En la taberna de una posada de Wardour street, Miguel, medio borracho, despeinado y con la cabeza apoyada en la pared, se culpaba por ser tan bruto.
—¡Tan zopenco, tan animal, tan bestia, tan imbécil…! —se decía a sí mismo en castellano, sin darse cuenta de que los pocos que a esas horas bebían a su alrededor le miraban intrigados—. ¡Cómo no pensé en el susto que le iba a dar!
Entonces intentó ahogar el remordimiento de haberle causado daño a su amada bebiendo un largo trago de cerveza.
—¡Cómo me va a perdonar! —decía, abriendo los brazos—. ¡Cómo va a querer a un estúpido como yo! ¡Un ridículo!
Los demás hombres que le miraban sonreían sin entender sus palabras, pero se imaginaban de qué se quejaba. Miguel se dio cuenta de que era la atracción del lugar, y en su casi perfecto inglés explicó a la concurrencia que su mal era de amores. Que una mujer le había hecho pedazos el corazón; que ellos, los hombres, eran unos ignorantes de la vida, y las mujeres seres superiores, casi divinos.
—¡Unas furcias todas! —gritó un hombre que estaba sentado a otra mesa—. ¡Unas guarras llenas de maldad!
Miguel lo miró con desprecio. Tenía la cara picada de viruelas, estaba sucio y muy borracho.
—No —dijo Miguel con los ojos húmedos de añoranza—. La mía no. Y las he perdido para siempre.
—¡La tuya y la de todos! —gritó el hombre. Sin duda alguna estaba buscando pelea.
Miguel se quedó pensativo unos instantes mirando a ese hombre de actitud desafiante, y pensó: «¿Por qué no?». En ese momento todo le daba igual y aquel borracho no tendría ni media patada.
—¿Eres español? —gritó el borracho.
Miguel no contestó.
—Creo que allí la que no es puta es porque es más fea que el demonio.
Entonces Miguel sonrió. Se lo estaba poniendo demasiado fácil.
—Te estás confundiendo con las de tu pueblo, incluida tu puta madre —dijo Miguel con sorna.
Entonces, el borracho se levantó y sacó una daga mostrándola con fanfarronería a los allí presentes, que ya habían dejado libre el camino entre los dos hombres.
Miguel se puso de pie con la tranquilidad de haberse visto en muchos duelos y con espadas mil veces mejores que ese cuchillo de carnicero.
El borracho se acercó amenazante y Miguel liberó la empuñadura de su espada. Un metro largo de acero toledano brilló delante de los ojos de ese desgraciado que, aunque borracho, no tenía un pelo de tonto. Miró el mortífero filo y, por la seguridad de su contrincante, adivinó que llevaba las de perder. Entonces no le quedó otra que hacer de tripas corazón y soltar una carcajada exagerada.
—Muy buena respuesta —dijo el borracho—. ¡Una jarra para el español a mi cuenta! —gritó. Se dio media vuelta y salió por la puerta como si con él no fuese la pelea.
La mujer que servía las mesas llevó hasta Miguel una jarra de espumeante cerveza rubia. Miguel se sentó y la saboreó con gusto, pensando en el extraño personaje con el que se acababa de cruzar. Al poco, decidió que ya había bebido suficiente y subió a la habitación en la que se alojaba. Se desabrochó la camisa y se refrescó con un poco de agua que había en una palangana. Luego, le entraron unas enormes ganas de soltar todo el líquido que había ingerido, así que bajó a la letrina que había en el patio trasero.
No se dio cuenta de que, en ese mismo momento, dos mujeres entraban por la puerta que daba a la calle.
—¿Para qué me has traído aquí? —preguntó Ann. Confiaba en Hilde más que en nadie, pero ése no era el mejor sitio para una esposa decente—. Espero que nadie nos haya visto entrar —siguió diciendo apurada—. No sabría cómo explicárselo a James.
La señora Galloway, sin decir palabra, subió las escaleras y se dirigió hacia una de las puertas de las habitaciones. Llamó con los nudillos y esperó a que se abriese mientras Ann no dejaba de mirar de un lado a otro del distribuidor. A su mente vino el recuerdo lejano de otra vida, cuando se alojaba en una fonda miserable y asquerosa. Ésta, en comparación, parecía un palacio.
