría la carta una red de líneas de rumbo que se entrecruzaban en araña, y en las intersecciones de estas líneas lucían flamantes rosas de los vientos pintadas en rojo. Unas varas seguidas de números indicaban el calado en el mar mientras que en la costa se recortaba fielmente cada cabo, bahía o península, distinguiendo las playas de los acantilados. Banderolas indicaban el nombre y la nacionalidad de todas las ciudades, pueblos, ríos e islas conocidas. Al norte, la estrella polar pintada en plata, y al este, la cruz de la cristiandad pintada con oro. Enmarcaban esta obra de arte dibujos de animales mitológicos y de humanos blancos, negros e indios, representando a las gentes que habitaban esas tierras. Una labor de años encargada a expertos naturalistas, matemáticos, geógrafos y marinos por el ya difunto rey Felipe IV. Miles de millas recorridas frente a las costas, anotando palmo a palmo cada accidente geográfico por pequeño e insignificante que fuese, estableciendo cotas, distancias y profundidades con los instrumentos más nuevos, revolucionarios y precisos que existían en Europa. Casi diez años tardaron en completar el mapa, ese mapa que toda flota, capitán, marino o rey ansiaría poseer. Con él podrían evitar que sus barcos naufragasen o provocar el hundimiento de los ajenos. Con él, podrían esquivar sin miedo a los enemigos, crear mortíferas emboscadas o refugiarse en costas a las que los demás barcos nunca se podrían acercar.

Lord Dasser sonrió cuando en su mente se imaginó el poder y la riqueza que tendría al alcance de su mano con semejante arma. La ventaja sobre sus adversarios comerciales era tal que nadie, ni españoles, ni holandeses, ni franceses, ni siquiera otros ingleses, podrían competir con sus barcos jamás.

«Con este mapa en mis manos —pensó, dejándose llevar por la avaricia— podría incluso conquistar mis propios territorios y, tal vez, proclamarme rey de un nuevo país».

Levantó la vista y, de repente, Paul, su más antiguo amigo, al que consideraba su hermano, fue visto por lord Dasser como un molesto obstáculo en su ansia de poder.