La puerta se abrió, pero nadie lo había hecho desde dentro. Había sido la señora Galloway con ayuda de una horquilla del pelo.
—¡Pero Hilde! —exclamó Ann sorprendida e indignada.
—Vamos, pasa —dijo la mujer.
Ann pasó con cierto reparo. No entendía qué estaban haciendo allí. Miró a su alrededor y vio ropa de hombre en el suelo, la cama deshecha y un bolso de viaje sobre una silla.
—Tendremos que esperar —dijo la cocinera tranquilamente.
—¿A quién? —preguntó Ann nerviosa—. Hilde, si no me cuentas para qué me has traído aquí, me voy ahora mismo.
La señora Galloway la miró sonriente y, en ese momento, unos pasos subieron por las escaleras. Sonó el ruido del picaporte al abrirse y Miguel entró en la habitación encontrándose a las dos mujeres de frente. Un silencio, una infinita mirada, un gesto de asombro reprimido como sus emociones: el momento en el que la señora Galloway aprovechó para salir de la habitación. Estaba segura de que ninguno de los dos repararía en ello.
—Inés… —susurró Miguel.
Inés, con la mano en la boca, intentaba acallar una emoción imparable, un llanto de alegría, de felicidad, de esperanza.
—¿Qué… qué haces aquí? —preguntó Inés sin poder creer lo que sus ojos veían.
—Te dije que vendría por ti, ¿recuerdas? —dijo Miguel nervioso, sin atreverse siquiera a acercarse.
—Sí, pero… —dijo Inés confusa—. Nunca pensé que fueses a hacerlo.
—Aquí estoy. He venido a por ti.
—Pero yo… estoy casada y…
—Ya lo sé. No importa. Sólo me importas tú. Todo este tiempo yo… —comenzó a decir Miguel, pero no le resultaba fácil expresar sus sentimientos.
Inés no pudo reprimir más la explosión de alegría que sentía en el pecho.
—Yo también… —dijo Inés, temblando de emoción.
Miguel anduvo despacio hacia ella, muy despacio, como si fuese a desaparecer, y le tocó el pelo, le besó las mejillas saboreando la sal de sus lágrimas, hundió la cara en su cuello y la abrazó con todas sus fuerzas. Un torrente de besos inundó a los dos amantes, e Inés se dejó llevar por él. No quiso pensar. No podía pensar. Sólo amar, se desnudaron poco a poco, temblando la piel, erizándose el vello al rozarse. Se acariciaron con dulzura, con amor y con una pasión que ninguno de los dos había conocido nunca. En esa habitación, sobre esas sábanas, crearon su mundo de besos, caricias, súplicas, risas, culpas y perdones. De enamoramiento adolescente en la madurez, de primer amor, de amor único, inseparable, infinito. Perdido y recuperado. Odiado y, al final, rendidos ante él.
Inés miraba la fachada con la mirada perdida. No le apetecía nada entrar en su casa. Hacía ya un buen rato que había llegado, pero era incapaz de entrar. Se estaba haciendo de noche y seguramente James ya habría llegado. No, no quería verle. Estaba sentada en un poyete de la fachada, escondida entre las sombras del estrecho pasillo de tierra que separaba su casa de la de la vecina.
«¿Cómo voy a entrar?», pensaba.
Todavía notaba el sabor de los besos de Miguel en los labios, el olor de su sudor sobre la piel y la entrepierna húmeda de los fluidos de ambos. No tenía el valor de presentarse así frente a su marido. Antes de salir de la fonda, se había aseado, peinado con esmero, y Miguel le había ayudado a ponerse de nuevo toda la ropa. Pero estaba segura de que, nada más entrar, James se lo notaría en la cara. Sabía que había hecho mal. Algo repudiable para una esposa decente y respetable; un acto abominable en una mujer temerosa de Dios. Miró al cielo buscándole, sintiéndose duramente observada por el Ser Supremo. Reprendida y condenada al horrible infierno.
«Mañana mismo iré a confesarme», prometió mirando al cielo. Un cielo que dejaba ya ver sus primeras estrellas. Bello y profundo.
—Miguel —suspiró. Se habían despedido sin dejar de abrazarse, las palabras entrecortadas por los besos y la emoción, jurándose amor eterno y veneración; imaginando con temor su vida separados de nuevo, aunque fuesen sólo unas horas, hasta el día siguiente en el que Inés había prometido volver. Una sonrisa infantil le iluminó la cara. Un dulce dolor de felicidad en el estómago acompañó las ganas irremediables, ansiosas, insaciables, de verle de nuevo. Y las culpas se le olvidaron de momento.
Una luz tintineó en la parte delantera de la casa.
«James está encendiendo las velas del comedor —pensó—. Tengo que entrar ya».
Se levantó y se fue hacia la puerta. Agarró el pomo, cerró los ojos recordando una vez más a su amor, respiró hondo y entró.
—¡Ann! —dijo James nada más verla—. Estaba preocupado por ti. ¿Dónde has estado?
Inés no contestó. Sólo pudo bajar la cabeza para ocultar su vergüenza.
—¿Te encuentras bien? —preguntó James, acercándose a ella.
—Sí, sí… —contestó Inés tímidamente.
—¿Adónde has ido? —insistió James.
—A dar una vuelta con la señora Galloway… —dijo Inés dubitativa.
—¿A estas horas?
—No, no… hemos salido antes, pero se nos ha echado el tiempo encima y…
—Con lo peligroso que es andar de noche —dijo James enfadado—. ¿Sabes lo que te podía haber pasado?
—Bueno… Es que necesitaba despejarme y…
—No quiero que se vuelva a repetir, ¿entendido?
Entonces Inés no pudo reprimir un pequeño sollozo producto de los nervios.
James la miró apenado y su enfado se volvió ternura.
—Vale, no llores —le dijo mientras la abrazaba—. Perdona. He sido muy brusco, pero es que me he preocupado de veras. Vamos, siéntate un rato y descansa. Te noto fatigada.
Inés le miró a los ojos sintiendo una profunda pena. James no se merecía lo que ella le había hecho.
—Te voy a calentar un poco de sopa —dijo James, yendo a la cocina.
—No, no, James —dijo Inés, levantándose—. No te preocupes. Estoy muy cansada. Subiré a dormir.
—Pero, cariño, deberías comer algo.
—Mañana desayunaré más de lo normal, te lo prometo. Ahora no me entraría nada en el estómago —dijo Inés, subiendo ya las escaleras. Quería dejar de ver a James lo antes posible. No aguantaba su presencia, su dedicación, sus cuidados, pues la hacían sentirse la peor persona del mundo.
James la vio entrar en el dormitorio y cerrar la puerta.
«Pobre —pensó—. La he asustado con mi enfado».
No habían pasado ni diez minutos cuando Ann oyó a James entrar en la habitación. Le oyó cambiarse de ropa detrás del biombo y le notó cuando se metió en la cama. Afortunadamente, no intentó cumplir con su deber de esposo. Mantener relaciones con él de repente le pareció un acto abominable, sucio y desagradable. Pronto también oyó sus ronquidos.
Esa noche apenas durmió. Estaba nerviosa, excitada, eufórica de felicidad. Temía que, si se dormía, todo se hubiese esfumado por la mañana, como los sueños. Además, enormes dudas le rondaba en la cabeza.
«¿Cómo sabía Hilde que Miguel estaba en esa fonda? ¿Por qué le conoce? ¿Por qué nunca me ha hablado de él?»
Por la mañana esperó a que James se levantase, se vistiese y se fuera a sus consultas. Generalmente ella le ayudaba a colocarse la ropa, le preparaba el desayuno y le despedía desde la puerta, pero el doctor debió de pensar que Ann necesitaba descansar y no la despertó.
Nada más oír la puerta de la calle cerrarse, Inés saltó de la cama y se vistió. Sin desayunar siquiera salió a paso rápido hacia Ardkinglas Hall. El cielo estaba encapotado, y muy posiblemente empezaría a llover de un momento a otro, pero ni siquiera reparó en ello.
Cuando entró en la gran casa fue directamente a la cocina. Allí, atareada como siempre, estaba la señora Galloway. Le indicaba a una de sus ayudantes el punto exacto que tenía que tener la nata para poder hacer una buena salsa de setas.
—Hilde —dijo Ann.
La señora Galloway se dio la vuelta tranquilamente.
—Ah, ya has llegado —dijo como si la estuviese esperando.
—¿Podemos hablar?
—Claro —contestó la mujer, cogiendo un cesto de paja—. Acompáñame a por unos calabacines a la huerta.
Las dos mujeres salieron de la cocina en silencio, atravesaron el patio, el jardín y, al final, llegaron a una gran huerta en la que crecían todo tipo de hortalizas y algunos árboles frutales. La cocinera se agachó y comenzó a seleccionar los calabacines por su color, su olor y la dureza de su carne.
—Hilde… —comenzó Ann—, ¿de qué conoces a Miguel?
La señora Galloway la miró y se levantó pesadamente.
—Ésa es un historia muy larga… que ahora no te puedo contar.
—Pero creo que tengo derecho a saberlo. Por más que lo pienso…
—Algún día, Inés —zanjó la cocinera Inés se quedó petrificada al oír su nombre.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar.
La señora Galloway sonrió tiernamente y le pasó la mano por la cara.
—Mi pequeña Inés. Inés de Aranda.
—¿Cómo sabes mi…? ¿Desde cuándo…? —Esta revelación le parecía tan increíble que ni siquiera sabía qué preguntar.
—Ay, chiquilla, tengo tantas cosas que contarte… —dijo la cocinera, cogiéndole la mano—. Tantas cosas…
Inés, incrédula, confusa, sólo podía mirar a la señora Galloway como si la viese por primera vez.
—Ahora vas a ir a ver a Miguel, ¿verdad?
—Sí… —contestó Inés, impactada de nuevo con la familiaridad con que trataba a ese hombre.
—Bien, iré a visitarte a tu casa después del almuerzo. Sobre las dos. Allí, tranquilamente, hablaremos de esto —explicó la cocinera. Le dio un afectuoso beso en la mejilla y se puso a andar hacia la gran casa con su cesto lleno bajo el brazo.
Inés, efectivamente, se dirigió hacia la fonda en donde sabía que Miguel la estaba esperando. Tendría que volver para hacerle la comida a James, pero aún contaba con un par de horas por lo menos. Con el corazón palpitándole de emoción recorrió andando la poca distancia que la separaba de su amado. Llegó a Charing Cross y subió por Wardour Street, cruzándose en el camino con decenas de ciudadanos que se afanaban en normalizar sus vidas. Unos lo habían conseguido, otros lo estaban intentando, y muchos habían caído en la más absoluta de las miserias. Pedigüeños y mendigos de todas las edades, desde niños hasta ancianos, extendían la palma de la mano rogándole una limosna, pero Inés ni siquiera se daba cuenta. Entró en la fonda y se topó con la mirada del chiquillo que cuidaba las llaves. Una mirada directa, sin tapujos, que a Inés la avergonzó hasta ponerla colorada. Se sentía observada y juzgada, reprobada en su pecaminoso comportamiento, así que bajó la cabeza y esquivó al chiquillo. Lo que Inés no sabía era que a ese chiquillo, acostumbrado desde que nació a ver entrar y salir gente, no le importaba en absoluto lo que esa mujer fuese a hacer allí, pues, entre otras cosas, era evidente.
Inés subió las escaleras rápidamente, llamó a la puerta y ésta se abrió. Miguel estaba esperándola con una enorme sonrisa.
—Temí que no vinieses —dijo con la respiración contenida de deseo.
—Y yo que te hubieses ido —contestó ella temblando, reteniendo sus impulsos.
Un silencio entre ellos y las miradas lo dijeron todo. Los besos, las caricias y la piel hablaron su lenguaje sin tiempo. Un torrente de besos volvió a arrollarles. Mordiéndose la boca, chupándose, saboreándose, mientras susurraban su amor desde las entrañas del sentimiento.
El reloj de una iglesia cercana tocó las doce de la mañana.
—Debo irme —dijo Inés, levantándose de la cama.
Miguel vio cómo la mujer empezaba a vestirse. Observó su cuerpo, sus movimientos y toda ella. En su alma sintió que no había ser más hermoso en el mundo por el que dar la vida. La amaba, y sabía que estaba en peligro.
—Tenemos que hablar —dijo Miguel mientras se levantaba para ajustarle el vestido a la espalda—. Debes contarme cómo conociste el plan de Morgan.
—Sí —dijo Inés, dándose cuenta en ese momento de que apenas habían conversado en las dos veces que se habían visto.
—¿Esta tarde?
—No puedo —dijo, dándose la vuelta—. Miguel, esto… no está bien.
Miguel asintió comprensivo y la miró a los ojos, dulces, sinceros, apasionados. Se besaron echándose de menos antes de separarse.
—Mañana… no podemos vernos aquí —dijo Inés.
—¿Por qué? —preguntó Miguel.
Inés le miró turbada, incómoda. Miguel miró la cama revuelta y comprendió.
—Prometo que no volverá a pasar nada. Sólo hablaremos.
Inés asintió conforme aunque en el fondo de su corazón, donde reside la sinceridad, esperaba que Miguel no cumpliese con su palabra. Y de hecho, ninguno cumplió lo pactado.
La señora Galloway llegó puntual a la casa de Hyde Park. A las dos, tal y como había dicho. Inés había puesto agua a hervir, pues estaba segura de que la cocinera llevaría un poco de té y algún dulce. En esta ocasión fue una exquisita tarta de zanahorias. Le hubiese gustado tener preparado algo más para ofrecer a su invitada, pero no le había dado tiempo siquiera de hacer la comida de James. En la misma fonda había comprado un poco de guiso de conejo, y según llegó a su casa, lo metió en la cazuela como si lo hubiese preparado ella misma.
—Pasa, Hilde —dijo Inés—. Pasa al comedor.
—¿Y James? —preguntó la cocinera.
—Ha vuelto al hospital. No llegará hasta la noche.
La señora Galloway asintió conforme.
Inés partió la tarta, la puso en una bandeja y la acompañó de dos tazas de porcelana, un azucarero, una jarrita con leche, dos cucharitas de alpaca, dos servilletas y la tetera. Cogió la bandeja y se dirigió hacia el comedor, pero antes de entrar, se quedó un segundo en la puerta mirando a aquella mujer que estaba sentada en su comedor. La señora Galloway se notó observada y se volvió hacia la puerta. Las dos mujeres cruzaron sus miradas.
Nerviosas ambas, expectantes, dispuesta una a hablar y la otra a escuchar.
—Estoy pensando, Hilde —dijo Inés, acercándosele—, que no sé si te conozco…
Un silencio se hizo en el comedor. Sólo lo rompió el tintinear de la vajilla al ser depositada en la mesa. Inés sirvió el té y la tarta y se sentó enfrente de su amiga, esperando, pero la mujer no se arrancaba a hablar. Sólo miraba por la ventana.
—Hilde, ¿cómo sabías que yo…? —preguntó Inés—. ¿Cómo lo sabías?
—Cuando entraste al servicio de lady Dasser, allá en Jamaica, estabas flaca, demacrada y enferma, pero llamaban la atención tu educación, tu lenguaje y tu altiva forma de comportarte con los demás criados. Todos nos dimos cuenta de que eras… distinta, incluso la señora. Fue ella la que me encargó que averiguase quién demonios eras.
—¿Entonces…? ¿Ella también lo sabía? —dijo Inés sorprendida.
—No, no, no… Nunca se lo llegué a decir —explicó Hilde—. Si los señores llegan a saber que eras española, no hubiesen dudado en denunciarte… Estábamos en guerra.
—Y ¿por qué tú no lo hiciste?
—No sé… imagino que me inspirabas cariño y que… —Hilde hizo una pausa. No le era fácil rebuscar en sus sentimientos—. Al ser española, me recordabas a alguien…
—¿Cómo lo averiguaste?
—No fue difícil. Preguntando en la pensión en donde vivías me encontré con tu hermano y…
—¡Íñigo! —exclamó Inés al tiempo que una oleada de pena y angustia la invadía. Hacía años que no pensaba en él, ni siquiera se había acordado de recordarle.
—Le dije que era amiga tuya… y él estaba preocupado porque habías desaparecido. Al parecer, no sabía que habías entrado al servicio de los señores.
Inés pegó un respingo en su silla.
—Pero tranquila —dijo la cocinera, viendo la expresión de Inés—, no le dije nada.
—No se lo conté porque… —comenzó Inés—, él no era bueno conmigo y…
—No tienes que justificar tu vida —le dijo Hilde, cogiéndole la mano.
Inés la miró a los ojos y sonrió confiada.
—¿Cómo estaba? —preguntó Inés casi sin atreverse a hacerlo.
La cocinera torció el gesto y chasqueó.
—Bueno, más preocupado por contarme lo ricos que erais que por encontrarte.
Una lágrima de decepción se escapó por la mejilla de Inés.
—Él no era así. Fue una época muy dura y empezó a beber demasiado.
La cocinera miró a la mujer que tenía enfrente y sintió mucha lástima. Como aquella primera vez que la vio.
—El caso es que no fue difícil averiguar de dónde veníais —continuó Hilde—. Por su acento supe enseguida que erais españoles, y en cuanto le puse una botella de licor delante, tomó confianza. Aunque no pude sacarle tu verdadero nombre me contó que vuestra familia tenía una hacienda: La Milagrosa.
Inés asintió con la mirada perdida y el alma volando a otro tiempo; un tiempo en el que era completamente feliz: su infancia. Esa que terminó bruscamente un mediodía de mayo.
—Averigüé dónde estaba y viajé hasta allí.
—¿Cómo la viste?
—Estaba arrasada y quemada… y tenía un nuevo dueño.
Esa noticia le produjo un pellizco en el corazón. Era natural que La Milagrosa hubiese pasado a otras manos, pero ella seguía considerándola su casa.
—¿Le viste?
—Allí no, pero había mandado decenas de esclavos para recuperar las plantas de azúcar antes de que se perdiesen por completo.
—Sí… —dijo Inés, recordando los días de recolección, cuando el aire se impregnaba del dulce olor que salía de los tanques de melaza.
—Ese nuevo dueño era… lord Dasser —dijo Hilde, mirando a su amiga. No sabía cómo podría reaccionar.
Inés levantó la vista y se quedó mirando a la mujer que tenía enfrente. Inmóvil, en silencio, como si le costase entender sus palabras. Se levantó despacio de la silla y comenzó a andar por la habitación.
—Inés —dijo la cocinera—, es una casualidad, pero una casualidad muy probable. El viaje a Jamaica lo hizo con la intención de hacerse con todas las haciendas disponibles, y la tuya era una más de ellas.
Inés, de espaldas a la mujer, intentaba deshacerse de todos los sentimientos que brotaban en ella cargados de recuerdos.
—Por eso tampoco podía decirle a la señora quién eras… Al mismo tiempo —siguió la mujer—, ello me facilitó averiguar tu verdadero nombre. Lord Dasser tiene registrados todos los movimientos y los datos de sus propiedades en libros que ordena en su despacho. Un día, cuando ya habíamos vuelto a Inglaterra, vi la oportunidad de averiguar más sobre ti. Los señores habían salido con miss Moore y contigo, y la casa parecía tranquila. Entré y busqué los documentos de tu hacienda. Fue fácil. En las tapas estaba escrito el nombre de La Milagrosa. Y allí estaba el nombre de tu padre, don Alfonso de Aranda, marqués de Virrubio y conde de Aranda. También estaban escritos los nombres de su esposa, los de sus hijos y el de su única hija.
Inés la miró sin verla. Se sentó lentamente en la silla, como si cualquier cosa pudiese hacerle perder el equilibrio.
—Por lo que leí —dijo Hilde, intentando escoger bien las palabras de lo que quería decir—, tus padres… fallecieron en el asalto, y también tus hermanos.
Inés asintió incapaz de articular palabra. De repente, aquel día fue ayer. Ayer el humo, el miedo, la sangre y el horror de nuevo. Les echaba de menos, les añoraba, les necesitaba, y dejó escapar todo ese dolor que había ido guardando, juntando, acumulando en ese lugar del alma en donde se esconde lo que no se quiere sentir.
Hilde la vio abatirse y derrumbarse en el llanto. La abrazó, lloró con ella y pensó que ya era suficiente por hoy.
—Ya seguiremos hablando en otro momento —susurró mientras le acariciaba el pelo.